Al paso que vamos, escribir sobre temas históricos en el siglo XXI va a resultar tan peliagudo como discutir de teología en el XVI. Uno no entiende muy bien por qué unos sucesos que pasaron hace casi ochenta años suscitan semejantes desafueros legales. Resulta que en 1950 o en 1960, con los protagonistas de los hechos bien vivos, con los supervivientes en plena madurez y con las heridas aún abiertas, era mucho más fácil y menos arriesgado penalmente tratar de la Segunda Guerra Mundial o de la Guerra Civil que hoy en día, cuando apenas quedan supervivientes de aquello y nadie por debajo de los setenta guarda algún recuerdo de los acontecimientos. Sin embargo, los inquisidores no paran de hablar de las víctimas y de su derecho a la memoria y al respeto, algo que nadie discute. Pero, al parecer, el derecho a la libertad de expresión y de pensamiento, a la libre interpretación de los hechos históricos ocurridos entre 1917 y 1945, no goza de semejante consideración (y no sólo en eso: véanse también los dogmas de la ideología de género) y es tan arriesgado ser un heterodoxo in historicis como lo era, en 1550, negar la Trinidad o la Transubstanciación. Cualquier denuncia de un colectivo victimista o cualquier ley de un gobierno con ínfulas de historiador puede dar con el imprudente en la cárcel. ¡Ay de quien "ofenda"! Como si la libertad de pensamiento no consistiera, precisamente, en permitir que se expresen las ideas que no nos gustan, que detestamos, que nos ofenden.
Año de Gracia de 2018: nuevos Calvinos esperan a nuevos Servets.
¿Nos hemos vuelto locos?
Una serie de fenómenos puede explicar en parte esta psicosis historiográfica, una más de las aberraciones por la que será recordada nuestra era. Si nos fijamos en el caso de la nueva ley polaca –que condena a tres años de cárcel al que afirme que los Lagern alemanes eran "polacos" o que colaboracionistas de esa nacionalidad ayudaron a los criminales Einsatzgruppen nazis–, vemos un afán nominalista por dominar el lenguaje y así callar lo que no pueden ocultar los documentos y testimonios fehacientes de los testigos que vivieron aquellos sucesos. Da igual la verdad, lo importante es afirmar una tesis política sin contradicción pública posible mediante el control del lenguaje, en especial de los gentilicios. No es nuevo para Polonia; hasta los años noventa, la masacre de Katyn fue alemana y Piotr Soprunienko, el jefe del NKVD que dirigió la operación, se paseaba tranquilamente por la URSS como un venerable jubilado, igual que su colega Santiago Carrillo en la España del juez Garzón, presunto azote de genocidas.
El mismo espíritu alienta en la nueva Ley de Memoria Histórica que pretende imponer el PSOE con la complicidad de todo el arco parlamentario, PP incluido, por supuesto. Cuando se apruebe, será un delito duramente penado sacar a la luz los hechos criminales del Frente Popular o mencionar la ayuda que la España de Franco proporcionó a los judíos europeos (¿nunca se han preguntado los progres de cátedra y sinecura por qué los hebreos escapaban hacia la España franquista, supuestamente antisemita y filonazi?). Negar la historia sagrada es el delito, da igual la honradez y documentación del historiador. Cuanta mayor calidad tenga su crítica, más culpable será. No se trata de enjuiciar una obra humanística, sino una herejía teológica. De hecho, algunos genocidios, siempre que sean de izquierdas, pueden ser excusables o, en todo caso, se les considera excesos o un inevitable coste humano. Así, Lenin, Stalin, Trotski o Mao son elogiados, editados y homenajeados sin que la sensible epidermis de los demócratas se resienta y sin que nadie encarcele, hostigue o proscriba a sus partidarios, muchos de ellos sentados en bien pagadas cátedras.
Exponer los hechos será más grave que falsearlos porque lo que se quiere no es Historia, que es un intento de explicar el pasado siempre abierto a discusión, que no es una ciencia, sino una técnica, un arte condicionado por la inevitable subjetividad del historiador. Lo que el régimen quiere es Memoria, una justificación providencialista de su existencia cimentada en un pasado nefasto que hay que exorcizar. Un cuento de buenos y malos donde se demoniza al adversario y el verdugo se disfraza de víctima; quien pretenda, simplemente, humanizar o explicar los móviles del malo es un hereje, un fascista, un criminal. No hay discusión ni debate, sólo quema de libros, cárcel y muerte civil del heresiarca. Esto tampoco es algo nuevo: en la Inglaterra protestante de los siglos XVI y XVII se difundieron muchísimo obras como el Acts and Monuments de John Foxe, más conocida como Foxe´s Book of Martyrs, de 1563, que acababan siendo expuestas y leídas en las iglesias para edificación de los fieles y formación del espíritu nacional. Por supuesto, libros como éste justificaban las persecuciones de los católicos y las ejecuciones salvajes de los papistas que tuvieron su apogeo en el reinado de Isabel, pero que no pararon hasta después de Cromwell. Del terror sufrido por los adversarios de la Reforma en Inglaterra no se ocupó nadie en las islas hasta el siglo XIX. Era política y teológicamente incorrecto.
Los regímenes plutocráticos que padecemos están sufriendo un giro totalitario, auspiciado por Bruselas, que impone una historia oficial de cada país con tintes estalinianos. La izquierda extrema no puede encontrar un campo mejor abonado para sus instintos inquisitoriales. La colusión de capitalistas maltusianos y postmarxistas académicos, en la que seguiremos insistiendo siempre, busca una sociedad global, sin identidad, unipolar, americanocéntrica, que no tolera alternativas y con una sola religión sin Dios y sin alma: la democracia, versión moderna del culto de Mammón, la gran igualadora, la enemiga de la diferencia, de la individuación, de la excelencia: el credo del rebaño. Por eso necesita una verdad histórica indiscutible, que legitime adversus haereses el actual estado de cosas y condene cualquier visión diferente. Sobre todo, hay que aniquilar aquella que favorece la individualidad de los pueblos y el recuerdo de su perdida soberanía: el malvado nacionalismo, enemigo schmittiano de la oligarquía mundial. El problema es que hay que contar con un monopolio de los medios de comunicación y con un asentimiento pasivo que ya no es tan fácil de obtener como en el siglo XVI. ¿Por qué? Porque las autopistas de la información tienen difícil control y porque una curiosa costumbre está pasando de padres a hijos en la Europa sometida a los poderes financieros. Hay una verdad compulsiva, oficial y académica, a la que todos asienten si no quieren ver destruida su vida civil. Y, luego, hay una verdad privada, opuesta por completo a la académica, que la gente se guarda para sí y para los suyos. En España empezamos a valorar el silencio como fuente de seguridad. Mala cosa.
Eppur... el escepticismo respecto a las historias oficiales crece. Basta con observar el éxito que tienen todas las obras heterodoxas que todavía se pueden leer y que venden muchos más ejemplares que las de los académicos del régimen. A estas alturas, con lo que ahora sabemos, ¿podemos seguir llamando buenos a los que diezmaron desde el aire a la población civil alemana, japonesa o vietnamita? ¿Y qué decir de la agresión a Irak, patroneada por el cuarteto de las Azores y justificada con vergonzosas mentiras? ¿Algún tribunal internacional ha juzgado a los demócratas como Madeleine Albright, que mataron de hambre y enfermedades a los niños iraquíes tras el embargo americano de 1991, multiplicando por tres la mortalidad entre los menores de cinco años y dejando desnutrida al 60% de la población infantil? ¿O los bombardeos de Libia efectuados por Sarkozy, que no han traído precisamente la democracia a esa nación? Los hechos son tozudos y la "superioridad moral" de las plutocracias no queda bien parada con ellos. Ahora, en vísperas de nuevas y más peligrosas agresiones, hay que rearmarse otra vez. Y no sólo con misiles. También con historias que justifiquen nuevas masacres y les otorguen un propósito moral.