Si queremos destruir a alguien sin darle la oportunidad de defenderse, ya no nos hace falta el veneno, la puñalada anónima de un sicario o la lettre de cachet francesa. Sólo tenemos que declararnos víctimas y a partir de ese momento podremos denunciar, censurar y poner en la picota a nuestros enemigos. Este nuevo estatuto privilegiado permite la prohibición y quema de libros que no nos gusten, proscribir a los que nos odian, el acoso en los medios, la muerte civil y hasta la cárcel de quienes no comparten nuestras ideas.
Semejante bicoca, tamaña carta blanca para el linchamiento de la gente que tiene la osadía de no compartir nuestros dogmas, ha adquirido carta de naturaleza en los tiempos recientes y lleva camino de convertirse en realidad cotidiana para los próximos años. Por supuesto, no todos valen para víctima. Si usted es varón, blanco, heterosexual, cristiano, fumador, cazador, taurino y de derechas, ya se puede contar entre las piezas que se van a cobrar las víctimas en alguna de sus cacerías: es usted un culpable sin remisión, un enemigo del pueblo, un kulak, un hereje al que hay que quemar en la plaza pública. No olvidemos que sólo las izquierdas pueden decidir quién es víctima, avaladas por la autoridad moral que les otorga el haber producido cien millones de ellas en el siglo XX.
Y no sólo es una cuestión ideológica. El acoso y derribo de los magnates del Hollywood por parte de las denunciantes de supuestos abusos sexuales (nadie en la prensa añade lo de presuntos que, sin embargo, es de rigor cuando se trata de un asesino en serie de ETA o del GRAPO) tiene un sabor muy parecido a la caza de brujas de Salem de 1692. Las pulsiones puritanas e histéricas de la sociedad norteamericana de nuevo han encontrado carnaza para manifestarse en la oleada de acusaciones contra actores y productores, quienes, seguramente por casualidad, son muy ricos. En este espectáculo de linchamiento mediático vemos a hombres del aparato propagandístico del Sistema (Hollywood es La Meca de la corrección política) que están sufriendo una purga con tintes estalinianos, tras la que se esconde una terrorífica demostración de poder por parte de los zelotes de la ideología de género. Después de este escarmiento en cabeza ajena, ¿quién se atreverá a escribir, producir o dirigir películas que ironicen o critiquen a los nuevos privilegiados?
Basta con examinar algunas de estas denuncias para comprobar que las pruebas presentadas son de lo más inconsistente cuando no meras suposiciones; algunas se remontan a treinta años atrás y sólo cuentan con el aval del sindicato de víctimas, quienes no tienen el menor remordimiento –ellas, tan sensibles y humanitarias– en pisotear alegremente la presunción de inocencia de los acusados y en condenarlos antes de que un juez imparcial dicte sentencia. Ahora bien, ¿qué juez hay tan estoico que por hacer estricta justicia se atreva a soportar una persecución en los medios por parte de las organizaciones de acoso de la corrección política?
El caso de Woody Allen es especialmente sangrante. El célebre director neoyorquino se ha convertido en un apestado por las denuncias de su exhija adoptiva, Dylan Farrow, de nula credibilidad y que ya fueron rechazadas en 1992, ni más ni menos. Da igual, los actores tienen miedo de trabajar con él y el protagonista masculino de su última película ha renunciado a su sueldo y se une a la lista de famosos de Hollywood que, para cubrirse las espaldas, están donando grandes cantidades de dinero a las organizaciones feministas radicales. La ideología de género, como todas las inquisiciones, también es un negocio boyante. Cada vez que estas organizaciones anden cortas de fondos, ya saben lo que tienen que hacer.
Si dentro de unos meses empiezan a dictarse sentencias absolutorias y los monstruos resultan inocentes, ¿quién rehabilitará las carreras de Kevin Spacey o Allen? ¿Pagarán los macartistas de izquierdas los daños y perjuicios?
El puritanismo sajón va a tardar poco en llegar a España. La Junta de Andalucía considera ya al piropo como una agresión sexual y no olvidemos aquella campaña del ayuntamiento de Madrid contra el sentarse los varones con las piernas abiertas, el rascarse la barba y una lista de intolerables agresiones machistas de este porte. Por no hablar de orwelliano proyecto de Ley de Memoria Histórica que ha presentado el PSOE y que condena con penas de cárcel y quema de libros a quien disienta de la historia oficial del franquismo. Historia escrita, por supuesto, por la extrema izquierda académica y de la que, por decreto, queda excluido el debate.
¿Qué es lo que está pasando? Aunque nos parezca increíble, el Sistema tiene miedo. La victoria de Trump, la creciente resistencia de los pueblos de Europa contra su miserización gradual, el resurgir de Rusia y la actitud refractaria del islam frente a Occidente están resquebrajando la confianza de las élites. Como no hay ninguna oportunidad de rectificar el rumbo, porque el mundialismo está demasiado comprometido en la creación de una plutocracia global y ese fin queda ya al alcance de la mano, los resortes ideológicos se endurecen. Todo son excusas para poner la mordaza: la persecución de las presuntas fake news y las nunca probadas ingerencias rusas, la virulencia estalinista de la ideología de género, las memorias históricas de todo tipo y los demás fenómenos que nos asombran e indignan; todo fruto del cierre de filas, de la esclerosis de un Occidente cada vez más totalitario, en el que sólo se podrá ser liberal de izquierdas y donde cualquier otra alternativa ideológica será delito. Vienen tiempos de censura y de abierto liberticidio. Y vienen tiempos de guerra y de conflicto. El gran designio de la élite mundial ha de cumplirse sin remisión. Hay que forjar una mayoría social monolítica, sin disenso, que obedezca sin rechistar al nuevo credo del mundialismo militante y beligerante. En este estado prebélico hay que crear una convicción de superioridad moral y hay que aterrorizar y silenciar a quienes la discuten. Esta vez son las brujas las que salen de caza.