Desestabilizando

Escribo este artículo desde Moscú, lo que supongo que constará como agravante el día que el Sistema desencadene su caza de brujas contra los que osamos pensar que Rusia es un país decente y poderoso.

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Escribo este artículo desde Moscú, lo que supongo que constará como agravante el día que el Sistema desencadene su caza de brujas contra los que osamos pensar que Rusia es un país decente y poderoso y que más nos valdría no buscarnos líos con un gigante. Sin embargo, por lo que me acaban de mandar de la prensa digital española, parece ser que Putin planea desestabilizar a Europa, ni más ni menos, con una serie de páginas web que nadie conoce y de cuya existencia me he enterado gracias a los plumíferos de la biblia progre –El País del veintinueve de diciembre–, que se meten ahora a censores eclesiásticos de lecturas y links cibernéticos. Muy enclenque debe de ser el engendro ese de Bruselas cuando un par de blogs puede amenazarlo.

Como se supone que estoy metido de lleno en la cueva del oso ruso, en el centro geométrico del eje del mal e incluso resido a muy pocos metros del arcano Kremlin, creo que podré iluminar al lector con unas impresiones volanderas, intrascendentes y, por lo que se ve, “desestabilizadoras”.

Lamento tener que desilusionar a quienes se crean que les voy a contar una de James Bond: Moscú se parece mucho a cualquier ciudad europea, desde París a Berlín, y en ella se encontrarán las mismas tiendas, semejantes atascos, idénticos coches y un ajetreo quizás más intenso que en sus metrópolis gemelas. En fin, aquí todo es igual que entre nosotros y, sin embargo, todo es diferente. Para empezar, el paseante verá niños y madres jóvenes, a las que no les parece un insulto machista el que uno les ceda el paso o les abra la puerta. Al revés que los europeos, el pueblo ruso no quiere desaparecer, no siente la menor tentación de suicidarse y de favorecer un Gran Reemplazo, como sucede en la Europa de las plutocracias. Debido a eso, su gobierno fomenta la natalidad y pretende superar el desaguisado demográfico de las eras de Yeltsin y Gorbachov. Horrible, ¿verdad? Este monstruo de Putin quiere llenar de hogares con niños la extensa, inacabable Rusia. Por lo visto, no se ha dado cuenta de la ventaja que supone abrir las fronteras a flujos millonarios de mano de obra barata, a ser posible musulmana, mientras la población nativa se dedica a criar perros y gatos y a casar hombres con hombres y mujeres con mujeres. Dentro de cien años, rebus sic stantibus, Europa será un conjunto de taifas más o menos islamizadas y africanizadas, pero Rusia seguirá siendo una nación cristiana y euroasiática. Frente a la imparable tribalización de Occidente, Rusia se mantendrá unida y cohesionada.

Otra cosa que salta a la vista es que el gobierno ruso no es cristofóbico, como los de las oligarquias europeas. Al revés, en los últimos decenios la defensa de la fe ortodoxa –la única de las iglesias cristianas que sigue viva y no se ha traicionado a sí misma– y su fomento como factor decisivo de la identidad nacional rusa han contado con el apoyo incondicional de Putin. Y eso no ha impedido al islam, al budismo o a las demás religiones de la Federación Rusa ser respetadas y defendidas. La afirmación de la ortodoxia de Rusia no supone la persecución o el maltrato de los fieles de otras creencias con medidas discriminatorias.

Basta con que el lector observe algunos gestos de Putin o de sus ministros y generales, o que, paseando por Moscú, se fije en la enorme estatua de San Vladímir, para que comprenda que no se trata de un cristianismo de boquilla y sentimentaloide, como el de los presidentes norteamericanos, sino de la fe milenaria de la popular tradición ortodoxa. El visitante del centro de Moscú descubrirá en el horizonte de esta ciudad magnífica los resplandores de la dorada cúpula del Jram Jristá Spasítyelya, el Templo de Cristo Salvador, catedral edificada en 1883 y volada por Stalin en 1931, que quería ocupar ese espacio con un monumento a los soviets. Milagrosamente, los cimientos se inundaron y Stalin se tuvo que conformar una piscina. En los años noventa fue reconstruida por entero, como símbolo de la permanencia de Rusia en la fe cristiana. Es una obra colosal, lujosa y en la que no se ha ahorrado en gastos, pero cuya espectacular resurrección se produjo tras siete décadas de un despiadado experimento laicista en la extinta Unión Soviética, que costó centenares de miles de vidas entre los religiosos, que supuso la voladura de templos y monasterios, el saqueo de las joyas y relicarios, la quema masiva de iconos y la aniquilación de la herencia artística y cultural de la iglesia ortodoxa. Bruselas y el mundialismo pretenden llegar a idéntico fin, pero de un modo más insidioso: mediante la corrupción moral, el materialismo más grosero y el culto omnipresente a Mammón, dios único y verdadero de la Unión Europea. Y lo han conseguido: los comisarios de Bruselas triunfan donde fracasó Stalin. Sólo desterrando el cristianismo se pueden implementar las medidas antinatalistas de la plutocracia dominante entre los europeos nativos, condición sine qua non del Gran Reemplazo.

 Los rusos tienen una mentalidad colectiva mucho más fuerte que cualquier otro país, salvo Japón; su manera de pensar en el nosotros más que en el yo les ha permitido resistir lo irresistible y vencer a enemigos mucho más poderosos y eficientes Tienen un fuerte amor a la patria y un no menos intenso sentido del Estado, de la necesidad de un ser colectivo que organice la vida común y evite esa calamidad que de vez en cuando agita y arruina Rusia: la Smuta, los disturbios, las épocas turbulentas de discordia y caos, la última de las cuales empezó hace un siglo con la guerra civil de 1918-1920. Los años ochenta, los noventa y el inicio del siglo actual fueron algo parecido, aunque en una escala mucho más benigna. La generación que conoció aquello sabe lo importante que es un Estado fuerte y una comunidad nacional que tenga conciencia de su cohesión. La ineficacia y la miseria de la herencia comunista se superaron en cuanto Putin y las instituciones que lo apoyan recuperaron el poder, apartaron a los aventureros mundialistas del control político y se restauró el sentido del Estado. Hoy los rusos son más ricos y libres de lo que nunca lo han sido en los últimos cien años: es normal que la popularidad de Putin alcance cotas estratosféricas. Recordemos, además, que el presidente de Rusia es un hombre que llegó al gobierno de la Federación después de una larga y nada fácil experiencia de estadista, en medio del desastre de los años noventa y de comprobar qué tipo de “ventajas” trae abrirse a Occidente. El patriotismo ruso, inagotable, ha servido a los dirigentes del Kremlin para marcar unos objetivos y un espíritu. De esta manera, la Rusia nihilista y miserizada de los noventa está hoy unida, se siente orgullosa de sus logros y disfruta de un nivel de vida decente, sobre todo si se compara con lo que se llegó a sufrir hace veinte años. No es Putin el que ha resucitado a Rusia, han sido todos los rusos bajo un mandatario inteligente, que sabe que se debe a su pueblo y a su Estado y no a los lobbies multinacionales.

El éxito de Putin es intolerable. Hoy los rusos viven mucho mejor que sus padres o sus abuelos, mientras a los europeos se nos dice que nuestros hijos vivirán peor que nosotros, aduciendo unas misteriosas leyes del mercado y una inevitable y beneficiosa (¿para quién?) globalización. Las campañas de odio de la prensa occidental contra el presidente de la Federación Rusa son continuas. Tienen nulo éxito aquí, en Rusia, donde saben muy bien de qué les libró su líder, al cual van a poder reelegir o no dentro de poco. Pero la mentira permanente sobre Putin busca ante todo fomentar un prejuicio en la opinión europea, para que crea que su degradada ratonera moral, apadrinada por los peores poderes del planeta, es un paraíso. Desde luego que lo es para las grandísimas fortunas, pero no para los millones de miembros de las clases medias proletarizadas, cuyo empleo cada vez es más precario y cuyo sueldo cada vez mengua más, gracias a la competencia a la baja de los nuevos europeos y a la apertura a nuevos mercados, eso que sus beneficiarios llaman mundialización. ¿Qué pasaría si cundiera el ejemplo ruso? En principio es difícil que eso suceda en Europa, dada la mentalidad individualista y la moral degenerada que impera, fruto venenoso del sesenta y ocho que ahora es regla a seguir. Un continente que ha hecho de la corrupción moral un modo de vida y que pisotea con su legislación las instituciones básicas de la sociedad, difícilmente podrá regenerarse sino es a través de una muy dura penitencia. La inversión de los valores es tan irremediable, su perversión tan absoluta, que no se puede esperar un resurgir moral, material y político sin un profundo cambio en la forma en que los occidentales ven el mundo. Pero la Historia tiene sus imprevistos. Y más vale prevenir. Por eso, por el ejemplo, por el buen ejemplo, Putin desestabiliza. De ahí la persistente campaña de insidias contra el hombre que derrotó en Siria y en Chechenia a un enemigo que la UE nos está metiendo en casa. Es peligroso que descubramos que la patria, el Estado, la soberanía nacional, la familia, la tradición y la espiritualidad existen y que son fuerzas sociales constructivas. Eso es lo que ha descubierto Rusia tras setenta años de marxismo radical, pero nuestro Sistema necesita átomos disgregados al máximo para poder sobrevivir en el caos que necesariamente producen sus rapiñas. Rusia es justo todo lo contrario. Por eso la atacan y por eso la defendemos.

¡Qué le vamos a hacer! ¡Seguiremos “desestabilizando” en próximas entregas!

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