Ya es desvergonzada doctrina oficial de Bruselas: hay que africanizar e islamizar Europa a marchas forzadas, hay que introducir a decenas de millones de musulmanes en nuestro continente para que paguen nuestras pensiones, según pontifican con un descaro admirable Juncker y su brazo ejecutor del Gran Reemplazo, el comisario Avraamopoulos, que luce un apellido propio de un villano de Tintín.
Yo no sé si el conde don Julián o los hijos de Witiza le dijeron algo semejante al pueblo visigodo antes de Guadalete o si fue la excusa de la que se valió Mehmet II para hacerse con Constantinopla, pero no creo que los europeos de entonces fueran tan retrasados mentales como los bobos progresistas que hoy se creen las patrañas de la Comisión Europea y se resignan con una sonrisa a la formación de Eurabia. No podemos negar una evidencia: senil, rácana y decadente hasta el extremo, Europa no se merece otro destino que ser conquistada. Una república islámica será un final más honorable que el tinglado plutocrático de estas democracias degradadas y envilecedoras, para las que la degeneración política, cultural y ética es un ideal. En el islam, al menos, las jerarquías elementales de la sociedad están bien claras, al igual que los principios básicos de cualquier orden tradicional. En cierta manera, convirtiéndose al islam, nuestro continente mejoraría respecto su situación moral, volvería a tener un alma, aunque no fuera la suya.
Pero somos europeos y nuestra tradición se ha forjado en la lucha contra la Media Luna; desde Covadonga al sitio de Viena, pasando por las Cruzadas, Kulikovo y Lepanto, Europa la forman los pueblos que se negaron a ser musulmanes. El signo de la cruz domina aún hoy –ya veremos por cuánto tiempo, puesto que ofende– los grandes templos de nuestras ciudades, flamea en buena parte de nuestras banderas y escudos y hasta la palabra cruzado tiene un aura de idealismo y de compromiso con una causa justa que la eurofóbica corrección política no ha podido desarraigar. Somos lo que aún seguimos siendo, pese a Juncker, pese a la plutocracia, pese a la ONU, porque nuestra constitución espiritual rechaza el islam. Estas cosas no se eligen, se transmiten con la sangre, con la leche materna, y hay que ser muy desnaturalizado, muy desarraigado, muy renegado y muy descastado para traicionar alegremente un legado de siglos que se llama identidad. Y no la memoria y la identidad de una nación, sino la de todas las que forman Europa, desde Finisterre hasta los Urales.
Cada vez está más claro que a Europa la gobiernan sus enemigos, que estos procónsules de la Unión “Europea”, a los que nadie ha votado y que ante nadie responden, son simples cipayos, collabos de una plutocracia mundial que sólo piensa en términos económicos y a la que los pueblos, una vez extinta la amenaza de la URSS, ya no les interesan en nada, salvo para convertirlos en masas amorfas de consumidores proletarizados, sin más señas de identidad que una tarjeta de crédito. Nos lo dicen a la cara todos los días estos miserables, estos hijos de Witiza: la economía lo es todo. Pocas mentiras más peligrosas que ésta. La economía es la sierva de la política. Y la política es la esclava de una cosmovisión, de un orden ideal del mundo. Nada hay más perverso y peligroso que situar a los elementos inferiores en la cúspide de la pirámide. Este materialismo de tendero de baja estofa es el que ha degradado a Occidente hasta la autoextinción, que tan amenazadora se dibuja hoy. Una de las causas de nuestra caída en picado es el supuesto realismo de nuestra tecnocracia, dominada por el signo de la cantidad, por la fuerza bruta del número, cegada por el dinero, incapaz de concebir un orden civilizatorio de tipo superior. Los atrasados wahabíes, los fanáticos musulmanes salafistas, lo ven más claro y mejor: el triunfo futuro reside en seguir siendo el que se es y en el fértil vientre de las mujeres que ejercen de madres y guardianas de la tradición. Esas son palabras que nosotros, los modernos y científicos occidentales, no queremos ni oír. Así nos va y así nos irá.
El laicismo y el antirracismo de la Unión Europea van a abrir una era de guerras de razas y de religiones, de tribalización de Occidente y de barbarie extrema. Si ya nuestro índice de islamización es más que preocupante, ¿cómo lo será tras la llegada inminente de estas decenas de millones de “nuevos europeos”? Sabemos que la integración y el multiculturalismo son supersticiones dañinas y hemos experimentado las bondades de las sociedades abiertas: paro, proletarización de las clases medias, destrucción de la herencia cultural de cada pueblo... Ya no caben engaños sobre lo que significa islamizar aún más Europa. Tampoco podemos hacernos ilusiones respecto a la gavilla de traidores y criminales de lesa Europa que gobiernan en Bruselas.
Miente Juncker cuando afirma que si cerramos la puerta a la emigración, ésta entrará por la ventana. Cerremos puertas y ventanas. Dejemos de obstinarnos senilmente en esterilizar a las europeas y hagamos que tengan hijos. Suprimamos la moral hedonista y bárbara de nuestra época y retomemos las grandes responsabilidades de siempre: la familia, la patria, el trabajo y la comunidad social y política. Dejemos de pensar como átomos egoístas y pensemos como patriotas.
Pero esto no entra en los planes de Bruselas. Estamos ante un próximo Guadalete, un inminente Mohacs, otro campo de Kosovo. Pero sin gloria, sin siquiera la oportunidad de morir por la buena causa.