Llega un estudiante, se provee de munición, se lía a tiros y mata a treinta y tantos. Ha sido en Virginia, esta semana, y en otros sitios año tras año. Estas cosas pasan en Norteamérica tan crónicamente que uno está tentado de pensar en un automatismo, en una especie de ley de la naturaleza. A los norteamericanos –hipótesis- les da por exterminarse regularmente como a los lemmings les da por suicidarse en masa, guiados por un instinto que obedece a criterios superiores al entendimiento individual. Estas perspectivas siempre son muy sugerentes, como toda explicación mecánica: nos permiten prescindir del dato humano, esa cosa tan irritante e incomprensible. Pero no: al final, lo que ahí tenemos es a un muchacho surcoreano de veintitantos que se vuelve tarumba y decide liarse a tiros. Y entonces hay que pensar más bien en qué es lo que mueve al asesino. Y en la reflexión aparecen inevitablemente los ya cotidianos lamentos sobre la pérdida de valores (morales, no bursátiles), la violencia de los videojuegos, lo fácil que es armarse en los Estados Unidos e incluso la maldad intrínseca de la sociedad norteamericana. Argumentos que probablemente tocan parte de la realidad, pero que pierden todo sentido cuando uno piensa en la matanza de Puerto Hurraco o en cualquiera de esos otros puertohurracos, ya urbanos y posmodernos, que de vez en cuando sobresaltan la paz de nuestro corral.
¿Por qué ha matado ese chico? ¿Por qué matan de vez en cuando los norteamericanos? ¿Por qué matamos aquí, en el corral? Porque somos así, y no hay más vueltas que darle. Los seres humanos somos violentos o, más exactamente, somos agresivos, y ay de nosotros el día que dejemos de serlo. Eso lo explicó muy bien el viejo Konrad Lorenz hace ya unos cuantos años: Sobre la agresión. El pretendido mal, se llamaba el libro del premio Nobel. La clerecía mundial del progresismo rampante lo puso en la picota porque el libro sostenía que es bueno que los hombres (y las mujeres, que diría Zapatero) seamos agresivos; si no lo fuéramos constitutivamente, si la capacidad para la violencia no estuviera en nuestros genes, no habríamos podido sobrevivir ni un minuto en los primeros compases de la historia humana. Hay que ser agresivo para escapar de las fieras, para cazar animales, para defender a tu prole y a tu tribu y a tu tierra de otro hombre no menos agresivo que tú. Y sin esa capacidad para hacer daño, para infligir dolor, para amenazar, la especie humana se habría extinguido al nacer. ¿Escandaloso? Según y cómo. También Kant explicó que una humanidad “pacífica como corderos” sería incapaz del menor progreso.
La explicación de Lorenz no es sólo zoológica. La singularidad humana respecto al resto del reino animal estriba en que nosotros podemos canalizar esa agresividad, esa violencia. Para eso creamos instituciones que la normalizan, la neutralizan y la emplean en provecho de la comunidad. Otra referencia imprescindible: Arnold Gehlen, no en vano discípulo filosófico de Lorenz. Gehlen defiende que las sociedades deben proveerse de instituciones –en el sentido sociológico del término- que canalicen la agresividad, sin eliminarla. Debemos mantener nuestra agresividad, porque sin ella no sobreviviríamos como especie. Y debemos canalizarla porque, si no, no sobreviviríamos como humanos. ¿Cuáles son esas instituciones? Todas aquellas que sirvan para domar la furia, enseñar a controlarla, humillarla incluso, y también para exteriorizarla de manera incruenta. Todas las sociedades han tenido estas cosas desde tiempos inmemoriales: deportes, milicia, juegos, también educación. Hoy las tenemos, más o menos. Lo que se ha perdido en el camino de la modernidad es la sumisión del individuo a reglas estrictas de carácter comunitario, y al revés, ha crecido la convicción generalizada de que nada puede imponerse sobre la libre subjetividad de los individuos. Pero si nada coarta la libre subjetividad, entonces es más probable que la agresividad se despliegue sin trabas sobre el prójimo. El problema está en el “yo”. Hay demasiados “yoes” hoy en día, y muy pocos “nosotros”.