En los tiempos que corren, lo mejor que le puede pasar a un autor es verse señalado como incorrecto, inconveniente, peligroso; eso es señal inequívoca de que tal autor tiene interés. Esto le ocurrió hace pocos años a Agustín de Foxá: los comunistas del ayuntamiento de Sevilla vetaron un homenaje a su figura literaria con el transparente argumento de que el autor, fallecido hace ya más de medio siglo, “es falangista”. Hasta entonces se habían contentado con sepultarle en el silencio. Ahora querían, además, quemar su efigie. Pero muchos paisanos se habrán preguntado: ¿Foxá? ¿Quién es Foxá? ¿Por qué lo prohíben? De eso vamos a hablar aquí.
Hijo de la Edad de Plata
Se pondrán como quieran los mandarines de la dictadura ideológica que padecemos, pero el hecho objetivo es que Foxá es uno de los grandes. Puede discutirse que como novelista o como poeta, por ejemplo, su obra no alcanzó la dimensión que él hubiese deseado (en parte por circunstancias ajenas y en parte por pereza propia). Ahora bien, hoy tributamos admiración a otros muchos autores cuya obra verdaderamente estimable se circunscribe a un periodo muy corto de sus vidas: basta pensar en Alberti o Lorca. Sea como fuere, es indiscutible que en un género literario básico del siglo XX, como es el columnismo de periódico, Foxá ha sido uno de los grandes clásicos de nuestra literatura, como González Ruano. Y así lo proclamó, por ejemplo, otro maestro del género: Francisco Umbral. Pero vamos a ver quién era Foxá: qué hizo y por qué tiene que estar, de manera inexcusable, en cualquier biblioteca disidente.
Agustín de Foxá es un hijo directo de la edad de plata de la literatura española. No andaremos descaminados si en su árbol genealógico subrayamos los nombres de Valle-Inclán y Ramón Gómez de la Serna. Eso en lo que concierne a su genealogía literaria, porque la otra, la biológica, también merece mención: Agustín de Foxá y Torroba, tercer conde de Foxá y cuarto marqués de Armendáriz, hijo de la nobleza madrileña (en la capital nació en 1903), educado en el Colegio del Pilar, encaminado a la carrera diplomática… Foxá era lo que entonces se llamaba “un señorito”. Un señorito, eso sí, dotado de una agudísima sensibilidad poética y una curiosidad estética sin límites. Y también, por cierto, de un hondo desdén hacia las necedades de la oligarquía.
Foxá debutó muy pronto: aparte de los versos escolares en la revista del colegio, antes de los treinta años ya tenía un nombre como articulista en La Gaceta Literaria, la fábrica cultural de Giménez Caballero, que era el laboratorio de las vanguardias españolas en los años 20, y en Héroe y Mundial, entre otras revistas. En 1930 se estrena como articulista en ABC, medio para el que seguiría publicando durante toda su vida. Amigo del gran Edgar Neville, el joven conde traba también relación con Ramón Gómez de la Serna y María Zambrano. En ese momento, ya diplomático, es destinado a Sofía y a Bucarest. En 1933 aparece su primer libro de poemas, La niña del caracol, editado y prologado por otro gran nombre literario del momento: Manuel Altolaguirre.
Nuestro autor, que ante todo es un literato, no carece de inquietudes políticas: nadie en la España de los años treinta carecía de ellas. De familia monárquica y convicciones conservadoras, su mundo afectivo está en los antípodas de la República proclamada en 1931. Sin embargo, no es un tradicionalista: por una parte, le atrae demasiado el mundo de las vanguardias y, por otra, ha aprendido a mirar con ojos muy críticos el mundo viejo, que estaba muriendo por sus propios méritos. Con esas hechuras, era inevitable que terminara acercándose a un movimiento que otro hijo de buena familia, José Antonio Primo de Rivera, está empezando a levantar con una combinación de conceptos políticos tradicionales y formas sociales renovadoras: Falange Española. Como Foxá, otros muchos escritores entran en la órbita joseantoniana: Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, Eugenio Montes, José María Alfaro, Jacinto Miquelarena, Pedro Mourlane Michelena… Con algunos de ellos escribió Foxá la letra del “Cara al sol”.
De Corte a Checa
Agustín de Foxá apenas participó en las convulsiones políticas de la preguerra: sus ocupaciones diplomáticas le mantenían alejado de ellas. La guerra le sorprende precisamente en el momento en que acaba de ser destinado al consulado español en Bombay. Finalmente no marcha a Bombay, sino a Bucarest. Allí se encuentra en una situación difícil: funcionario al servicio de un Gobierno que no ignora sus inclinaciones políticas, y en un clima de guerra civil. Finalmente logra abandonar Bucarest, vuelve a España y entra en la zona sublevada, poniéndose al servicio del gobierno de Franco. Pocos meses antes había publicado su segundo libro de poemas: El toro, la muerte y el agua, con prólogo de Manuel Machado.
Es en ese ambiente de guerra civil cuando Foxá publica la novela que más fama le daría (y que la izquierda española no le ha perdonado aún): Madrid, de Corte a Checa, uno de los grandes libros sobre la guerra de 1936. Escrito, evidentemente, desde el lado de los sublevados, Foxá retrata aquí la irresponsable frivolidad de los monárquicos de 1931, las turbulencias de los años republicanos y la persecución roja en el Madrid del Frente Popular. La obra abunda en retratos de personajes de la época, pero es, sobre todo, una mirada tan estetizante como desolada al desgarro general de un país. Madrid, de Corte a Checa tenía que haber sido la primera de una serie de novelas, al estilo de los Episodios nacionales de Galdós. Foxá escribió otras dos: Misión en Bucarest y Salamanca, cuartel general. Sólo apareció, sin embargo, la primera de ellas, y eso después de la muerte del autor. La tercera, la salmantina, nunca se encontró.
Es interesante, porque Foxá, siendo un hombre que tomó partido decididamente por uno de los bandos de la guerra civil, no tomó nunca una actitud de aniquilación frente al enemigo. Hay unos versos suyos que son una oda al dolor de un país desgarrado. Dicen así:
Una línea de tierra nos separa.
Pero estamos tan lejos…
Para llegar hasta vosotros, trenes,
rutas extrañas, playas extranjeras
y, sin embargo, hermanos enemigos,
¡qué cerca nuestra sangre!, que aclararon
las mismas frutas, que encendieron, roja,
primaveras y labios parecidos.
Foxá escribió otras muchas cosas: más poesía, como los libros El almendro y la espada, Poemas a Italia y El gallo y la muerte, y también teatro en prosa y en verso: Cui-Ping-Sing, El beso a la bella durmiente, Baile en capitanía, Gente que pasa… Colaboró de manera muy directa en las publicaciones culturales del régimen del 18 de julio, como Vértice y Jerarquía, y dirigió la publicación bilingüe hispano-italiana Legiones y Falanges. Sin embargo, se hace difícil calificarle como un escritor del franquismo. ¿Antifranquista, entonces? Desde luego que no. Como les ocurría a otros muchos escritores falangistas de su generación, Foxá se sentía atrapado entre sus deseos y la realidad: la mayoría de ellos veía el régimen de Franco como un enojoso aparato demasiado conservador para su gusto; pero, al mismo tiempo, todos sabían perfectamente que en aquella España de posguerra no había otra opción.
El último de Filipinas
Instalado en esa incomodidad, Foxá va a ir quemando su vida en distintos destinos diplomáticos durante la segunda guerra mundial. Es en ellos donde se labra esa fama de personaje agudo, sarcástico, brillante y algo cínico que iba a acompañarle para siempre; ese talento para crearse legiones de enemigos por una frase brillante que su verbo afilado no podía reprimir. Representó al régimen de Franco en Roma y en Helsinki. Aquí conoció al escritor italiano, fascista primero y antifascista después, Curzio Malaparte. Malaparte retrató a Foxá con trazos poco agradables en su novela La piel (una gran novela, por otro lado). Foxá, cuando le preguntaron por Malaparte, contestó que prefería a Bonaparte. Y cuando terminó la segunda guerra mundial, nuestro autor continuó en sus tareas diplomáticas, ya fuera en Buenos Aires, o en Cuba, o en Filipinas. Enfermo de los pulmones, el clima filipino estuvo a punto de matarle. Cuentan que cuando se le retiraba de Manila en camilla, a bordo del avión que le devolvería a España, susurró: “Soy el último de Filipinas”.
Nuestro autor no tenía la menor inquietud política. No hizo el menor esfuerzo por labrarse una carrera en el régimen. Su mundo seguía siendo otro: el de las palabras y los conceptos, una visión esencialmente estética de la vida y del mundo. De su paso por América dejó unas crónicas sencillamente sublimes, recogidas en el volumen Por la otra orilla. Se trata de una compilación de artículos de tema americano y en ellos –en todos ellos– brilla intensamente su ingenio agudo y melancólico. Es una obra maestra del articulismo como género literario.
Murió en 1959, con sólo 56 años. “Soy gordo, soy conde, soy diplomático… ¿Cómo no voy a ser reaccionario?”. Esa frase se le atribuye, entre otras, para definir su perfil. Pero quizás es más precisa la que él se dedicó a sí mismo: “Gordo. Con mucha niñez aún palpitante en el recuerdo. Poético pero glotón. Con el corazón en el pasado y la cabeza en el futuro. Bastante simpático, abúlico, viajero, desaliñado en el vestir, partidario del amor, taurófilo, madrileño con sangre catalana. Mi virtud: la imaginación. Mi defecto: la pereza”.
Enfrentado a la muerte, Foxá escribió unos versos que sobrecogen. Su “Melancolía del desaparecer” se ha citado mil veces, pero vale la pena repetirla, porque pocas veces el alma poética ha tocado con más profundidad el temor a la incertidumbre y el dolor por la vida que se va. Dicen así:
Y pensar que después que yo me muera,
aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
se encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata,
cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.
Y pensar que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he de marchar yo solo hacia el abismo,
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.
Es a este prodigio al que unos oscuros concejales comunistas de Sevilla quisieron prohibir. Porque no les gustaba lo que Foxá fue; no les gustaba el conde maldito. Quizá lo que no les gustaba era saber que frente a ellos, y desde luego muy por encima de ellos, seguirá flotando la sombra de alguien tan grande.
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