¿«Cultura» de masas?

El capitalismo sólo necesita al pueblo como carne de cañón para producir y consumir, no para ser educado ni protegido. Le basta con tenerlo tranquilo y domesticado.

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La amplia y documentada obra de Brigitte Hamann Winifred Wagner oder Hitlers Bayreuth (Munich, Piper, 2003) resulta muy interesante no sólo por lo que cuenta del Festpiele de Bayreuth durante el III Reich, sino por lo que sucedió inmediatamente después, como el proceso de desnazificación de la ninfa Egeria del Führer, Winifred Wagner, y la refundación del wagnerismo por su hijo Wieland. Frau Winifred supo salir con energía e inteligencia del juicio político que sufrieron decenas de miles de alemanes en aquellos años de infames cuestionarios –así, Der Fragebogen, se titula una buena novela de Ernst von Salomon sobre su experiencia con las inquisiciones del ocupante– y el negocio familiar de la legendaria colina de Bayreuth se volvió a poner en marcha. En cuanto a su desnazificación, basta con ver la película que Syberberg le dedicó para comprobar hasta qué punto fue efectiva con la nuera inglesa de Wagner.

Pero no es la vida de esta mujer singular lo que hoy nos llama la atención, sino la damnatio memoriæ de la cultura alemana que ejecutaron los vencedores de la Segunda Guerra Mundial y de la que el wagnerismo fue presa predilecta. Y decimos alemana y no nazi, porque muchas de las víctimas de esta purga tuvieron una relación poco amistosa, cuando no hostil, con el régimen de Hitler y hasta fueron perseguidas por el nazismo, pero su Weltanschauung germánica y clásica los convertía en enemigos a aniquilar por el brazo cultural del ocupante aliado. El mascarón de proa de esta ingeniería intelectual, el Zhdanov del proceso, fue Thomas Mann, vuelto de su dorado exilio para maldecir a su gente, bien protegido, eso sí, por las bayonetas yanquis. Según este excelente escritor y pésimo alemán, sus excompatriotas (él ya se había nacionalizado norteamericano) se merecían todo lo que habían sufrido y lo que les quedaba por padecer: el genocidio aéreo aliado, los degollamientos y violaciones en Prusia Oriental y Pomerania, la brutal limpieza étnica ejecutada por checos y polacos, o el hambre y el frío sabiamente administrados por los vencedores: nada de eso servía para compensar la inmensidad de los crímenes del nazismo. Todo lo que pasaba les estaba muy bien empleado. No en vano esa es hoy la doctrina oficial de los demócratas alemanes, de la que el autoodio es la piedra angular. Por eso, la izquierda radical tudesca –es decir, los radicales del Sistema– ha llegado a agradecer a los Aliados el bombardeo de sus ciudades. Los derechos humanos, como bien se sabe, son de aplicación selectiva.

Las letras y las artes alemanas fueron laminadas entre 1945 y 1949; en la zona comunista sencillamente se prohibieron y las sustituyeron por los engendros habituales de los turiferarios del ocupante soviético, al servicio de una rehala de lacayos y polizontes entregados en cuerpo y alma al tirano del Kremlin. En la zona occidental resultó todo más complejo y, en el fondo, más dañino. Los depurados por la democracia alemana no eran unos cualesquiera: Heidegger, Hans Grimm, Ernst Jünger, Von Salomon, Arno Breker, Carl Schmitt y tantos otros intelectuales y artistas de tan alta calidad no iban a ser perpetuamente ignorados, pero sí se les podía apartar del gran curso de la cultura de nuevo cuño, se les podía estigmatizar como elitistas, reaccionarios, inspiradores del nazismo y demás calificativos que los convertían en tabú para las masas de alemanes conversos al credo democrático, impuesto por los colonizadores anglosajones. Como nuevo país vasallo de Estados Unidos, Alemania debía americanizarse profundamente y olvidarse de su Kultur. Esta era una política radical de asimilación llevada a cabo con rigor de capataz, no en vano el gran mandarín de las letras germanas durante cuarenta años, Marcel Reich-Renicki, fue antes de crítico literario comandante de un lager de civiles alemanes en la Silesia anexionada a Polonia, donde el recuerdo de su trato no fue precisamente agradable. Quizás a eso se debe el que los gobiernos federales alemanes le hayan colmado de honores.

La desmemoria histórica alemana alcanzó a Wagner y a Nietzsche, por supuesto, reinterpretado el primero de manera genial por su nieto Wieland (nada que ver con las chapuzas posteriores de Wolfgang Wagner y el resto del clan), mientras el segundo era convertido en progre ad usum delphini gracias a la labor de dos izquierdistas italianos, el comunista Mazzino Montinari y Giorgio Colli. Tras setenta años de electroshock literario y artístico, la cultura alemana se ha convertido en un apéndice de la americana, se ha habermasizado, se ha vuelto indigesta, repetitiva, funcionarial, socialdemócrata. En la actualidad, Francia y Rusia son mucho más alemanas, y por lo tanto más europeas, que Alemania. Un Venner, un Houellebecq, un Benoist, un Dugin, un Lev Gumiliov son impensables hoy en día en la avara, avejentada y esclerótica república de Frau Merkel.

La música también sufrió sus purgas; directores como Wilhelm Furtwängler, Clemens Krauss, Herbert von Karajan, Carl Böhm o Eugen Jochum tuvieron que justificarse ante los vencedores, pero su inmensa calidad artística les permitió salir bien librados. El mundo no podía prescindir de ellos. Richard Strauss presidió la Cámara de Música del Reich, en la que consiguió un más justo reconocimiento de los derechos de autor para compositores y ejecutantes. Aunque sus relaciones con los nazis no fueron buenas, pues parte de sus familiares eran judíos, así como su libretista favorito, Stefan Zweig, los cruzados de la corrección política no dejaron de importunarle. Pero eso no es nada comparado con lo que tuvo que aguantar el brillante Werner Egk.

Pero pocos casos resultan más hirientes que el de Hans Pfitzner (1869-1949) como muestra de la perversión del canon cultural alemán en la música. Aunque muy nacionalista y simpatizante en un principio del nazismo y colaborador frustrado del régimen, Pfitzner tuvo importantes discordias con los nazis, la más célebre por su defensa de Mendelsohn, y sufrió la hostilidad de éstos en los últimos años del III Reich. Hasta 1945 fue uno de los compositores más apreciados en Alemania, aunque hoy es prácticamente desconocido para el público culto, al que las discográficas y los críticos torturan con Alban Berg y Stockhausen.

Estricto contemporáneo de Richard Strauss, su obra presenta bastantes similitudes con la de éste, con un carácter más clasicista, pero claramente moderno. Heredero de Brückner y Beethoven, no deja de recordar a Mahler. Hoy es difícil hacerse con discos suyos, pues los grandes sellos no le hacen mucho caso, pero la forma más sencilla de conocerlo es internet, donde el lector puede acceder, por ejemplo, a los tres interludios de su ópera Palestrina, a su minimalista y obsesivo lieder An den Mond [A la Luna] o a esa pequeña y portentosa pieza dentro de su Cantata Von deutscher Seele que es Tod als Postilion [La muerte como postillón]. Por no hablar de la Sinfonía en Do Mayor o de sus conciertos. Aunque su persecución política fue leve –estaba demasiado viejo y enfermo–, lo que no se le perdonó fue su romanticismo, su oposición a las vanguardias y la demolición de sus presupuestos estéticos en una obra escrita aún más difícil de encontrar que su música.

Bajo un decidido mecenazgo estatal, la música clásica en la Alemania de Hitler, al igual que en la Rusia de Stalin –donde brillaron Prokofiev, Shostakóvich y Khatchaturián–, gozó de un prestigio social y popular hoy inimaginable. En nuestros países plutocráticos, la música culta se considera un producto sólo para la élite, y las masas la ignoran por completo. Basta con que el lector compare las composiciones de Richard Strauss, Werner Egk y Carl Orff para la Olimpiada de Berlin con las performances que hoy amenizan tales eventos en nuestro mundo democrático.

Como intuyó y hasta dogmatizó Platón en su segundo libro de Las Leyes, la música era esencial para mantener la constitución y las costumbres de la polis. Por eso mismo, las innovaciones podían resultar peligrosas. Basta con observar los estragos que esos viejos niñatos degenerados a los que denominamos estrellas del rock realizan entre nuestros jóvenes para darle la razón al ateniense. Pese a los estúpidos excesos de, por ejemplo, la zhdavnoschina estaliniana, la excelente música clásica de nazis y soviéticos es una aplicación práctica del concepto platónico. Los socialismos nacionales del siglo XX consideraban al pueblo como una fuerza política a la que había que cuidar y educar: tanto el proletariado como el Volk se convertían en destinatarios de la acción cultural del régimen.

El capitalismo, sin embargo, sólo necesita al pueblo como carne de cañón para producir y consumir, no para ser educado ni protegido, le basta con tenerlo tranquilo y domesticado. Eso también tiene unas consecuencias estéticas: la música basura, los ritmos elementales, animalescos, que ensucian a diario nuestro oído y degradan las costumbres de nuestros jóvenes. ¿De verdad nos creemos que estas aberraciones sonoras son un producto espontáneo de nuestra sociedad? Con lo compleja que es su industria musical, con la presencia abusiva que se les da en los medios de comunicación, con la atención social que se les presta, más bien parecen el fruto de un designio más alto.

Desde 1945, el propósito indisimulado de la plutocracia mundial es barbarizar y animalizar a los pueblos, alejarlos de todo lo que huela a tradición, a raíces, para establecer unos modos culturales muy degradados, que se imponen por su estilo facilón, vulgar y omnipresente por la continua repetición en los medios del poder. Como acertadamente intuyó René Guénon, en nuestra era adviene el reino de la cantidad. La Alemania de 1945 es el primer estadio de un experimento que empieza a funcionar en todo Occidente gracias al éxito obtenido en la lobotomización de la nación germana. Ahora nos resulta más fácil entender y apreciar cualquier subproducto bárbaro de las vanguardias académicas que a nuestros clásicos, que se han vuelto casi incomprensibles para las nuevas generaciones. A posta. Es el resultado inevitable de la pedagogía democrática. Hasta este extremo hemos llegado. Por eso, lector, aíslate del ruido dominante y escucha a Pfitzner. No te van a quedar muchos más refugios frente a las hordas posmodernas.

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