Como el lector bien sabrá, se llama sociedad estamental a aquella en la que el rango social de una persona viene condicionado, aunque no determinado, por su cuna. A lo largo de los siglos XVIII y XIX, esa forma de organización se fue transformando en una sociedad de clases, en la que uno alcanzaba una posición en virtud de su dinero. El oro venció a la sangre y muchos viejos blasones optaron por dorarse; nuestros estados dejaron de ser aristocráticos para convertirse en plutocráticos, que es en lo que todavía estamos.
Durante casi dos siglos se luchó por una sociedad sin clases. Desde Baboeuf hasta Rudi Dutschke, los partidarios de la igualdad han intentado hacer tabla rasa del orden social para imponer una sociedad de ceros a la izquierda. Los resultados llevaron siempre al fracaso, ya bien sea la Icaria de Cabet, los falansterios de Fourier, la autogestión yugoslava, los modelos rumano, chino y albanés o el socialismo en un solo país del camarada Stalin. El siglo XX dejó sin excusas a la izquierda radical: hasta 1917 podían presumir de que sus ideales no se habían podido llevar a la práctica. Desde el Octubre leninista, es rara la nación que no ha sufrido los embates del marxismo, aunque la difunta URSS, el paraíso del proletariado, fue el estandarte de ese mundo nuevo hasta 1991. Cien millones de muertos después, con los lager criando óxido en las alambradas, la seducción del comunismo aún no se ha extinguido: basta con contar los votos de los secuaces de Podemos, Bildu y las CUP.
Pese a su lucha por una sociedad igualitaria hasta el extremo, el comunismo creó una aristocracia, la de los primitivos revolucionarios profesionales, pronto transformados en Nomenklatura, a los que tan bien retrató Milovan Djilas en La nueva clase, un libro olvidado que convendría resucitar. En los años dorados de la Nomenklatura, entre 1956 y 1980, la URSS dejó de ser atractiva y mostró un rostro gris, rugoso, avejentado y prosaico. Stalin, con todo su horror, tenía un atractivo que sus senescentes herederos destruyeron con la proscripción del culto a la personalidad.
Desde 1956, con la rebelión húngara, y 1968, con la Primavera de Praga, las izquierdas europeas cayeron en la cuenta de que el modelo soviético no iba a atraer a las masas a su redil. Fue entonces cuando los apóstoles de la guillotina empezaron a cambiar el objeto de sus desvelos. Hasta 1968, el proletariado industrial era el mesías encargado de redimir a la sociedad de la explotación del hombre por el hombre y del trabajo alienado. En el país de los obreros y campesinos, la URSS, es cierto que se logró liberar a millones de personas de las cadenas de la existencia mediante el hambre, las ejecuciones en masa o los accidentes nucleares, pero la explotación y el trabajo alienado ahí seguían. Aún peor fue el hecho de que los obreros preferían convertirse en pequeños burgueses y accionistas de sus empresas antes que en destructores del Sistema. Británicos, alemanes, americanos, japoneses, españoles... daba igual, todos querían conducir un coche, vivir en un chalecito adosado y disfrutar de los envilecedores espectáculos del capitalismo. Desde 1914 y la crisis de Zimmerwald, el marxismo europeo no ganaba para disgustos con las masas obreras: como cuando, en 1933, pasaron de rojas a pardas en una Alemania que iba a ser el escenario de la segunda gran revolución proletaria, según profetizaron Lenin y Trotski.
Despechada, la izquierda académica no renunciaba a su sueño racionalista de reducir la sociedad a una suma de ceros, a una isocefalia universal. Sin embargo, la envidia igualitaria encontró una forma paradójica de manifestarse: en lugar de conquistar a las mayorías, formó una alianza de minorías resentidas muy movilizadas y capaces de conquistar el poder social. Ya que la lucha directa por el poder político y económico estaba perdida, ¿por qué no subvertir la sociedad mediante el control de las mentes y las conductas? La maquinaria económica del gran capitalismo no sólo no se iba a dejar intacta, sino que su propia dinámica global e igualatoria (el capitalismo liberal es por naturaleza expropiador de las clases medias y uniformiza en el mercado mundial los hábitos del consumo) era un excelente auxiliar de su sueño dogmático: así nació la corrección política.
El nuevo proletariado no iba a conquistar el poder social mediante el reparto igualitario, aquel anhelo ingenuo del anarquismo; al revés: iba a establecer una serie de barreras y distingos que favoreciesen a las minorías oprimidas y dominasen a las mayorías presuntamente opresoras. Es decir, en cierta manera, se trata de volver a la sociedad estamental para controlar las costumbres y el pensamiento, mientras la maquinaria del capitalismo mundial se dedica a empobrecer y proletarizar a las clases medias de Occidente. Desde Gramsci, la izquierda más inteligente sabe que son las superestructuras las que condicionan y hasta determinan la conducta de las masas: la religión, las costumbres, las tradiciones y los hábitos privados forman una barrera casi invencible frente a las ideologías abstractas y deshumanizadas de la Ilustracion radical. Instituciones como las iglesias, la familia, las fratrías tradicionales de gente del mismo oficio, la misma región o la misma ascendencia son baluartes con los que han chocado una y otra vez las grandes revoluciones, desde la francesa en adelante. Si el hombre común queda convertido en un átomo sin tradición, fe, familia, raza, nación y cultura, entonces estará en su punto para un futuro experimento mundial. El sistema plutocrático que padecemos, con su afán ciego por el beneficio, es un aliado inestimable de esta revolución en las costumbres y creencias: arruinar a las clases medias para transformarlas en consumidoras de gadgets y de deuda, urbanizar a la población en megalópolis, que acumulen mano de obra barata y concentren recursos, y normalizar los hábitos e imaginario de todo el género humano, pasando por encima de tradiciones y mentalidades, es una labor revolucionaria que los neoliberales maltusianos ahorran a los revolucionarios postmarxistas. Nadie ha socavado más los conceptos de patria, honor, religión o cultura que los muy derechistas tecnócratas, los defensores del mercado global.
Lo que la izquierda radical hizo magníficamente bien fue entender el momento histórico. Así surgieron los movimientos sociales, grupos minoritarios, pero con gran presencia pública, militancia decidida, pequeño pero importante porcentaje de sufragios y una intolerancia inquisitorial frente a los disidentes. En principio, no son políticos, sus fines, al revés que los de la izquierda clásica, son transversales, pero ya resultan decisivos en la política cotidiana. Ecologistas, feministas, gays, antirracistas y demás coberturas metapolíticas de diversa catadura han permitido a la izquierda destruir los valores de Occidente con mucha más eficacia que con huelgas, motines o revoluciones. El control social de la ideología de extrema izquierda sobre la mentalidad contemporánea es absoluto e incontestable, ya que la simple oposición lleva a la muerte civil y a la persecución judicial, como hemos podido comprobar en varios casos aquí, en España. No hay propuesta de estos movimientos sociales, por delirante que sea, que no acabe siendo acogida en una ley votada, incluso, por la “derecha”.
Un elemento fundamental en la legitimación moral de esta toma del poder por parte de la extrema izquierda ha sido la victimización. No hay movimiento social en Europa que no se presente como víctima de una mayoría opresora y llena de prejuicios. En la farsa de la pseudoindependencia catalana hemos contemplado todo un repertorio de victimismos, ya que los separatistas aunaron en su melting pot a todos los movimientos sociales imaginables y por imaginar: animalistas, cristianos bergoglianos y demás variopinta fauna del zoo izquierdista. Los discursos de las CUP hablaban de una patria refugio que, de llegar a materializarse, iba a convertir a Cataluña en una yamahiría neoafricana que difícilmente reconocerían como suya Maragall, Espriu o Manolo Huguet.
Ser víctima da derecho a todo: ayudas sociales, privilegios a la hora de optar a un empleo público, atenuantes en las condenas penales y, sobre todo, da el privilegio de acosar, acallar y perseguir a quien no piensa como ella; para eso se han inventado los delitos de odio y de ofensa a las víctimas, moderna lettre de cachet con la que el liberalismo salvaje recompensa a sus aliados de extrema izquierda. Ejemplos de esta desigualdad legal son bien fáciles de reconocer: la discriminación positiva –que discrimina, sí, pero a quien se lo merece–, la política de cuotas, la lluvia de subvenciones a la memoria histórica, los privilegios exorbitantes de las celebraciones gays –en donde se puede ofender gratuitamente y con el beneplácito de los poderes públicos a la religion aún mayoritaria– o, para terminar, las asociaciones feministas radicales, a las que se encomienda la protección de mujeres divorciadas y que vuelven un infierno la simple visita de un padre a sus hijos. Cualquier varón en proceso de divorcio sabe lo que supone para la mujer ser la víctima por antonomasia y para el hombre ser malo por naturaleza. La pérdida de derechos de un hombre casado es terrorífica, y asi lo pueden atestiguar miles de varones expoliados de la noche a la mañana por una simple acusación de sus exmujeres, sin que de nada sirva ese derecho a la presunción de inocencia que se nos supone concedido a todos los ciudadanos por igual.
Hace muy poco, los bomberos y policías de Valencia lanzaron unos carteles algo picantones anunciado una fiesta de su gremio. La concejala de Policía del Ayuntamiento saltó como una fiera y ordenó a los autores que retirasen sus carteles por ofender y cosificar a la mujer. Si en vez de chicas ligeritas de ropa hubiesen aparecido mozos en poses llamativamente homoeróticas, la concejala estaría celebrando el ánimo transgresor y moderno de sus agentes. El doble rasero, la desigualdad de trato y la vulneración de igualdad jurídica son tan evidentes en nuestra época, que ya no es una broma jocosa aquello de que si eres hombre, blanco, cristiano y heterosexual, eres culpable de todo. Igual que el burgués fue antaño el enemigo de de clase, hoy lo es el hombre blanco, cristiano y heterosexual, al que la extrema izquierda pretende extinguir con la corrección política y la ideología de género, a la vez que el liberalismo maltusiano lo hace con el reemplazo de población y la abolición de los estados nacionales.
Es una curiosa ironía de la Historia que el triunfo de las fuerzas destructoras de la civilización europea provenga de la perversión de la fuerza que está en el origen de su grandeza: la sociedad estamental, pero invertida.