Una de las cosas más divertidas de la farsa catalana es la facilidad con la que nuestros “socios” europeos, en especial belgas y anglosajones, sacan a relucir sus prejuicios antiespañoles. Aquí nos quejamos de las mentiras de la memoria histórica, pero eso no es nada si se compara con el vigor con el que resurge la leyenda negra entre las brumas de Dover y Ostende cada vez que por estos andurriales nuestros pasa algo sonado.
Cualquiera que haya visitado Bélgica se da cuenta de que esa ¿nación? es como es –o sea, católica– gracias a España, quien en el siglo XVI empleó a sus tercios para impedir el triunfo de los calvinistas de Guillermo de Orange. Sin la Unión de Arras, el pacto de la nobleza del país con Felipe II en 1578, no habría una Bélgica católica y hoy esa tierra sería la parte más fea y gris del Reino de los Países Bajos, para desgracia de los simpáticos holandeses, quienes carecen de los oscuros complejos de inferioridad de sus primos del sur. ¡Y vaya si se nota! Quizás sea porque los holandeses construyeron un imperio marítimo y forjaron una sólida cultura burguesa de la que surgió el capitalismo y toda la tradición liberal –recordemos que Locke escribió su obra política en Amsterdam y que la Glorious Revolution inglesa de 1688 la ejecutó el estatúder Guillermo III de Orange–. Es decir, los holandeses están en el origen del mundo moderno y son bien conscientes de ello. Tampoco son tan progres como parece (Amsterdam no es toda Holanda). Mientras los neerlandeses vivían su “Gouden Eeuw” (Siglo de Oro), los futuros belgas rumiaban su dispépsica pequeñez burguesa bajo los Habsburgo de Viena y Madrid, protegidos por extraños y dedicados a sus menesteres particulares. Su historia, como se ve, carece de la grandeza épica de sus vecinos franceses, alemanes, británicos y holandeses; son sólo una minúscula región de gente insignificante. Hagamos, sin embargo, una excepción con Magritte, Brel, Ensor, Hergé, Simenon y el excelente Pol Vandromme: lo valiente tampoco quita lo cortés.
En Bélgica, el catolicismo es su seña de identidad esencial y la razón de su injusta independencia de Holanda. No busque el lector otras, pues las demás están tan fracturadas como las comunidades lingüísticas de ese Estado-tapón, creado por los ingleses para evitar que Amberes y Ostende cayeran en manos francesas. Y, bueno... eso de la religión habría que verlo; no sé yo si el islam será hoy en día la más practicada. De todas formas, cuando uno visita la malaje capital de Europa, la sede de la siniestra Comisión Europea, no podemos sino asombrarnos de que un Estado tal, en el que flamencos y valones no se pueden ni ver, se atreva a darnos lecciones a nosotros sobre cómo solucionar las crisis separatistas. Si el ejemplo a seguir es Bélgica, más vale que nos hagamos todos jacobinos, centralistas y autoritarios. España no anda muy bien, pero Bélgica es el hombre enfermo de la Unión Europea. Aquí, por lo menos, se ha demostrado el poder de nuestra conciencia nacional y hemos obligado, además, a nuestros ruines representantes políticos a actuar con un mínimo de rigor ante los despropósitos de la comedia bufa del parlamento catalán y sus urnas de juguete, más trucadas que los cubos de un trilero.
Bélgica no nos quiere dar lecciones de democracia: sencillamente aprovecha la situación para compensar con grandes dosis de resentimiento antiespañol sus inconfesables corruptelas, su federalismo de frenopático, el aquelarre islamista de Molenbeek y su impotencia como pueblo, bien distinta del vigor con el que los españoles hemos defendido a nuestra patria frente a los separatistas. Para aliviar su inferioridad y su flojera de remos, nada mejor que poner a desfilar al gran Duque de Alba, reinstaurar el Tribunal de los Tumultos y agitar la momia de Franco, el muerto más vivo de nuestra Historia. Allá ellos con sus traumas y que con su pan se coman esta nueva kermesse heroica con sus huéspedes catalanes: que se queden con Puigdemont y, si quieren, les regalamos con un lacito de encaje de Malinas a Junqueras, Iglesias, Iceta y Rajoy. Estamos de oferta. Pero que no nos cuenten milongas humanitarias los descendientes de aquellos pulcros burgueses que financiaron la esclavización de los congoleños y que, más tarde, sembraron las semillas del genocidio de los Grandes Lagos. Lean a Conrad, hay ediciones de sobra de El corazón de las tinieblas: eso sí que es leyenda negra.
Las lecciones de moral y de democracia que se las guarden para ellos, que bastante tienen con no acabar siendo una república islámica. España no seguirá jamás ese camino: para eso venció en la Reconquista y derrotó al Turco en Lepanto... sí, con Felipe II, con Juan de Austria y con Cervantes.