No le deseo la prisión a nadie, pero, sin duda, hay gente que se la merece y debe acabar en ella para librar al cuerpo social de su indeseable presencia y de los males que ocasiona. Ese es el caso de los consejeros puigdemonitas recién encarcelados. La medida es justa, necesaria y digna. Hasta ahí puedo estar de acuerdo con el Gobierno (que quede claro que no se me ocurre pensar que en España hay una justicia independiente). Pero sólo hasta ese punto.
Ahora bien, teniendo en cuenta que la intervención va a durar mes y medio, sabiendo que los separatistas cuentan con TV3 y las cadenas de Roures en su favor y suponiendo que el lavado de cerebro de cuarenta años no se borra en un fin de semana, pese a la evidencia del ridículo del Govern, mucho me temo que estas merecidísimas prisiones van a devolver el mando al separatismo en medio de una oleada de entusiasmo popular y de un previsible vacío de poder. Ojalá me equivoque y afirmo que nada me gustaría más que meter la pata hasta el corvejón con mi artículo, pero esta lógica y coherente medida de encarcelamiento va a movilizar al siempre activo electorado separatista. No creo que pase lo mismo con los patriotas catalanes, acostumbrados a la pasividad y que quizá den por bueno el jubiloso despliegue de poder y de presencia de las últimas semanas. Pero no es esta la principal tara del patriotismo en Cataluña, sino la de sus representantes oficiales (no los reales), que sólo desean negociar con el enemigo y salvar entelequias tales como la convivencia, el diálogo y la concordia en una sociedad que durante cuarenta años sólo ha conocido el silencio, el trágala y el corrupto monopolio del poder por una élite de la que son cómplices los dos grandes partidos nacionales. Y ya podemos aventurar, sin ser especialmente visionarios, que serán los políticos de siempre los que malbaraten el hermoso impulso patriótico de estos días.
Esta intervención endeble, vergonzante y efímera no va a servir para nada. La autonomía catalana debería haber sido suspendida por varios años –como mínimo dos– en los que se tendría que restaurar el poder y la presencia del Estado, al que los propios socialistas se alegraban de haber convertido en residual. Creer que los daños que padece esa desventurada tierra se pueden arreglar con unas elecciones, tras un breve paréntesis de negligente tutela, resulta algo peor que erróneo: nos aboca a un soberano ridículo. ¿Qué pasará el 21 de diciembre si los separatistas ganan por mayoría absoluta? ¿Nos podemos fiar de las encuestas de opinión, tan desprestigiadas por la realidad? ¿Se les debe conceder a los enemigos de la patria una oportunidad semejante? Creo que valoramos demasiado el fetiche de las urnas. Ya vimos en el referendo del uno de octubre todo lo que se puede hacer con ellas en Cataluña.
El encarcelamiento de Junqueras, y el de la recua de traidores de la que es cabeza, debería ser el justo término a su carrera de liantes, buscapleitos y cizañeros: no les sentarán nada mal treinta años de lágrimas en alguna fortaleza militar. Pero tras una reasunción de poderes del Estado en Cataluña tan efímera y reticente, donde nada ha cambiado y el poder social sigue siendo del separatismo, va ser un cruel sarcasmo de la Historia ver convertidos en héroes a estos cobardes que se negaron a votar públicamente en favor de una independencia dudosamente declarada en el parlamento de Barcelona. Ya vendrán los picapleitos y trileros constitucionalistas a hacer malabares con las palabras, tocomocho con las responsabilidades y mofa de las leyes, del sentido común y de la dignidad del Estado.
Es típico de la derecha española la dureza a destiempo, propia de mansos y timoratos, y en ello andan. Los meapilas de la izquierda, siempre tan proclives a traicionar a España, ya empiezan a cantar la palinodia y entonar el kirie eleison. Dicen sus jefes que no van contra nadie; parece que todavía no se han enterado de que hay un enemigo al que hay que reducir a la insignificancia política y social, aún no se quieren dar cuenta de que los separatistas son un virus mortal para la integridad de España. Por desgracia, todo esto nos indica que, tras un cómodo hospedaje a cuenta del Estado, en mes y medio, los Junqueras y demás compañeros mártires abandonarán la cárcel para volver a rebozarse y a hocicar en las zahurdas del Parlament que les son propias, con toda la inmunidad y la impunidad que la condición de gerifalte del régimen implica.
Sólo un imprevisto de la Historia, como decía Venner, puede salvarnos.