Harto como estaba de tanta secesión y tanto Puigdemont, aproveché el fin de semana para disfrutar de uno de los escondidos lujos que me ofrece mi tierra: pasear por sus vereas serranas, perderme entre encinas, madroñeras y pinos, brujulear entre berruecos y gándaras y paladear la escasa humedad que nos trajo el breve episodio lluvioso de los días pasados. Hacia un sol espléndido y el cielo parecía un homérico, refulgente y bruñido escudo. En las cumbres de suaves lomos y pedregosos atajos, el universo sonreía a quien abandonaba a la gente del llano y desertaba a los recoletos abrigos y a las majadas altas y secas de este año sin agua. Me senté como un Zaratustra debajo de una madroñera y me dediqué a uno de mis deportes favoritos: esperar. Al poco, unos preciosos carboneros perdieron el miedo y se acercaron a las ramas más altas para libar el jugo de sus frutos. Cuenta la leyenda que el abad Vigila de Leyre se quedó así, extático, viendo a un gorrión, o un herrerillo, o un rabilargo. Cuando regresó al convento, habían pasado doscientos años desde que un tal Vigila desapareció. Puedo comprender esa leyenda lisérgica y mística. Volví a mi casa eufórico, borracho de naturaleza y bien purgado de historia. Pensé que, en estas remoteces provincianas en las que vivo, los puigdemones, los marimantecas y llorones del prusés, los Trump, los Putin y los Juncker no son sino nubes pasajeras, hojas que el viento arrastra ante la indiferencia de mis paisanos, dedicados ahora a intentar salvar la aceituna de este año, tan horrible para el campo.
Pero el gozo horaciano de aquel que se retira del mundanal ruido y se contenta con una mesa de amable paz bien abastada no iba a durar. La Historia es una madrastra implacable y, al igual que la Parca, bien puede proclamar un ominoso Et in Arcadia ego. Al día siguiente de mi promenade rousseauniana, llegó al maldito teléfono que me ata al infierno (que son los demás, en eso Sartre tenía razón) un vídeo que muestra en todo su esplendor al clan Pujol: el de la hermana superiora, el del Papa Negro del prusés, el del santo limosnero del tres por ciento, el del monje mendicante de Banca Catalana, las ITV y las obras del Liceo: una familia aureolada por la beatitud calvinista de San Mammón. En él, el primogénito de Papá Pitufo, el heredero del Gran Patufet, el correveidile del patriarca, el primero de los numerosos nietos del avi Florensi –ese que derramó millones sobre el hereu Jordi, pero dejó a sus otros hijos más pelados que el velloso, o más bien pilós, Esaú– aclaraba ante una aburrida comisión del Parlament su gasto en coches clásicos de lujo, una bagatela al alcance de cualquier Juan Lanas. Aquello parecía el Salón del Automóvil de Ginebra, y eso seguro que en más de un aspecto, con un desfile de Lotus, Lamborghini, Porsche y Ferrari. Pujol junior compraba los autos del cavallino rampante a pares, pero no por vicio, sino por caridad, ya que hizo lo que cualquiera de nosotros haría por ayudar a un amigo en apuros: comprarle un Testarrosa. Yo, que soy de pueblo, sólo veo por mis lares los pandas de los agricultores y los Seat León de los canis de la dehesa, pero estoy seguro de que también haríamos lo mismo todos los españoles holgazanes que cobramos las peonadas del PER y las demás bicocas que derrama sobre nosotros el Estado que saquea y oprime a Catalonia.
Reconozco que sentí compasión y empatía por aquel hombre perseguido por los jueces y fiscales españoles, por aquel inmaculado patriota catalán acosado por las autoridades de la corrupta y ladrona España y que me enterneció pensar en el calvario legal por el que pasan los Prenafeta, Estevill, Mas, Solà, Millet y demás incontables mártires de las libertades catalanas. Sometido el joven farfadet a semejante acoso por los sayones y alguaciles del centralismo franquista, ¿quién le puede reprochar a esta alma sensible que gastara unos míseros seiscientos mil euros en un Mercedes? ¿No merece uno darse un pequeño placer de vez en cuando? ¿No consuela y da solaz al espíritu delicado del zarévich de los Pujol el goce estético y moral de conducir un Mercedes de altísima gama?
Embargado por estos melancólicos pensamientos, oprimido por las injusticias de este mundo, que han llevado a tan cándida paloma a Soto del Real –donde se le ha castigado injustamente por un supuesto fraude con tarjetas–, decidí escribir estas líneas, guardar el teléfono en un arca de roble y salir al encinar a ver si acabo como el abad Vigila y vuelvo al pueblo dentro de un par de siglos.
¡Oh, campo! ¡Oh, monte! ¡Oh, río!