¿Intervención? Más bien sainete, bululú y comedia de las equivocaciones, sueño de una noche de otoño y atelana política de ínfimo nivel. Cuando el Gobierno envía como virreina de Cataluña a una de las principales responsables de la crisis, está claro que la supuesta intervención es un tiempo muerto, un respiro para negociar por lo bajinis la capitulación del Estado en guisa de reforma constitucional: un galimatías jurídico que permita encajar a Cataluña dentro de España, a cambio de una semiindependencia privilegiada y un estatuto de ciudadanos de primera dentro (pero más bien fuera) del Estado. ¿Alguien se puede creer que Soraya y su gangarilla de subsecretarios van a hacer algo más que prepararle un magnífico triunfo electoral a los separatistas catalanes? Es muy probable que Puigdemont vuelva en hombros al palacio de la Generalidad el 21 de diciembre. Y si no lo hace, ya se encargarán los Iceta, Méndez de Vigo y demás correveidiles de alzarlo sobre el pavés. El régimen fantasma del 78 no puede tolerar una Cataluña española.
La revolución de los llorones, el alzamiento de los imputados, el motín de Patufet ha acabado en un anticlímax tan decepcionante que uno no puede sino sospechar que toda esta arlequinada del 155 no va de veras, que las lanzas siempre fueron cañas y que la liebre maullaba y bufaba como un siamés. El desaforado patriotismo de las esteladas al viento se desinfló en una tarde. Ningún aguerrido almogávar se atrevió a inmolarse por la patria neonata, nuevamente abortada, y ni siquiera los ujieres de la Generalidad se molestaron en arriar la opresora rojigualda del mástil de palacio. No hay república catalana que aguante más de dos telediarios. A los cien años de la Revolución de Octubre y los ochenta del Dieciocho de Julio, la Revolución de las Sonrisas se disolvió en una tarde por ukase de Madrid; los feroces patriotas se fueron a casa a ver algún programa de cocina y a darle de comer al perro. Hay que reconocer que la testosterona de los indepes está en un nivel muy violón: será por el adoctrinamiento en la ideología de género de la CUP. Deberían ir al médico y que les recete las glándulas que les faltan.
Tenemos que reconocer que no les hacía ninguna falta sacar las masas a la calle cuando desde Madrid llegaban continuos madrigales y billetitos de amor; el despliegue de abuelas xenófobas, de niños catequizados por los funcionarios del ministro Méndez de Vigo, de obispos trabucaires y de periodistas anglos en busca de emociones fuertes para teñir de amarillo chillón sus tabloides (con la sumisa y cipaya colaboración indígena de Podemos), era una escenografía necesaria para esa huida hacia adelante que iniciaron Puigdemont y Junqueras el 6 de septiembre, día del óbito de la Constitución de 1978 y del Estado de las Autonomías.
Que semejante pandilla de histriones haya quebrado la legalidad constitucional sin ningún impedimento, salvo a ultimísima hora, indica en manos de quien estamos, tanto en Madrid como en Barcelona. Nuestros enemigos demostraron también que no son gran cosa: ni bolívares ni lumumbas, ni siquiera unos simples vaclavs havels de andar por casa. Al revés, han quedado como unos liantes atrapados en sus propios enredos y que salen de una para meterse en otra. Como Tony Curtis y Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco, la extraña pareja de Puigdemont y Junqueras, los nuevos Stan Laurel y Oliver Hardy de nuestro circo político, saltaron de lío en lío travestidos de lo que nunca fueron –revolucionarios– tocando el violón y el saxo en la estridente y desafinada orquestina feminista de la CUP. Por lo menos, a Puigdemont le ha salido un novio subsecretario en Bélgica, que le ofrece ponerle un piso de asilado político. Yo que el expresidente me lo pensaba, Mijnheer Francken ya sabe que nadie es perfecto.
Lo que sí tiene pecado es que no se aproveche esta ocasión histórica para erradicar de escuelas, periódicos e instituciones el tósigo del separatismo. Es la Moncloa, como siempre, el mejor refugio de los traidores.