Los sucesos desencadenados por la sedición de la Generalidad catalana son menos preocupantes que las soluciones que se proponen. Aunque parece muy claro que la Constitución de 1978 está más que muerta, no es la ley de leyes la que ha fallado. Ésta era tan buena y sabia, o tan mala y estúpida como la de 1931, la de 1876 o la de 1869. Lo que dinamitó el régimen actual fue el propósito independentista de sus enemigos, llevado con perseverancia y habilidad por sus dirigentes, los únicos que mostraron sentido de la historia y no el romo oportunismo de los Suárez, González, Aznar y Zapatero. Tras cuarenta años de vista gorda, de no querer enterarnos y de dejación de los más elementales deberes de control por parte de Madrid, los separatistas catalanes han caído en la bienaventurada torpeza de acelerar un proceso que aún no estaba maduro para sus designios. Lo que ha fallado en estos cuatro decenios no ha sido la ley, sino los hombres.
Seamos justos: las leyes y las constituciones son instrumentos más o menos eficaces de gobernar y administrar un Estado. Inglaterra rigió el mundo durante doscientos años sin una constitución escrita: le bastaba con una élite comprometida con el país y formada en un admirable sistema educativo, hoy tan extinto como su imperio. Nuestro fracasado siglo XIX, sin embargo, está sembrado de sapientísimos códigos que no sirvieron para nada y que hoy torturan a nuestros bachilleres con la absurda memorización de sus fechas. Los hombres del régimen, los rábulas de PP y PSOE, ya andan maquinando una reforma constitucional en la que quepan los separatistas, un ordenamiento jurídico en el que se sientan cómodos. Muy, pero que muy a gusto, se sentían con la Constitución del 78, hecha a medida para ellos y de cuya paternidad son tan responsables los sediciosos catalanes como los demás partidos. Los caciques del régimen tendrían que darse cuenta de que no bastará ninguna solución que no les otorgue la independencia o una serie de privilegios insoportables para la dignidad del Estado. Como el honor del reino –ni tampoco el personal– ha sido jamás un bien que defender para nuestros políticos, hemos de imaginar que, en el medio plazo, el nuevo régimen que se avecina concederá a los separatistas regalías exorbitantes. Puigdemont, derrotado en la acción, vencerá en los pasillos de la Carrera de San Jerónimo. Por supuesto, ya se encargarán los partidos de que esta reforma se vote en las Cortes y nunca llegue al dudoso trámite del referéndum, no vaya a ser que les salga la criada respondona. Así se cocina la democracia en España.
Una señal de que un futuro régimen esté bien concebido es que los separatistas se sientan muy incómodos en él, que su capacidad para hacer daño y envenenar a la población quede muy disminuida. Al pueblo español como sujeto político responsable y maduro –no como el perpetuo niño mimado e irresponsable criado por la partitocracia– le urge saber que tiene un enemigo que está dispuesto a destruir su patria y que no parará hasta conseguirlo: se llama separatismo y sus jefes odian visceralmente a España, a los españoles, a su cultura y a su historia. Lo que millones de indignados televidentes han visto estos días (ultrajes a la bandera, acoso a las fuerzas del orden, desprecio por la ley) no es sino una ínfima porción del odio que esa chusma de renegados acumula contra nosotros. A ese enemigo no hay que asimilarlo, hay que vencerlo. Como no entendamos algo tan sencillo, estamos perdidos; puede que no ahora, pero sí dentro de unos años.
¿Qué España construir entonces? No podemos volver al centralismo ni ahondar en las divisiones que ha creado el Estado de las autonomías, de tan infausto recuerdo. Las regiones históricas de España merecen un fuero propio, una ley adaptada a sus circunstancias y modelada por sus habitantes. Los fueros no se pueden disponer desde los despachos de los tecnócratas, estos deben adaptarse a la piel de su pueblo como un traje cómodo, sencillo y práctico, pero no como un manto real. Además, diputaciones, comarcas y municipios han de ejercer un papel más activo en el orden político, es decir: no debemos crear diecisiete centralismos sino extender el poder al ámbito local debilitando el regional, tan propicio a crear pseudonaciones. Aunque en un principio pueda parecer que se atomiza aún más el Estado, en realidad es un lujo a nuestro alcance, siempre que una serie de funciones permanezcan sólo y nada más que en poder del Gobierno central, sin posibles cesiones a ninguna entidad de rango inferior: defensa, orden público, asuntos exteriores, justicia y la alta autoridad sobre los sistemas educativos, la sanidad y los tributos, con la capacidad, por supuesto, de actuar de manera fulminante contra cualquier infractor del orden jurídico. Es decir, demos más capacidad de autogobierno a las pequeñas unidades y recortemos sus atribuciones a las medianas. Una diputación o una comarca siempre serán más fáciles de reconducir que una autonomía con ínfulas de Estado.
Por otro lado, estas disposiciones políticas serían tan inútiles como la difunta Constitución del 78 si no se ejerciera una intensa labor pedagógica en el conjunto de España, con una especial atención a las regiones infectadas por el separatismo. La batalla más importante no se libra en las calles ni en los despachos, sino en las almas. El mayor delito de los gobiernos españoles desde 1977 ha sido el permitir que se pisotee el sentimiento nacional y se fomente el odio a la patria común. Esto nada tiene que ver con las lenguas o con las tradiciones, que por ser del país y ser de siempre merecen la protección del Estado y su promoción. De hecho, los separatismos, en especial el catalán, con su deriva hacia la extrema izquierda, son esencialmente antinacionales. Al separatismo se debe la islamización de Cataluña y su aculturación mediante la dictadura de lo políticamente correcto, la ideología de género y demás imposiciones del mundialismo. Gracias a ellos, Cataluña es hoy menos catalana que nunca y el exponente más avanzado de la decadencia cultural en Europa. No es de extrañar que la extrema izquierda española se haya pasado con armas y bagajes al campo de la traición. Es el rescate de la catalanidad tradicional, payesa y carlista, una de las empresas que se deberían acometer ya.
En definitiva: los bancos, la Unión Europea, las grandes empresas y el mundialismo apoyan hoy a España por meras cuestiones de oportunidad táctica, pero puede que no siempre sea así. Cataluña está firmemente sujeta a España, pero nuestra misión es unirla. Y eso no se consigue ni con leyes ni con dinero: para eso es necesario conquistar los corazones. Una empresa mucho más larga y difícil que imaginar “federaciones asimétricas” y menos rentable a corto plazo; por eso también hacen falta otro tipo de hombres, otra forma de ver la política: el Estado como agente histórico de la Tradición.
El régimen, in extremis, ha conseguido sujetar a Cataluña, pero por su propia naturaleza nunca podrá unirla. Y este fracaso se debe a su naturaleza racionalista, heredada de la fe en las leyes de la Revolución francesa. Pero lo que una sabiduría de milenios nos enseña es que no hay que reformar las leyes, hay que cambiar a los hombres y a lo que les mueve: sus sentimientos.