Carta del director

¿Quién mató al Espíritu de Ermua?

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Hace diez años ETA mató a Miguel Ángel Blanco. Este sería un aniversario más, uno de tantos, triste y sordo, si no fuera porque, hace diez años, el pueblo se levantó. Del asesinato del concejal popular de Ermua nació una ola de conciencia política, de resistencia civil, que sin duda se cuenta entre las mejores cosas que hemos hecho juntos los españoles desde 1978. Aquello fue el Espíritu de Ermua. La mala noticia es que aquello se esfumó. La buena, apenas una esperanza, es que tal vez no haya muerto del todo.

El espíritu de Ermua se ha desvanecido porque los ciudadanos españoles o, por mejor decir, sus líderes, no se atrevieron a sacar las conclusiones adecuadas, no se atrevieron a llegar a las últimas consecuencias, no se atrevieron a apurar la lógica del acontecimiento… No se atrevieron.

El acontecimiento, el crimen, el asesinato, el chantaje sobre toda una comunidad política, hubiera debido empujar a una inversión global del paisaje de nuestra vida pública. Veníamos siendo desde 1978 una sociedad incompleta, mutilada de legitimidad por un medroso respeto al enemigo: éramos una comunidad política –una y cien veces utilizaremos esa fórmula- edificada sobre la convicción de que había que “respetar” a quien quería romper la comunidad misma, construida sobre un plúmbeo consenso con fuerzas disolventes, fuerzas cuya expresión abominable era ETA, pero donde el verdadero problema no era la violencia, sino la fragilidad de la unidad nacional. ¿A quién gritó la muchedumbre en el funeral de Miguel Ángel Blanco? No a ETA, sino al Gobierno nacionalista vasco. Seguramente nunca habían visto los españoles con tanta claridad dónde estaba el enemigo: los asesinos eran asesinos, pero los equidistantes eran peores. ¿Por qué se vio obligado el PNV, por primera vez en su existencia, a ponerse al frente de la manifestación? Por puro pavor: el pueblo había dicho que ya estaba bien de juegos.

Habría sido el momento apropiado para que despertara un Dos de Mayo. Hacía mucho tiempo que el pueblo, en España, no se sentía agredido colectivamente; quizá desde la guerra civil, con la salvedad de que ahora, 13 de julio de 1997, todo el pueblo estaba, por una vez, en el mismo bando: con Miguel Ángel Blanco, que era estar con España. Esas ocasiones históricas no se nos ponen con frecuencia al alcance de la mano. Habría sido el momento de cerrar las costuras abiertas desde la transición, de llamar a capítulo a los partidos secesionistas, de que PP y PSOE afrontaran juntos, empujados como nunca por los ciudadanos, la construcción definitiva del Estado, anudando el Estado de las Autonomías y marcando unos límites infranqueables para los enemigos de la nación. En materia de movilización pública, desde luego, se hizo mucho; en materia de obra política, por el contrario, apenas se hizo nada. La erupción sentimental bañó España durante días; después, sólo quedó una leve neblina sobre el paisaje. 

Dos líneas flaquearon (dos, que sepamos): en la izquierda, un grueso sector del socialismo que por odio a la nación y por interés de poder siempre preferirá entenderse con las derechas separatistas (y con las izquierdas del mismo jaez) antes que con la derecha española; en ésta, en la derecha, un sector no menos grueso que por miedo al pueblo, por un concepto del orden muy mal entendido y por amor a sus prebendas siempre preferirá salvar el status quo, el sistema, lo que hay, antes que correr el menor riesgo histórico. Así el sistema se apresuró a poner a salvo a los nacionalismos vasco y catalán, mientras éstos, con una deslealtad extrema, tramaban ya pactos que acabaron conduciendo al Acuerdo separatista de Barcelona y a la tregua de ETA. Fue casi milagroso que en el País Vasco pudiera tomar fuerza una “alternativa constitucionalista” en torno a dos personas, Nicolás Redondo Terreros y Jaime Mayor Oreja, cuyo posterior infortunio da la medida de cuán negra es el alma de la democracia española.  

Lo que pasó después ya lo conocemos, pero no debemos olvidarlo jamás: gobierno nacionalista en el País Vasco, El País pidiendo la cabeza de Redondo Terreros, Zapatero entregándola y cambiando bruscamente de táctica, pacto generalizado de socialistas con separatistas, relegitimación del secesionismo, retorno de ETA a su propia estrategia –que no ha abandonado jamás-, doble juego del socialismo español respecto al terrorismo, trenza de Zapatero (nuevos estatutos más proceso de negociación)… Y por el camino, las víctimas del terrorismo humilladas, la opinión pública engañada, la dignidad del Estado en almoneda y el mundo de ETA nuevamente en las instituciones. Y ahí ese socialista vasco, cuyo nombre es oprobioso mencionar, que dice que lo de Ermua es “cosa del pasado”. Todo esto, sí, ha pasado ahora. Pero el Espíritu de Ermua empezó a desvanecerse mucho antes; empezó cuando la sociedad española, -quizá sus líderes-, no se atrevió a dar el paso de la erupción sentimental a la forma política. No se atrevió.   

En esto, como en todo, siempre hay unos que son más responsables que otros, y aquí nadie puede dudar de que la responsabilidad mayor recae sobre el PSOE. Pero focalizar todo el problema en la irresponsabilidad del socialismo sería contar sólo una parte de la historia. En vez de salvar a la democracia y a la nación, términos que a efectos políticos son hoy la misma cosa, el Orden prefirió salvar el sistema, el consenso. La “reacción nacional” que Aznar quiso encabezar hacia 2002 llegó demasiado tarde e incluso hay razones para dudar de su limpieza. Hoy estamos donde estamos. Es verdad que, como se ha escrito por ahí, el Espíritu de Ermua sólo es un espectro.

¿Hay marcha atrás? Nadie lo diría. Y sin embargo, nunca se sabe. Hoy la memoria de Miguel Ángel Blanco se agiganta a cada escupitajo que lanzan sobre su efigie los torvos sacristanes de la pazzz, y el Espíritu de Ermua –quizás otro Dos de Mayo- permanece como ejemplo de lo que un día pudimos ser. Es esa imagen lo que nunca debe desaparecer el horizonte. Mientras esté ahí –como ha estado, por ejemplo, en las últimas movilizaciones populares contra ETA-, podremos pensar que en esta sociedad todavía es posible un gesto de dignidad suprema. 

Lo siguiente es alentar ese gesto. Que no vendrá de nuestros líderes, sino que tendrá que venir, otra vez, del pueblo.

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