En estas páginas virtuales y volanderas hemos ironizado a menudo sobre el mutismo y la pasividad de la monarquía frente a las hordas separatistas. Sin embargo, hoy tenemos que reconocer el innegable mérito de Felipe VI, el acierto de haberse atrevido a dar aquel discurso del 3 de octubre que forzó a las muy remolonas instancias del Estado a ejercer esa autoridad que tanto les quema en los dedos. Su discurso no fue gran cosa, resultó más bien tibio y confuso, pero al menos se emitió y puso en evidencia la inacción de unos y la felonía de otros. Si ahora se da un resurgimiento de la patria española, se debe a que del rey abajo, con la excepción de la casta, todos hemos reaccionado con una firmeza encomiable frente a la traición de los separatistas.
Cierto es que, por puro afán de permanencia, la monarquía sabe que difícilmente puede sobrevivir a la quiebra de la unidad histórica de España que se representa en la Corona; con la independencia de Cataluña, el trono habría quedado deslegitimado ante los españoles. Tras años de soportar encerronas, desplantes y pitadas con un irritante exceso de paciencia, Felipe VI supo asumir su papel de símbolo de una España como él humillada y ofendida por las hordas separatistas.
Está claro que los españoles somos patriotas a la desesperada. Cuando el enemigo parece a punto de darnos el tiro de gracia, nos rebelamos contra toda lógica y lo fulminamos. Así pasó con Napoleón y así ha pasado también con los histriones del parlamento catalán. El rey, como el pueblo al que representa, parece actuar de la misma manera.
Estos hechos tan lamentables de octubre han retratado a la casta política y a sus principales monigotes: Puigdemont, Junqueras, Iglesias, Sánchez, Iceta, Rajoy..., todos posaron y no han salido muy bien, precisamente. Su Majestad debería tomar nota. También convendría que analizara que medidas sectarias como la Memoria Histórica cimentan las justificaciones del independentismo y son el principal recurso ideológico de las argumentaciones de los traidores de la extrema izquierda separatista y de sus adláteres del resto de la nación española. Mientras la Memoria Histórica siga vigente, la unidad del Estado y la continuidad de la monarquía están amenazadas.
Esperemos que Felipe VI continúe dando tan buenos ejemplos a los españoles y haga uso de sus altas funciones para impedir que la inminente reforma de la difunta Constitución de 1978 no sea una rendición ante el separatismo.
Igual que no nos hemos mordido la lengua a la hora de condenar su afán de ser el rey de los rojos o el haber arrancado la cruz de San Andrés de su guión, hoy hemos de darle las gracias por ser la primera autoridad del Estado que se alzó para quebrar la traición de los separatistas.
Por eso hoy podemos decir para nuestro propio asombro y con un innegable matiz de autocrítica: ¡Viva el rey! Y, sobre todo, ¡Viva España!