Creo que todos los españoles con un mínimo sentido del Estado y de amor a la patria hoy decimos lo mismo: «¡Ya era hora!». Aunque nuestro apoyo al Gobierno es unánime, tampoco debemos firmar un cheque en blanco. No hay que dar marcha atrás: hay que seguir hasta el final sin retroceder un solo paso, se pongan como se pongan los bergantes de la izquierda, siempre amigos de los enemigos de España. Hay que suspender el gobierno de la Generalidad y los jefes de la sedición deben dar con sus sucios huesos en la cárcel. Es política habitual en España fusilar a los sargentos por los crímenes de los generales. Esto no puede pasar otra vez: los máximos responsables deben pagar con las máximas penas y, sin embargo, sí se puede ser más clemente con los eslabones inferiores de la cadena de la traición.
Pocos Estados han caído tan bajo como la España de Felipe VI, que permite que a su monarca le insulte una chusma de perroflautas y ni siquiera haya un par de multas para los han sacado esa escoria a la calle. Pocas naciones han dejado que se arrastre su nombre y se insulte su bandera con la lenidad y la cobardía de la España del 78. Pocos gobiernos han hecho dejación del honor nacional y del culto al nombre de la patria como los que han atribulado a este país durante los últimos cuarenta años. Pocos ejemplos hay de desprecio al amor patrio y de burla de sus creencias seculares como las que prodigan los intelectuales y artistas mimados de este régimen. Difícilmente saldrá de este deleznable material humano alguien que se atreva a atajar con puño de hierro —no con pleitos ridículos ante los tribunales— lo que es el mayor desafío vivido por España desde 1936. Por eso, porque no nos fiamos de este Gobierno, porque siempre tendrá la tentación del pasteleo, hay que estar muy vigilantes. No podemos permitir que los traidores eludan el castigo o que las hordas de la CUP ejerzan un vandalismo impune en las calles de Barcelona. No podemos dejar las cosas a medias: hay que intervenir radicalmente a la administración catalana y limitar su autonomía durante un largo período de tiempo. Ellos se lo han buscado. Y eso es lo que nos tememos que no va a hacer este Gobierno. Es la hora de la fuerza; y cuanto más se resista a la autoridad del Estado, con más dureza habrá que ejercerla, sin parar mientes ante nada.
Los traidores y miserables que agitan al pueblo catalán lo han tenido muy fácil. Durante cuarenta años lo chic, lo progresista, lo moderno ha sido ciscarse en España, reírse de sus tradiciones, ensalzar a los afrancesados, hacer un héroe del conde don Julián y premiar a quien mejor reniegue de su sangre. Tan bien lo han hecho que menos de una quinta parte de los españoles encuestados se declaran dispuestos a defender a su patria con las armas. Invocar a España es algo ridículo para los catetos que se refugian en sus entelequias nacional-aldeanas, o en «Uropa», o en la desmedrada Constitución, que es sólo el velo de papel que tapa los chancros de nuestro cuerpo político. Fijémonos en las actuales creaciones de nuestros artistas y en los libros de nuestros escritores: en casi todos encontramos el desprecio por su historia, el rechazo hacia su país y la vilificación de sus símbolos. ¿Cómo pueden ellos frenar el aluvión separatista si se han pasado cuarenta años alimentándolo con sus obras y sus pensamientos? ¿Se ha detenido alguien a pensar cómo las fábulas de la Memoria Histórica justifican, fomentan y legitiman el separatismo antiespañol? ¿Qué argumentos utiliza la morralla de traidores que infecta las instituciones catalanas sino los que les proporciona la memoria democrática? El propio régimen se ha desautorizado a sí mismo al aprobar y mantener una ley que le arrebata la legitimidad histórica, empezando por la monarquía y siguiendo por las instituciones clave del Estado. El Gobierno debería pensar también (y no lo hará, seguro) en cambiar toda esta industria de la mentira y de la culpa con la que las izquierdas han querido aniquilar la identidad nacional. No basta con enviar a la brava y ejemplar Guardia Civil a Barcelona, hay que limpiar la mente y la memoria de los españoles de todo el detritus con que lo ha ensuciado el discurso dominante.
No, no van a ser estos emasculados demócratas los que defiendan a la patria si el desafío de los traidores se radicaliza; para empezar, porque son demócratas antes que españoles. La democracia sirve de excusa para no actuar en una situación que exige algo más que debates, comisiones y recursos. Por eso se inventan imposibles «naciones de naciones» y entelequias como el patriotismo constitucional; cualquier flatus vocis vale con tal de no llamar a las cosas por su nombre y disfrazar con eufemismos su cobardía. Todo menos echar mano de lo que pervive en el corazón del pueblo, de lo que palpita en sus fiestas y en sus duelos, en sus canciones y en sus romances: España, sin más, roja y gualda; taurina, cristiana y una; elemental y atávica, el contraveneno más eficaz contra el tósigo separatista. Las versiones edulcoradas y desnatadas de esta nación agonizante, este ersatz de España que no osa decir su nombre, han conducido precisamente a lo que se pretendía evitar: la ruptura del país. Para esto han servido tantos paños calientes, tantas concesiones no pedidas, tanta paciencia ante los insultos.
Para la oligarquía gobernante (mal llamada casta, porque la casta tiene sangre, herencia, carácter) lo importante es negociar incluso lo innegociable, pastelear y arreglar con tantos por ciento lo que ya sólo tiene remedio por la fuerza. Ni siquiera se les puede amenazar con eso de que tendrán guerra y tendrán deshonor, porque hace mucho que el honor es una curiosidad arqueológica entre nuestros dirigentes y el enemigo no necesita de la guerra para obtener sus objetivos políticos. Supongamos que el Gobierno supera la crisis y mantiene a Cataluña dentro de España, ¿cuánto tiempo tardará en llegar el siguiente desafío? ¿Qué precio se habrá pagado por esa tregua? Si no hay honor, por lo menos tengamos la guerra y ganémosla. Somos los más fuertes y tenemos la razón de nuestro lado. Basta con no ceder, con no negociar, con mantener una intolerancia sagrada frente a la anti-España. Si hay que llenar las cárceles, llenémoslas.
Nuestra caballería usaba un toque llamado a degüello, su sonido anunciaba que no se admitía ni se daba cuartel; supongo que ahora que somos cipayos de la OTAN se habrá suprimido. Sea como sea, los tiempos vienen recios y es hora de que los traidores y los cobardes se enteren de que no habrá piedad con ellos si rompen España, de que tendrán que rendir cuentas. Empiezan a sonar los clarines con tonos funestos y no podemos tolerar que nos maten a la patria, porque después de Cataluña vendrán Vasconia, Galicia, Navarra y quién sabe cuántas más taifas y cantones mientras España se desploma como un castillo de naipes. Y si España cae, no habrá «Uropa» que valga, nos convertiremos todos en miniestados insignificantes a los que cualquier potencia de segundo orden podrá pisotear. Cuando una nación no se respeta a sí misma, difícilmente la respetarán las demás. Hoy somos una minoría los que nos negamos a ver morir a España entre la indiferencia aborregada de nuestros compatriotas. Quizás España muera. Quizás lo merezca. Quizás sufra la terrible humillación de ser descabellada por un Puigdemont, por un Junqueras, por un Iglesias, por un Sánchez, por una cuadrilla de subalternos que ni siquiera sabrán manejar con habilidad la puntilla. Aun así, todavía el viejo toro hispano puede alzarse y espantar a sus viles matarifes.
Toquemos a degüello: que los traidores y los cobardes paguen su crimen de lesa patria.