El Che

Nunca tanto se sacó de tan poco. Ernesto Guevara sólo ganó una gran guerra: la de los fotógrafos. Pero esa victoria ha valido por mil batallas.

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Nunca tanto se sacó de tan poco. Ernesto Guevara sólo ganó una gran guerra: la de los fotógrafos. Pero esa victoria ha valido por mil batallas. Si algo hay que admirar en la estrategia comunista es su capacidad de elevar a los altares a sus dirigentes y de fabricar mitos con muy poquita cosa, verbigracia: La Pasionaria. Uno podrá discutir la dimensión moral y política de Lenin, Stalin o Mao, pero es innegable su grandeza histórica, aunque sea maligna; hasta ahí podemos coincidir con el agit-prop. Lo mismo nos pasa con alguna épica bolchevique que es inevitable admirar: las cabalgadas de la caballería roja de Budionni, la defensa de Leningrado o la resistencia de Vietnam ante la apisonadora norteamericana. Bien es cierto que, más que un propósito ideológico, lo que animaba al Ejército Rojo y al Vietcong era el amor a la patria, esa fuerza que el marxismo rechaza. Por eso, Richard Sorge, Wilhelm Pieck, Kim Philby, Janos Kádar o el matrimonio Rosenberg son unos perfectos héroes del comunismo, pues traicionaron a sus naciones para defender a la URSS. Eran marxistas-leninistas antes que alemanes, ingleses o húngaros, cosa más acorde con esa ideología que siempre renegó de las patrias.

Sin embargo, el auge rojo del siglo XX no se puede desvincular del sentimiento nacional. Allí donde triunfó, el marxismo-leninismo utilizó dos bazas: la invasión soviética o la alianza con el nacionalismo revolucionario para más tarde suplantarlo. En Europa del Este y Afganistán se optó por la primera opción, y el resultado fue el rechazo popular hacia la nomenklatura impuesta por el ocupante. La segunda alternativa es la de China, Vietnam, Yugoslavia o la misma URSS desde 1941, cuando tira a la basura el internacionalismo proletario y vuelve a ser la Madre Rusia, cada vez menos roja. Los regímenes surgidos de un movimiento campesino, nacionalista y revolucionario han sido más sólidos que los que nacieron de la mera imposición de una potencia imperial.

La revolución cubana pertenece a la segunda categoría, pero se diferencia de las otras en que el precio a pagar fue muchísimo menor. Frente a los cataclismos sociales de China y Rusia o a la feroz lucha por la independencia de Vietnam y Yugoslavia, Cuba fue un escenario más suave. Cuando Fidel entró en La Habana, muchos de los barbudos del Ejército Rebelde ni siquiera eran comunistas; más aún, la mayor parte de ellos albergaba la imagen negativa que la propaganda yanqui difundía de las hordas bolcheviques. En realidad, el partido comunista de Cuba fue un aliado de Fulgencio Batista y condenó repetidas veces el aventurerismo de Castro. Una de las paradojas de la revolución cubana es que se impuso a pesar del partido. No fue la primera vez.


De la revuelta a la revolución  

La vida de Ernesto Guevara es una supuesta "evolución" del rebelde al revolucionario. Todos sus múltiples biógrafos narran la lucha permanente por superar los obstáculos físicos —como el asma—, los prejuicios sociales y la insatisfacción intelectual, siguiendo el muy manido arquetipo de los años de formación del héroe. Algo se agitaba siempre dentro de él, una insatisfacción íntima que hizo que, en muy poco tiempo, el áspero señorito universitario se desclasara tras dos viajes iniciáticos por América, muy parecidos a los de Kerouac en On the Road: ¿cabe algo más atractivo para millones de adolescentes sedentarios y frustrados? Sus experiencias en Bolivia, Guatemala y México le alejan del marxista europeo típico: no es una flor de estufa, ni un ratón de biblioteca, ni un panoli de oenegé; su base teórica es elemental, pero la conversión al comunismo en México no viene de los libros, sino de la vida, de un proceso interior y de unas experiencias sentimentales y morales. Indudablemente, Guevara fue un hombre de gran inteligencia que llega al marxismo por indignación y no por razonamientos doctrinales, y siempre será, para la ortodoxia marxista, un inmaduro, un peligroso aventurero. Su conversión a la nueva fe se vio fortalecida, además, por un ascetismo innato que le permitirá superar las durísimas pruebas que le esperaban; también por una sed de sangre que nunca ocultó. Para él, la revolución era una diosa que exigía muchos sacrificios sobre el altar.

Los biógrafos guevaristas (Anderson, Taibo, Castañeda, etcétera) relatan minuciosamente su leyenda dorada, que es la lectura hagiográfica indispensable para que todo progre que se precie reviva desde el sofá la pasión y muerte del mártir al que no tiene la menor intención de imitar. En realidad, sus andanzas americanas cobrarán sentido cuando aparezca Fidel. Sin el líder cubano, la vida de Ernesto Guevara nunca hubiera sido el ejemplo —afortunadamente inalcanzable— de tantos revolucionarios de nuestra sacrificada y espartana gauche caviar. El Fidel de 1956 no era comunista, sino un nacionalista revolucionario que se había fraguado en la lucha política de la Cuba de los 40. Es la fuerza vital de Fidel, un caudillo nato, un jefe de hombres, la que arrastra a Guevara a la loca aventura del Granma, quijotada que ningún marxista ortodoxo habría aprobado. Es Fidel quien convierte a Guevara en el guerrillero y revolucionario que conocemos. Es Fidel el que galvaniza y transforma a todos los que le siguen a la Sierra Maestra. Fidel, como Bolívar, como Cortés, como Cabrera, es uno de esos caudillos hispanos que tanto despreciaba Marx, pero sin los que los hombres de sangre española no sabemos hacer nada importante, para bien o para mal. El propio Che lo reconoce de manera nada leninista en 1959: "Me ligaba, desde el principio, un lazo de romántica simpatía aventurera y la consideración de que valía la pena morir en una playa extranjera por un ideal tan puro".[1] En 1958, poco diferenciaba a los rebeldes del M26 de sus antepasados carlistas y mambises. A Marx sólo Guevara lo leía allá, entre los guajiros del Oriente. 

Las campañas de la guerrilla en Sierra Maestra, el Escambray y en el frente urbano hubieran sido inconcebibles en cualquier otro país que no fuera la Cuba gangsteril, corrupta y semicolonial de Batista. Ni en la República Dominicana de Trujillo ni en la Nicaragua de los Somoza se les hubiesen facilitado tanto las cosas a los rebeldes. En España, el M26 no le habría aguantado un fin de semana a la Guardia Civil de don Camilo Alonso Vega.

¿Por qué, pues, vencieron los barbudos? No por la fuerza militar, sino porque Cuba no era un Estado real, sino un sindicato de hampones; el absoluto desprestigio de la dictadura batistiana originó la negativa de soldados y oficiales no sólo a morir, sino incluso a poner en peligro su pellejo por defender a un comisionista de las mafias del juego yanquis. Pero tan importante como la debilidad del adversario fue la enorme campaña de imagen de los rebeldes, fomentada por los propios Estados Unidos (poca gente contribuyó tanto al crecimiento del imperio soviético como los liberales anglosajones, de Roosevelt en adelante). En 1958, la administración Eisenhower abandonó a Batista y éste, que nunca fue un héroe, preparó con tiempo su equipaje.  No es ningún secreto que la infiltración de la guerrilla del Che desde Sierra Maestra hasta Santa Clara se realizó con la vista gorda de buena parte del ejército del tirano. Y en ningún sitio se enfrentaron los rebeldes a una resistencia obstinada al estilo de la de los nacionales españoles en 1936 o de los blancos rusos de 1918. Esta falta de oposición fue el resultado del sentimiento nacionalista de la inmensa mayoría de los cubanos, que odiaban de forma unánime el régimen imperante y no se esperaban una dictadura comunista, sino un régimen vagamente social. También les facilitó mucho las cosas el que la burguesía cubana no era nacional y, en caso de apuro, como sucedió entre 1959 y 1960, podía hacer las maletas, transferir sus cuentas a EE. UU. y volar a Miami en cuestión de un día. La clase dominante no se encontraba, ni mucho menos, entre la espada y la pared. 

En 1959, Fidel les dio a los cubanos algo de lo que hasta entonces carecían: un Estado. No tardarían en pagar su precio. Para fortalecerlo, los guerrilleros de Sierra Maestra tenían que borrar de la isla el poder yanqui. Los rebeldes se transformaron, casi sin querer, en revolucionarios. Ni el imperio anglo iba a tolerar que se alborotara su patio trasero ni los nacionalistas cubanos iban a permitir que se mantuvieran las viejas (aunque prósperas) estructuras de dominación.


Guevara, el revolucionario

En 1959, Cuba había empezado su revolución, pero le faltaban los revolucionarios. Como señalaba el Che: "las leyes del marxismo estaban presentes en la Revolución Cubana, independientemente de que sus líderes profesaran o conocieran, desde un punto de vista teórico, esas leyes",[2] lo cual era una forma muy académica de decir que los hombres del M26, salvo Raúl y el Che, implantaron el comunismo sin saberlo. De tener los guerrilleros la suficiente formación teórica, jamás habría habido revolución en Cuba: se habrían peleado y dividido en diez mil escisiones y banderías de prochinos, prosoviéticos, estalinistas, titistas, trotskistas y demás. Para colmo de males, como en China, el apoyo de los campesinos fue esencial para la victoria de los barbudos, herejía imperdonable en el marxismo, enemigo jurado de los labradores (los malignos kulaks) y partidario de la revolución obrera urbana. Pero el mayor problema de la Cuba del año uno era la falta de cuadros, la necesidad de reciclar a guerrilleros con una nula formación en la élite de un Estado embrionario. Ni siquiera los jefes, el propio Che incluido, tenían una idea aproximada de cómo debe funcionar una administración. El enfrentamiento con los EE. UU., además, obligaba a actuar de manera radical para sobrevivir a la inmensa amenaza que era —y es— el vecino del norte. De esta forma, los gobernantes de Cuba se entregaron en manos de la Unión Soviética, a la que suponían omnisciente y todopoderosa. Había que explicar en cortas y sucintas lecciones qué era el socialismo a los muy americanizados cubanos. El Politburó ruso decidió obrar mediante toscas simplificaciones de la ya burda escolástica soviética: catecismos rojos para la evangelización de los infieles recién conversos del Caribe. El despliegue de soporíferos manuales del PCUS en las librerías cubanas asombraba a los refinados marxistas europeos, y para estos intelectuales el Che tenía una contestación pragmática y leninista: "queremos formar a nuestros jóvenes lo más rápidamente posible en la ideología socialista y estamos muy obligados a utilizar los manuales de los países del Este. ¿Nos puede aconsejar otros? [...] ¡En fin, ustedes quieren que transformemos Cuba en un seminario de intelectuales, en un café parisino donde se disertaría de los respectivos méritos de los libros más recientes! Pero ¿en dónde se creen que estamos? Cuba es un país en plena revolución, sitiada por los marines y que tiene necesidad de cuadros para defenderse y preparar su futuro.[3] Si algo demuestra lo fútil de todas las teorías es que, pese a disponer de esos mimbres filosóficos, el cesto de la revolución en Cuba aún no se ha deshecho.

Como en Rusia, como en China, como en todos los lugares donde el comunismo implanta su garra, los primeros decepcionados de la revolución serán los miembros de las clases medias y sus cuadros, que ven pisoteada su buena voluntad y acaban sometidos por los nuevos dueños. Las concepciones clasistas del proletariado triunfal tienen la lógica consecuencia de imponer dirigentes cuyo único mérito es su militancia y su extracción modesta, lo que debe suplir sus escasos conocimientos cuando se ponen a ejercer el control obrero del poder. Los expertos burgueses se obvian o quedan circunscritos a la tarea de aconsejar a los mandamases, cuyo único criterio intelectual es su instinto proletario. El inevitable resultado de esta selección al revés es el caos y la chapuza en la economía, en la administración y en los sectores más elementales de la vida diaria. Los pies del cuerpo social toman el lugar del cerebro y los resultados son siempre los mismos: véase el comunismo de guerra leninista o el Gran Salto Adelante de Mao. Cuba, evidentemente, no fue una excepción, y Ernesto Guevara, en su calidad de gobernador insolvente del Banco de Cuba y ministro de Industria amateur, cumplió con la ley histórica de toda administración marxista: la incompetencia y el marasmo. Eso sí, al destrozar la economía cubana también destruyó hasta las raíces del capitalismo. Al final de su gestión (1965), el país que se quería industrializar y redimir del monocultivo tiene que volver a vender su cada vez menos competitivo azúcar a los países del Este. El diletantismo progre del Che le salió muy caro a toda una generación de cubanos. 

Los primeros tiempos de la revolución son también los de una luna de miel del comunismo en la isla, que acabará en el inevitable desencanto después de la crisis de los misiles de 1962, al no conseguir el Che y Fidel que la isla sea abrasada por las bombas atómicas de Kennedy. Desde entonces, Fidel y Moscú mantendrán un matrimonio de conveniencia en el que Cuba será la mujer florero de la URSS, una carísima y bella mantenida que le proporcionará tanto prestigio revolucionario como gastos para una superpotencia que apenas podía alimentar a sus ciudadanos. Pero la URSS de Jrushov, de Brezhnev, de Andropov ya no es la de Lenin: es conservadora, pragmática, fría. Un imperio. Da por buena la división en bloques y sólo se enredará en aventuras cuando otros la arrastren (Etiopía, Angola) o cuando se agiten sus fronteras (Afganistán). Guevara es justo todo lo contrario, y los soviéticos lo detestan por su izquierdismo y por cierto tufillo maoísta.[4] Fidel, pese a su decepción de 1962, sabe que la revolución cubana sólo puede sobrevivir tras el escudo de la URSS e inicia un proceso irreversible de sovietización. Sin poder jugar a los soldados, el Che se aburre.

¿Qué hacer? Ante esta pregunta propia de un buen leninista, Guevara decide dedicarse a aquello para lo que realmente cree que vale: hacer revoluciones, sublevar contra el imperialismo a las masas del subdesarrollo. En su discurso ante la Asamblea General de la ONU (11 de diciembre de 1964), el Che fue muy claro respecto a la posibilidad de recrear la revolución cubana en otras latitudes: "Nosotros sostenemos, una y mil veces, que las revoluciones no se exportan. Las revoluciones nacen en el seno de los pueblos. Las revoluciones las engendran las explotaciones que los gobiernos [...] ejercen sobre sus pueblos. Después puede ayudarse o no a los movimientos de liberación; sobre todo, se les puede ayudar moralmente. Pero la realidad es que no se pueden exportar revoluciones"[5] Aquí habla como ministro cubano; rebosa sentido común y diplomacia. Es decir, todo aquello que nunca tuvo. Su verdadero pensamiento es muy otro: En este continente existen en general condiciones objetivas que impulsan a las masas a acciones violentas contra los gobiernos burgueses y terratenientes [...] En los países en que todas las condiciones están dadas, sería hasta criminal no actuar para la toma del poder" .[6] Inútil y ocioso en Cuba, Guevara se convertirá en una especie de Garibaldi del siglo XX, el revolucionario internacional dispuesto a tomar el fusil por la causa del proletariado. Su primer ensayo, sin embargo, no será en América, sino en África, en el Congo. La extraña peripecia del Che en el infierno verde quizá haya sido el más lamentable de sus fracasos, el que pone en evidencia sus cualidades de jefe guerrillero y el que le tendría que haber hecho meditar sobre andanzas posteriores. Nasser, a quien Guevara informó de sus intenciones y le pidió apoyo, no daba crédito a sus oídos. El Rais trató de disuadirlo con las armas del sentido común: "un dirigente blanco y extranjero que mandara a negros en el África podría parecer una emulación de Tarzán".[7] La campaña congoleña junto a las "tropas" de Kabila fue una verdadera bufonada y demuestra bien a las claras que una guerrilla que no tenga un carácter telúrico está destinada al fracaso. Si Fidel hubiera sido Stalin, el Che Guevara no habría sobrevivido a semejante ridículo, por otro lado previsible e inevitable, dado que los cubanos eran de distinta raza, no conocían el idioma e ignoraban todo del mundo tribal de los Grandes Lagos.

Habla mucho en favor del sentido de la amistad de Fidel su apoyo incondicional a todas las correrías del Che, cada vez menos realistas, parecidas a un mal guión de Rambo avant la lettre. La teoría guerrillera del comandante Guevara presentaba miles de flancos débiles. Pero nada frenará su sed de acción, que era lo que en el fondo le empujaba. Fiel a sus amigos de la Sierra, Castro nunca abandonará al conflictivo argentino, en quien los maduros marxistas soviéticos sólo veían una fuente de complicaciones absurdas, una especie de quinceañero difícil, cosa en la que tenían toda la razón. Sin embargo, un cálculo político se unía a la solidaridad militante de Fidel: si estallaba una revolución en América, Cuba no dependería sólo del poder soviético, sino que podía ser la cabeza de una fuerza política capaz de transformarse en una potencia mundial. Por otro lado, todos los revolucionarios de la época sentían el deber de actuar, la necesidad casi fisiológica de hacerlo. Las justificaciones teóricas para unos hombres que se la habían jugado contra todos los pronósticos en el Granma eran sólo aire, palabras que se lleva el viento frente al vértigo de la acción. Cuba es tierra de valientes y al Che le sobraron siempre voluntarios para sus andanzas. Para Castro, jesuítico discípulo de Maquiavelo, sus muertes significaban una pérdida material mínima, pero las ganancias podían ser óptimas.


El mártir

La revolución americana fue un deseo inconfesable del castrismo en los primeros años del poder; sin embargo, Cuba era un ejemplo demasiado espectacular como para que no empezaran a salirle imitadores. Miles de jóvenes nacionalistas se echan al monte en la República Dominicana, en Argentina o en Venezuela para seguir el modelo de la Sierra Maestra. En la mente de Guevara anida una idea estratégica elemental: "se puede hacer un movimiento revolucionario que actúe desde el campo, que se ligue las masas campesinas, que crezca de menor a mayor, que destruya al ejército en lucha frontal, que tome las ciudades desde el campo, que vaya incrementando con su lucha las condiciones subjetivas necesarias para tomar el poder".[8] La meta, crear decenas de pequeños Vietnams que desangren al imperialismo americano.

Para cumplir esa misión, el Che desaparece de la vida pública, se sumerge en una clandestinidad y un secretismo de película de espías de serie B, muy propio de la paranoia estalinista. Guevara parece un adolescente jugando a ser un James Bond de medio pelo y Fidel apoya las iniciativas de su compañero de armas; hoy nos parece increíble que semejante despropósito se tomara en serio, pero los cubanos de 1965 se veían capaces de todo. Por supuesto, cuando de marxistas se trata, no puede faltar una teoría. Estará de moda durante breves años para luego caer en el olvido. Promovida por el Malraux de los 60 —Régis Debray— hará furor en el París maoísta del 68 y se extenderá por Europa como los trajes metálicos de Paco Rabanne, el prêt-à-porter de Yves Saint-Laurent o la minifalda: nos referimos al foquismo. ¿Qué es un foco? Una suerte de catalizador revolucionario, un grupo de guerrilleros que se echan al monte para desencadenar un proceso de movilización entre las masas que predica con el ejemplo armado. Para ello, debe estar en contacto con un movimiento de masas previo y, por supuesto, con un partido de vanguardia. Su acción es rural, aunque puede coordinarse con movimientos urbanos, y sólo se debe desencadenar después de un estudio riguroso de las condiciones objetivas del país. En principio es un movimiento a largo plazo: "Un ‘foco’ no tiende de ninguna manera a conquistar el poder por sí sólo, por un golpe audaz. Ni tampoco a tomar el poder por la guerra o por una derrota militar del enemigo: cuenta solamente con poner a las masas en situación de que sean ellas por sí quienes derriben el poder establecido. Es una minoría, cierto, pero que al contrario de las minorías activistas del blanquismo, no pretende atraer a las masas ‘después’ de la conquista del poder, sino ‘antes’, y hace de esta adhesión ‘previa’ la condición ‘sine que non’ de la conquista final".[9]  Elfoquismo ha sido denostado posteriormente por todos los marxistas serios, pero entre 1965 y 1970 era lo chic entre los jóvenes revolucionarios americanos, que tuvieron graves enfrentamientos con los partidos marxistas tradicionales, opuestos a estas innovaciones y nada proclives a sacrificar a las masas en semejantes aventuras.

En 1966, el Che inicia su aventura boliviana, el desastre definitivo de su vida y la refutación por los hechos del foquismo. En uno de los libros más inteligentes que se han escrito sobre Guevara, Roberto Massari destaca la naturaleza de la iniciativa boliviana, que pretendía formar dirigentes que extendieran el movimiento revolucionario por toda América y abriesen varios frentes de lucha: "Era un proyecto continental en el verdadero sentido de la palabra, y no un eslogan propagandístico. El Che además no podía realmente pensar en una conquista del poder solamente en Bolivia ante la amenaza concreta y cotidiana de una intervención directa norteamericana. Habría sido una enorme ingenuidad".[10] La operación boliviana no sólo se ejecutó de forma tan chapucera como la del Congo, sino que fue un intento de actuar contra una de las leyes elementales de la guerrilla: la autoctonía y la relación telúrica con el medio, perfectamente explicadas por Schmitt en un ensayito que vale por mil tratados de los marxistas de cátedra.[11] La guerrilla, como decía Mao, ha de confundirse con el paisaje humano, mimetizarse con él. Los cubanos blancos y negros del Che difícilmente podían hacerlo en la Bolivia india y cobriza. Para este grupo de extranjeros, completamente ajenos al país, donde la conciencia política de los campesinos no existía, ¿qué arraigo entre las masas se podía esperar? Era como iniciar una guerrilla en Marte. En todo este delirio armado parece traslucirse un desprecio racista hacia los bolivianos, a los que se consideraba poco menos que unos bobos incapaces de liberarse a sí mismos, unos simples convidados de piedra a la gran revolución foquista. Los rangers de Barrientos, sin embargo, demostraron mejor preparación y capacidad militar que los cubanos. Monje, el jefe de los comunistas de Bolivia —que se supone que conocía bien su país—, tuvo el buen sentido de oponerse a semejante calaverada. Además, desde 1952 —y eso fue algo que el Che debió observar de primera mano en sus viajes juveniles—, el MNR había conseguido unas importantes mejoras sociales para los trabajadores bolivianos y el movimiento sindical estaba muy arraigado en los centros mineros. Cuando en Bolivia estallaron movimientos revolucionarios con éxito, fue en las ciudades y no en el campo donde se produjo el estallido. En 1967, Guevara era un invasor, no un libertador. ¿Dónde está el análisis político riguroso del que se vanagloriaban los foquistas?[12]


El mito

Es su peor derrota la que sirve de fundamento a su única victoria: la mitológica. Hay una foto que refleja a la perfección los efectos del foquismo sobre sus sectarios: se tomó el 9 de octubre de 1967 y muestra al agente de la CIA Félix Rodríguez junto al Che recién capturado.[13] El aspecto de Guevara es desolador: parece un mendigo o un yonqui. Si los militares bolivianos hubiesen tenido la sensatez de presentarlo así en un juicio público, el Che jamás habría llegado a encarnar un mito. Alberto Fujimori lo tuvo bien en cuenta cuando se apoderó del psicópata genocida Abimael Guzmán. La decisión fatal que significó la apoteosis de Ernesto Guevara fue la de ejecutarlo y, sobre todo, la de exponer su cadáver a la prensa. La imagen que ha pasado a la historia no es la de Félix Rodríguez, sino la del ecce homo de Vallegrande, que no pudo menos que impresionar al imaginario católico de los pueblos hispánicos. Desde entonces, el icono de un Cristo yacente laico quedó grabado a fuego en la conciencia de los americanos, que identifican ingenuamente al Che con un mesías que vendrá a imponer la justicia en su segunda venida. Curioso destino el de alguien que dijo de sí mismo: "No soy Cristo ni filántropo […], soy todo lo contrario de Cristo […], lucho por las cosas en las que creo, con todas las armas de las que dispongo, y trato de echar por tierra al otro, en vez de dejarme clavar en una cruz o en cualquier otra cosa".[14]

Hay poco de Cristo en el Che, aunque mucho de icono, como la famosa foto de Korda. La propaganda cubana hizo de la necesidad virtud y supo convertir en ídolo de masas al guerrillero heroico que tan lamentablemente acababa de pifiarla en Bolivia. Fidel ha sabido concitar en torno a su persona el orgullo nacional de los pueblos de habla española y el furor revolucionario del marxismo; ese equilibrio entre dos elementos antagónicos ha permitido que el régimen cubano aún disponga de simpatías de lo más variado. El Che es un elemento clave de esa táctica: millones de jóvenes tienen su imagen en sus dormitorios y, en realidad, no saben qué fue lo que hizo ni qué era lo que pensaba. Da igual, los que se fijan en los elementos negativos de su persona y de su obra, que somos muchos, aran en el mar. La verdad histórica difícilmente derribará al mito, que, a su vez, se ha desvirtuado en una difusión inane y warholiana. Como caudillo revolucionario fusiló y reprimió, pero ese era su oficio: toda revolución comunista es una picadora de carne y no hay jefe rojo sin una buena ristra de cadáveres a sus espaldas. De hecho, en el caso cubano, las matanzas fueron mucho menos numerosas que en el resto de los países dominados por los sicarios de Lenin, más dados al genocidio puro y duro. Si hubiera sobrevivido, hoy sería un carcamal estalinista fracasado que sermonearía a los indiferentes cubanos con las batallitas de la Revolución.

El mayor favor que le hicieron fue matarlo. Tuvo una muerte de hombre que redimió su fracaso. Y entregar la vida por unas convicciones, predicando con el ejemplo, siempre es algo grande y respetable. Los milicos de Barrientos hicieron más por la leyenda del Che que todos los focos rebeldes juntos.

 

[1] Ernesto Che GUEVARA: Una Revolución que comienza (1959), p. 258. En el vol. III de sus Obras Completas (Buenos Aires, 1995).

[2] Che GUEVARA: Notas para el estudio de la ideología de la Revolución Cubana (1960), p. 267. En O. C., vol. I.

[3] - K. S. KAROL: Les guérilleros au pouvoir. L’itinéraire politique de la révolution cubaine. (París, 1970), p. 55.

[4] Jon Lee ANDERSON: Che Guevara. Una vida revolucionaria (Barcelona, 2006), pp. 546 y ss. K.S. KAROL: Les guérilléros... pp. 298-300, 306 y 389.

[5] Che GUEVARA: Nuestra lucha es una lucha a muerte (1964), pp. 216-217 de O. C., vol. II.

[6] Che GUEVARA: Guerra de guerrillas: un método (1963), p. 35 de O. C., vol. III.

[7] Jorge J. CASTAÑEDA: La vida en rojo, una biografía de Che Guevara, p. 357. Barcelona, 2003.

[8] Che GUEVARA: Cuba: ¿caso excepcional o vanguardia en la lucha contra el imperialismo? (1961). p. 57. En O. C., vol. II.

[9] Régis DEBRAY: "Le castrisme: la longue marche de l'Amérique Latine"en Révolution dans la révolution?, p. 20. París, 1969.

[10] Roberto MASSARI: Che Guevara. Grandeza y riesgo de la utopía, p. 306. Tafalla, 1997.

[11] Carl SCHMITT: Teoría del partisano. pp. 32-34. Madrid, 1966.

[12] Régis DEBRAY: "Le castrisme...", op. cit., p. 31.

[13] Hay una buena reproducción en la biografía de ANDERSON.

[14] Carta a Celia Guevara (México, 1956), citada por MASSARI: Che Guevara, op. cit., p. 364.

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