En uno de los explosivos Tweets que van jalonando su periplo por la Casa Blanca, el Presidente Donald Trump viralizaba unas imágenes en las que, en una performancereactualizada (el video es real), el magnate populista tumbaba en un ring a un contrincante con el rostro cubierto por un anagrama de la CNN. En su cotidiano ritual de odio y deshumanización del personaje, las grandes cadenas informativas “sostenes de la democracia” – y sostenes también de sus propietarios: los Slim, Bezos et allia – se rasgaban las vestiduras ante este ataque a la prensa y se santiguaban consternadas por la degradación de la dignitas y la gravitas presidenciales. Fumándose un puro, el propio Trump replicaba en un Tweet que “puede que esto no sea presidencial, pero sí es de un Presidente moderno”.
¿Quién tiene razón, el desmadrado ocupante del despacho oval o las vestales mediáticas del “mundo libre”?
En realidad, todos y ninguno. Por un lado, el comportamiento de Trump más que moderno es posmoderno, lo que implica un grado de complejidad mucho mayor de lo que sus críticos quieren admitir. Por otro lado, los odiadores de Trump parten de un equívoco: el de juzgar a Trump según los estándares de comportamiento de un Presidente al uso, lo cual es inútil en este caso. Conviene subrayar que Trump obtuvo su victoria a base de llamar a las cosas por su nombre, y ése era un privilegio que en las cortes medievales estaba reservado a los bufones. Por eso es irrelevante pretender que sus actos sean los de un Presidente normal, porque lo suyo es otra cosa. Demasiado tarde amigos: en el despacho oval se sienta un bufón, en el sentido más impredecible y subversivo del término. Un Joker.
El Joker es la carta más oscura de la baraja, es el comodín, el elemento inquietante, el avatar del Destino que juega con las vidas de los humanos. Ambiguo como la risa –un acto reflejo que admite todos los registros de la emoción humana–, el Joker es el enemigo de todas las certezas porque su fuerza estriba en su carácter imprevisible.Enrolado en un combate contrarreloj para sobrevivir día a día, enfrascado en un pugilato frenético y espasmódico, nadie sabe lo que hará Trump cada mañana, tras twittear sus proyectiles verbales. Por no saber, ni siquiera sabemos si aguantará la legislatura o si acabará defenestrado como un Nixon o en la cuneta como un Kennedy.
En realidad, la tarea de este Presidente es mucho más difícil que la de cualquiera de los que le hayan precedido, porque su combate, más que político, es un combate cultural. Trump (como lo vio muy bien Milo Yiannopoulos, el ángel caído de la derecha alternativa norteamericana) es el único candidato verdaderamente cultural que han tenido los Estados Unidos desde hace décadas. Y eso es lo que hace que Donald Trump y lo que ha venido en llamarse “derecha alternativa” norteamericana –la sulfurosa y demonizada “Alt-Right”– estén ya unidos para siempre en la historia. Y ello no porque Trump “sea de la Alt-Right” (que no lo es); no porque Trump deba su victoria a la “Alt-Right” (aunque ésta haya tenido algo que ver en ella, como veremos), sino porque tanto la Alt-Right como Trump son síntomas de algo más profundo, de formas de rebelión posmodernas que nadie había sabido prever, y que ahora retumban en los oídos de muchos con la risa estridente del Joker.
¿Qué significa esa risa?
La risa contra el sistema
En su novela El nombre de la rosa el escritor italiano Umberto Eco desarrollaba la idea del papel liberador y subversivo de la risa. La abadía en la que se desarrolla la novela de Eco esconde un secreto: el secreto de la risa, contenido en el libro segundo de la Poética de Aristóteles, que el hermano Jorge de Burgos –celoso custodio del Orden dogmático medieval– mantiene oculto, para que un mundo regido por las certezas del pensamiento único no se viera jamás en la tesitura (por muy remota e improbable que pareciera) de reírse un día de sí mismo. Huelga decir que la construcción de la novela está orientada hacia un mensaje bien simple, muy en la línea de las lecciones progresistas que el semiólogo italiano no cesó de impartir toda su vida: la risa, la ironía, tienen un carácter esencialmente antitotalitario, democrático y racionalista, en cuanto son las enemigas de los argumentos de autoridad y de las verdades absolutas.
Pero la cosa no es tan simple como quiere hacernos creer Umberto Eco. De entrada, hay un cierto tipo de hilaridad – sin duda la más extendida– que responde a férreos mecanismos de control social: que se lo pregunten sino al Homo Festivus de nuestros días, que responderá con su risa bobalicona hecha de aquiescencia y entertainment. Pero el principal escollo a las simplezas de Eco –inventor, para desgracia de la literatura, del bestseller semiculto– fue puesto en su día de relieve por el filósofo esloveno Slavoj Zizek, y hace más bien referencia al papel que se le asigna a la risa y al distanciamiento irónico en los tiempos posmodernos.
En su obra El sublime objeto de la ideología Slavoj Zizek –inventor a su vez de otra categoría contemporánea: la del filósofo pop– subrayaba con razón que “en las sociedades actuales, ya sean democráticas o totalitarias, esa distancia cínica, la risa, la ironía, son por así decirlo parte del juego. La ideología imperante no pretende ser tomada seria o literalmente. Tal vez el mayor peligro para el totalitarismo sea la persona que toma su ideología literalmente”. Y es que la seriedad –nos viene a decir Zizek, descubriendo el Mediterráneo– puede ser mucho más peligrosa para los poderes establecidos que la risa y el relativismo. No hay que ver sino la extrema seriedad de todos los revolucionarios que en el mundo han sido, empezando por Jesucristo, coronado de espinas mientras Pilatos recita su “¿quid est veritas?” y en la corte de Herodes todos se parten de risa.
Pero la gran novedad de la posmodernidad es que, por primera vez en la Historia, parecía que la mortal seriedad que siempre acompañaba a las revoluciones iba a ser definitivamente desactivada, para ser sustituida por el distanciamiento irónico y por la deconstrucción cool como herramientas principales de transformación social. Una promesa, como veremos en las líneas que siguen, que se vería completamente frustrada.
Para comprender todo ello es preciso echar un vistazo al significado de la posmodernidad y a sus relaciones con la contracultura, a cómo la contracultura enlazó –por tortuosos caminos– con la corrección política, y a como todo ello desembocó en la ideología oficial de la globalización: los derechos humanos. Nuestra tesis es que la Alt-Right americana, desde sus orígenes posmodernos, discurre justamente en sentido contrario: de la idea de contracultura pasa al ataque contra la corrección política, de ahí a posiciones antiglobalistas, y de ahí –a través de una furibunda guerrilla cultural– a preparar el terreno para la victoria de Donald Trump.
Es preciso relativizar el impacto de Trump en términos políticos reales. Frente a la ingenuidad de muchos (que esperaban grandes cambios en la política exterior americana), es muy difícil que un outsider –por muy incómodo que resulte para el sistema– pueda cambiar la naturaleza del sistema americano, férreamente controlado por una oligarquía cerrada. Pero su elección sí tiene un valor de síntoma: hay un malestar creciente contra la globalización, y la historia puede tomar derroteros insospechados. Cuando los ciberutopistas liberales hablaban del advenimiento de una ciudadanía global, no era precisamente a Trump y a la Alt-Right lo que tenían en mente. En realidad nadie había podido prever esto (y por ahí asoma la risa del Joker).
El fiasco de la posmodernidad
Es bien sabido que, desde un punto de vista filosófico, la posmodernidad irrumpió como la muerte de los llamados “grandes relatos”: las construcciones ideológicas que suministraban explicaciones omnicomprensivas de la realidad: las religiones, el patriotismo, el marxismo, el progresismo, etc. Todas estas construcciones ideológicas eran, huelga decirlo, mortalmente serias. A partir de los años 70 del pasado siglo la posmodernidad introdujo un elemento de juego, de aleatoriedad y de cinismo en un mundo en el que la Verdad había implotado, y en el que los metarrelatos daban paso a una miríada de microrrelatos, todos ellos tan válidos como irrelevantes. Conviene tener presente que la posmodernidad filosófica se define, ante todo y por encima de todo, por los juegos de lenguaje. Desde sus presupuestos casi todo se reconduce a una cuestión de semiótica, al libre juego entre el significante y el significado, a la desacralización del lenguaje, que se ve expuesto como envoltura retórica con infinitos niveles de lectura. Nada hay, por tanto, que pueda salvarse de la quema: todo es susceptible de ser deconstruído en inacabables juegos lingüísticos con un horizonte de autonomía absoluta, desde el momento en que ninguno de ellos remite a una realidad trascendente.
Toda esta cocción deconstruccionista –cuyas cabezas pensantes serían conocidas en América como la “french theory”– pasaría a proporcionar, en los años 70, cierta credencial teórica al vendaval de gamberradas y de provocaciones que pasó a alojarse bajo el nombre de contracultura. Tomando el relevo de los situacionistas de los años 50 y 60 (que estaban todavía lastrados de utopismo marxista), los “jóvenes airados” de la posmodernidad se alzaban sobre la quiebra del sistema valorativo burgués, al tiempo que cabalgaban las angustias e incertidumbres de la nueva sociedad posindustrial. En cierto modo estos jóvenes representaban la inversión nihilista y sarcástica del activismo progresista de 1968. Con la llegada de la posmodernidad, los dogmatismos ideológicos cedían el paso a una época en la que los punk se adornaban con esvásticas (corte de mangas al establishment de la Segunda Guerra Mundial), en la que las bandas de rock tenían nombres fascistas o anarquistas –Joy Division, New Order, Durruti Column–, en la que Sid Vicious disparaba sobre el público en un concierto y en la que Alice Cooper anunciaba que iba a colgar a un enano en el escenario. Provocaciones que hoy serían imposibles, pero que entonces a nadie se le ocurría tomar demasiado en serio. Al fin y al cabo, todo era una gigantesca broma –los punk eran compulsivos bromistas (pranksters)–, una distorsión irónica entre significantes y significados. Siguiendo la semiótica posmoderna todo parecía indicar que, al negarse la univocidad y la objetividad del lenguaje, al reivindicarse su inagotable polisemia, se llegaría a un estadio de libertad absoluta en que sería posible decirlo todo, cualquier cosa, anything goes. Y sin embargo…
Sin embargo, sucedió justamente lo contrario. Al cabo de dos décadas un nuevo puritanismo –la Corrección Política– desencadenó una purga inquisitorial sobre el vocabulario; listas enteras de palabras quedaron proscritas, malditas, para ser sustituidas por una “neolengua” destinada a blindar los dogmas del sistema. La risa pasó a contemplarse con desconfianza, en cuanto casi siempre es irrespetuosa, suele ser cruel y es además susceptible de ofender a alguna minoría. Las sofisticaciones posmodernas cedieron el paso a un furor moralista y justiciero que todo lo invadía y que no toleraba ambigüedades. La empresa positiva de unificación benéfica de la humanidad no tolera bromas: autocensura y vigilancia, todos somos pecadores.
¿Eso era, a fin de cuentas, la posmodernidad? Si en sus inicios ésta se presentaba como un horizonte de posibilidades infinitas, desde el punto de vista de las libertades concretas –libertad de pensar, libertad de disentir, libertad de crear, libertad de provocar– el experimento desembocó en todo lo contrario: en el Imperio del Bien (Philippe Muray) con sus devotos, sus capillas y sus “ligas de la Virtud”. Un monumental fiasco. Cabe por tanto preguntarse si la posmodernidad –que al fin y al cabo anunciaba el fin de los “grandes relatos”– no fue adulterada o traicionada, hasta ser reconducida hacia un nuevo/viejo “gran relato” progresista, bienpensante y mundialista, nada cínico y mortalmente serio.
¿Cómo pudo ser posible?
El fiasco de la Contracultura
Para comprender la razón de este giro posmoderno –la transición desde una cultura de la provocación al puritanismo correctista– debemos situarnos en un contexto más amplio: en el del despliegue del capitalismo consumista y sus condiciones culturales de reproducción. En realidad, la razón de fondo de esta evolución es bastante simple, y fue formulada hace años con claridad por los profesores canadienses Joseph Heath y Andrew Potter: “nunca hubo un enfrentamiento entre la contracultura de la década de los 60 y la ideología del sistema capitalista. Aunque no hay duda de que en los Estados Unidos se produjo un conflicto cultural entre los miembros de la contracultura y los partidarios de la tradición protestante, nunca se produjo una colisión entre los valores de la contracultura y los requisitos funcionales del sistema económico capitalista”.[1] Toda la deriva políticamente correcta de la contracultura posmoderna se fraguó en el laboratorio económico-ideológico norteamericano, en proa hacia un modelo neoliberal a escala global.
Por mucho que los fieros adalides de la contracultura se reclamen “de izquierdas” e invariablemente “progresistas”, sus patrones de conducta se insertan en una dinámica capitalista. Conviene tener presente un dato: las estéticas contraculturales y anticonformistas de la izquierda occidental fueron promovidas, durante la guerra fría, por el gobierno de Washington como parte de su “guerra cultural” contra la Unión Soviética.[2] “No es casualidad –continúan Heath y Potter– que Estados Unidos haya sido, durante el siglo XX, el centro del pensamiento contracultural. Mientras los intelectuales europeos intentaban encajar la teoría contracultural con la tradición filosófica anterior –sobre todo con el marxismo–, los estadounidenses trataban el concepto contracultural como un programa político independiente. Esto se debe en parte al hecho de que la contracultura hippie compartía muchas de las ideas individualistas y libertarias con la filosofía neoliberal y de libre mercado de la derecha estadounidense”.[3] En esa tesitura, los juegos de lenguaje, la ironía y la deconstrucción posmodernas se emplearon a mansalva, pero sólo en un sentido unidireccional: en el ataque a todas aquellas fuerzas del “viejo mundo” –creencias religiosas, valores familiares “tradicionales”, identidades arraigadas– que pudieran entorpecer el despliegue ilimitado de la mentalidad consumista. Como señala el filósofo francés Charles Robin, “la destitución de las figuras de la autoridad, de lo simbólico –en una palabra, de la ‘verticalidad’– constituye una consecuencia lógica del despliegue de la lógica liberal, cuyo principal beneficiario es el sistema capitalista mercantil. Desde el instante en que el individuo está desligado de todo vínculo trascendente, desde el momento en que se encuentra aislado de sus semejantes, se encuentra objetivamente en las condiciones morales y psicológicas de permeabilidad a todos los estímulos mercantiles”.[4]
No es extraño que, una vez caída la Unión Soviética y entronizado el “libre mercado” como dogma mesiánico, el potencial contracultural de la posmodernidad fuese puesto al servicio del blindaje ideológico del orden neoliberal. Y ello a través de un nuevo “Gran Relato” moral: la religión de los derechos humanos, el instrumento legitimador del intervencionismo neocon por todo el mundo.
Pero en la deriva que conduce la contracultura hacia los “derechos humanos” el eslabón central es, indudablemente, la corrección política.
Políticas de identidad
La posmodernidad se consagra en los Estados Unidos con la recepción de la llamada “french theory” en las universidades, a partir de los años 80. El viejo sueño contracultural encontraba sus condiciones de realización perfecta en el modelo neoliberal y consumista estadounidense. ¿Dónde mejor podían saciarse todas aquellas “multitudes” impulsadas por flujos irresistibles de deseo, teorizadas por Deleuze, Guattari y por el último Foucault? “Gozar sin barreras: la economía libidinal como estadio supremo del capitalismo. Y para ello ningún contexto cultural más abonado que el americano, con sus pasarelas subterráneas entre puritanismo e hipocresía, entre mojigatería y exhibicionismo, entre represión moralista y transgresión patológica”.[5] Pero el ensamblaje definitivo de la posmodernidad con la corrección política –y de ahí a los “derechos humanos”– se daría a través de la teoría deconstruccionista y su aplicación a la ingeniería social: las políticas de identidad.
Quede claro que, desde una perspectiva posmoderna, la preocupación identitaria incide no tanto sobre las identidades colectivas (históricas, nacionales o culturales) como sobre las identidades individuales (género) o grupales (étnicas, religiosas), siempre que el grupo en cuestión constituya una “minoría” o “subcultura”. Con la french theory una furia “deconstructora” se apoderó del establishment académico americano, con el fin de demostrar que las viejas identidades no remitían a realidades objetivas sino a juegos de lenguaje y “constructos sociales”. El buque insignia de toda esta empresa fue –como es bien sabido – la “ideología de género”, hoy convertida en poco menos que reserva espiritual de Occidente.
La ideología de género reposa, como es sabido, sobre la disociación entre sexo y género. Según esta idea las identidades masculina o femenina se explican no como el resultado de una realidad biológica, sino como el producto de constructos o relaciones sociales. El “género” masculino o femenino es por lo tanto susceptible de libre elección o de una reorientación personal. La teoría de género marca una inflexión en el feminismo, desde el momento en que éste ya no consiste tanto en liberarse del “patriarcado” (aunque eso también) como en cuestionar el hecho biológico de la alteridad sexual. Un nuevo puritanismo se impone sobre el cuerpo social, pero esta vez no para ocultar el sexo, sino para deconstruirlo. Porque de lo que se trata es de negar esa incómoda realidad biológica y llegar a un estadio de fluidez absoluta en materia de “géneros”.
Con el paso del tiempo los resultados hablan por sí solos. Llevando al extremo las teorías de Judith Butler (la “papisa” de los “estudios de género”), el número de colectivos agrupados en el LGTB –ya de por sí en expansión– se ve superado en Estados Unidos por un listado de géneros que se acerca a la oferta de un supermercado. La plataforma bloguera “Tumblr” –foro predilecto de la izquierda radical norteamericana– cuenta en el momento de escribir estas líneas con una lista centenaria de géneros disponibles para el consumidor.[6] No hay plasmación más evidente de que vivimos en “tiempos líquidos” (Zygmunt Baumann) que esta fluidez en materia de género. Algo que la cultura hegemónica no cesa de celebrar como “diversidad”, un trampantojo lingüístico típicamente liberal que en realidad encubre todo lo contrario: la erosión de las identidades históricamente vertebrantes, para sumirlas en el seno de un individualismo de masas, en la mezcolanza indistinta y en la ideología del mestizaje.
La revolución de las víctimas
El constructivismo identitario de la posmodernidad no se limita, ni mucho menos, a las cuestiones de “género”. La corrección política propulsó una floración de minorías que salieron a la luz para denunciar sus marginalizaciones y opresiones, para exhibir sus agravios históricos contra la “identidad hegemónica” – blanca, occidental y heteropatriarcal– y para imponer códigos de conducta al resto de la sociedad. Es la “revolución de las víctimas”, impulsada por una multiplicación de disciplinas que en los campus norteamericanos se identifican con el apelativo de “cultural studies”: women’s studies, queer studies, disability studies, post-colonial studies, black studies, chicano studies, fat studies, etc., etc. En el contexto de la agenda mundialista, la vocación de los “studies” es suministrar empaque académico a la deconstrucción de la cultura de raíz europea – por homófoba, machista, racista– y enterrar su canon literario y artístico (los odiados “dead white men”) bajo una capa de oprobio. En el ambiente de los campus, toda esta ebullición identitaria pasó a desarrollar sus correspondientes subculturas y a dotarse de “espacios seguros” (safe spaces) para explorar –libres de “microagresiones”– toda una gama de singularidades en torno a cuestiones tales como la mala salud mental, las incapacidades físicas, las identidades culturales y raciales o la llamada “interseccionalidad”: el término bendecido por la Academia para reconocer la multiplicidad de marginalizaciones y de opresiones que pueden entrecruzarse en un mismo sujeto.
En cuanto a los individuos no comprendidos en ninguno de estos grupos -los varones blancos, heterosexuales y sanos–, éstos fueron conminados a reconocer su estatus de inmerecido privilegio (“check your privilege”, decía Hillary Clinton) y a pasar el resto de su vida haciendo penitencia. Los mecanismos de intimidación se perfeccionaron con la técnica del “crybullying” (algo así como el “matonismo llorón”), una patente de corso de las “víctimas” para practicar el acoso y derribo sobre las vidas y haciendas de quien incurriese en sus iras. De igual manera, el hecho de destacarse como un virtuoso delator de opresiones e injusticias (virtue signalling) se afianzó como un método eficaz para cimentar carreras personales (un tema sobre el que algunas ONGs podrían escribir enciclopedias). Los autos de fe y la represión de las opiniones discrepantes pasaron a manifestarse en un síndrome maníaco-legislativo que Philippe Muray denominó en su día “erótica de lo penal”, y cuya quintaesencia práctica es el “delito de odio”. La acusación de “discurso de odio” (hate speech) es hoy el estigma adecuado para suprimir de raiz cualquier crítica no amaestrada.
Toda esta cultura del agravio y la reparación entra de lleno en lo que el sociólogo Michel Maffesoli denomina “la dictadura de los Buenos Sentimientos”: un conformismo moral de simplicidad bíblica que se baña en un derecho-humanismo pretencioso, arrogante y pagado de su Virtud. Sólo en ese contexto se explica el frenesí victimista, el exhibicionismo lacrimógeno, el desenfreno dolorista que se manifiesta en las redes sociales, en la retórica oficial o en la cobertura mediática sobre cualquier asunto o polémica. Paradójicamente, todo ese desbordamiento de buenos sentimientos contrasta con la violencia y el ensañamiento que los policías de la Virtud emplean con todo aquel que se les cruza en el camino, en una rutina del odio que se practica con la buena conciencia de las víctimas profesionales y de los luchadores por la Justicia universal. La politóloga belga Chantal Mouffe lo describe así: “enarbolar el discurso del Bien, simpatizar con las víctimas, mostrarse consternado por la maldad de los otros. En el contexto utilitarista y racionalista que es hoy el nuestro, esta autoidealización es, a ojos de muchos, el único medio de escapar a su propia mediocridad, de rechazar el mal que les rodea y de redescubrir cierta forma de heroísmo”.[7]
Mediocridad, esa es la palabra clave. La corrección política se beneficia de la expansión de aquello que Tocqueville denominaba las “pasiones debilitantes” de la burguesía: el cálculo egoísta, el deseo de bienestar y el deseo de seguridad. El conformismo y el gregarismo, en suma. Para el crítico marxista Mark Fisher, toda esta histeria moralista se asemeja a “las ansias de un cura por excomulgar y condenar, al deseo de un académico pedante por ser el primero en señalar errores ajenos, al deseo de un hípster por ser reconocido como parte del grupo”.[8] El narcisismo moral es el ansia de reconocimiento de los mediocres.
Sinfronterismo redentor
Entre los publicistas conservadores suele darse una confusión frecuente: la de identificar la corrección política, el feminismo y el multiculturalismo con el llamado “marxismo cultural”. Este es un equívoco que tiene poco fundamento. En realidad, todas estas corrientes tienen bastante poco de marxismo –al menos en el sentido estricto y riguroso del término– y de lo que sí rebosan es de progresismo transnacional al servicio de una agenda liberal y mundialista; todo ello aderezado, ocasionalmente, con retórica posmarxista.
No faltan izquierdistas lúcidos que denuncian este secuestro de su agenda económica y social por la corrección política americana. Es el caso del del profesor americano Walter Benn Michaels, con su denuncia del fetiche de la “diversidad” como forma de darle colorido a un sistema de dominación que se mantiene inalterado;[9] o como el profesor Adolph Reed Jr., cuando denuncia que los izquierdistas ya no creen en la política real y su objetivo se limita a ser “testigos del sufrimiento”. El culto al sufrimiento, a la debilidad y a la vulnerabilidad es hoy el núcleo de las “políticas de identidad” izquierdistas. Una tendencia que la gran mayoría de la izquierda y extrema izquierda americana y europea –como los “altermundialistas” estilo Toni Negri o muchos populistas inspirados por Ernesto Laclau – sigue con bovina complacencia. No hay que olvidar que al fin y al cabo se trata de creyentes, y que su idealismo izquierdista responde a las pautas de un cristianismo secularizado. No es extraño que el papa Francisco y sus banalidades santurronas gocen de predicamento entre ellos. Es “la Iglesia secularizada de los buenos sentimientos, la flor estéril del diálogo interreligioso, la vulgata nacida de una concepción edulcorada de los derechos humanos y de un antirracismo mundializado y bienpensante. Lo religioso diluido en la moral, la moral diluida en el moralismo. Y como corolario, una política ‘impolítica’ hecha a base de sentimentalismo hipermoral” (Pierre-André Taguieff).[10]
Nos encontramos bien lejos ciertamente del distanciamiento irónico y del cinismo coolque auguraba la posmodernidad.
Obviamente, los gestores de la globalización neoliberal se encuentran muy cómodos con todo esto. “El sinfronterismo de izquierdas y el librecambismo de derechas –escribe Alain de Benoist– confluyen para interpretar la globalización como una hibridación generalizada”.[11] No es nada casual que la corrección política se vea impulsada por una “sociedad civil” patrocinada por especuladores internacionales. Porque al final del camino, toda esta agenda de ingeniería social se reconduce al mito de la globalización redentora; al sinfronterismo “bien gestionado” por las elites transnacionales; a la gobernanza mundial conjugada en la retórica fofa de los “valores” –que nunca son precisados y siempre son referidos a conceptos algodonosos: el “diálogo”, el “humanismo”, la “tolerancia” (¿la tolerancia de qué?).
Y éste es el escenario en el que irrumpe el Joker.
(Continuará.)
[1] Joseph Heath / Andrew Potter, Rebelarse vende. El negocio de la contracultura. Taurus, 2005, p. 13.
[2] A través del “Congreso para la Libertad Cultural” –una iniciativa encubierta de soft power de la CIA– “fueron los liberales anticomunistas quienes usaron el anticonformismo, la libertad de expresión y el individualismo para contrarrestar el colectivismo, conformismo, productivismo y las restricciones de la Unión Soviética, que todavía reverenciaba las formas uniformadas y colectivistas de cultura de antes de los 60, como los coros militares, los desfiles, las orquestas y el ballet”. Angela Nagle, Kill all normies. Online culture wars from 4Chan and Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero Books, 2017, Kindle Edition.
[3] Joseph Heath / Andrew Potter, op. cit., p. 85. En este contexto, quien dice hippiedice punk, desde el momento en que los segundos no serían más que una reactualización –por otras vías estéticas e ideológicas– de la rebeldía contracultural de los primeros.
[4] Charles Robin, La gauche du capital. Liberalisme culturel et idéologie du marché. Editions Krisis, 2014, pp. 120-121. No se entenderá nada del liberalismo si no se admite que éste “constituye ante todo una carcasa filosófica en la cual se pueden insertar una multiplicidad de contenidos particulares que afectan potencialmente a la integralidad de dimensiones de la existencia humana” (p.111).
[5] Adriano Erriguel: ¿Rusia o América? Metapolítica de dos mundos aparte. Ediciones Insólitas, 2017, p. 269.
[6] Entre otros, por orden alfabético: Alexigender, Ambigender, Anxiegender, Cadensgender, Cassflux, Daimogender, Expecgender, Faegender, Fissgender, Genderale, Kingender, Levigender, Necrogender, Omnigay, Perigender, Polydenderflux, Technogender, Xoy, Xirl. Fuente: Angela Nagle: Kill all normies. Online culture wars from 4Chan and Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero Books, 2017, Kindle Edition.
[7] Chantal Mouffe, L’Illusion du consensus. Albin Michel, 2016, p. 112.
[8] Angela Nagle, Kill all normies. Online culture wars from 4Chan and Tumblr to Trump and the Alt Right. Zero Books, 2017, Kindle Edition.
[9] Walter Benn Michaels: La diversité contre l'égalité. Raisons d'agir Éditions, 2009.
[10] Pierre-André Taguieff: “Pourquoi Muray nous manque. La tyrannie du mediocre et la mise au pas médiatique de l'exception”. En el volumen colectivo Phillipe Murayeditado por Les cahiers d’histoire de la philosophie. Cerf, 2011, p. 458.
[11] Alain de Benoist, Les démons du bien. Pierre Guillaume de Roux, 2013, p. 69.