Un fantasma recorre España, el artículo 155 de la prostituida, desvirtuada y caduca Constitución del 78. Por las prevenciones que contra él tienen nuestros dirigentes, parece que se trata de una medida durísima, que implica poco menos que un apocalipsis administrativo de incalculables consecuencias. Posando como prudentes estadistas, desde la izquierda moderada del PP [no, el calificativo no es ningún gazapo del autor. N. d. R.] hasta la izquierda radical de Podemos, todos desaconsejan su aplicación: mencheviques y bolcheviques, estalinistas y trotskistas, prochinos y prosoviéticos, todas las familias del Régimen están de acuerdo en evitar semejante paso.
Uno, que de leyes sabe menos de lo justo, se ha puesto a leer el 155, de cuyo farragoso contenido haré gracia al lector, y lo que más me sorprende de su texto es que, para que sea aprobada la intervención administrativa del Estado, tienen que cumplirse toda una serie de trámites que, me temo, llevarían semanas. Entre otras lindezas, hay que disponer de mayoría absoluta en el Senado y enviar un requerimiento al jefe de la autonomía exigiéndole que se deje de tonterías y que sea un buen chico. Sólo el debate en la Cámara Alta puede paralizar la intervención días, cuando se trata de una situación urgente en la que cada hora contará lo suyo desde el primero de octubre. Imaginémonos, luego, el requerimiento: esto es como lo de los okupas, el dueño de la casa se puede pasar años mandando órdenes judiciales a los squatters (como se decía en mi época) para que éstos se rían de él y de la ley en sus narices. Incluso, podría darse el caso de que la administración que se pretende intervenir presente un recurso al Tribunal Constitucional.
Pero supongamos que, por un milagro, la casta se pone de acuerdo y decide intervenir. Hay que enviar funcionarios a los organismos de la administración catalana a hacerse cargo de su gestión. ¿Qué sucedería si se encontrasen con silicona en las cerraduras o con hordas violentas de perroflautas de la ANC en la entrada del edificio? ¿Se dejará linchar el técnico de la administración del Estado? Nos tememos que no. Estos chicos del PP, que son tan listos y han aprobado tantas oposiciones, desconocen que aparte de su mundo de abstracciones jurídicas existe la calle. Y, en Barcelona, la calle es de la CUP. Si la extrema izquierda quiere, y parece que ese es su propósito, cualquier intervención administrativa del Estado, por más leve que sea, hará arder la Ciudad Condal. Además, por lo visto en los últimos días, los mozos de escuadra no tienen la menor intención de intervenir en defensa de esa Constitución que allí nadie respeta.
No se trata sólo de un problema de competencias administrativas. Se trata de una situación revolucionaria, de una destrucción del orden legal por un contrapoder institucional y callejero al que no van a poder parar, en principio, ni jueces ni funcionarios. Es decir, nuestro ordenamiento jurídico está siendo destruido en Cataluña en sus mismas bases ontológicas y lo que surge es un nuevo orden, el de la República Democrática Catalana. ¿Y por qué sucede esto? Porque, como pasa en toda revolución, se ha producido un vacío de poder, el Estado ha renunciado a sus funciones y a hacer aplicar la ley en un territorio que se halla bajo su soberanía. El Gobierno se limita a recurrir la normativa catalana ante la judicatura que, por su propia naturaleza, es políticamente inhábil para frenar la marcha hacia la independencia. Ningún proceso de este tipo ha sido anulado jamás por un juez, porque se trata de una realidad política y sentimental, contra la que nada pueden los galimatías y embrollos de los picapleitos. Las banderas pueden más que las togas.
Que la situación catalana es revolucionaria nos lo muestra una simple mirada hacia el pasado más reciente: ¿se podía imaginar alguien hace cuatro años lo que está pasando ahora? ¿Qué fue de Convergencia? ¿Qué de Unió? ¿Qué del PSC? La oligarquía que gobernó Cataluña durante cuarenta años ha sido borrada del mapa. ¿Qué era la CUP hace cuatro años? Nada. Hoy es la dueña de las calles catalanas y el factor indispensable para llevar a buen término la independencia. Es el soviet, pero sin soldados, ni obreros, ni campesinos. Una chusma urbana de sans culottes que ha nacido al calor del adoctrinamiento en los valores de la extrema izquierda del sistema educativo español, entregado desde 1977 a nacionalistas y comunistas, que no han dejado de inocular su sectarismo político en escuelas, institutos y universidades. Siguiendo a Schmitt, los separatistas y sus cómplices de la izquierda radical han designado un enemigo: España, y obran en consecuencia. Gracias al odio y el resentimiento sembrado en estas cuatro décadas, con la complicidad de los gobiernos de Madrid, hemos llegado a este callejón sin salida: la revolución nini, de la que son beneficiarios Esquerra, Podemos y la CUP.
Si esto sigue así, va a haber referéndum y va a haber independencia. Pero si, por torpeza ajena más que por habilidad de la casta, no se dieran ni una cosa ni la otra, la ruptura de la unidad emocional de España es evidente. Hay regiones en las que se ha consolidado un odio hacia nuestro (y suyo también) país que si no da frutos hoy los dará mañana o pasado mañana. Y la patria es un sentimiento, un arraigo, un hecho de la sangre y de la tierra, una herencia y un destino: una Tradición. La patria no está en las leyes, ninguna Constitución nos hará morir por ella. Pero algo tan simple como un insulto a la bandera o una pitada al himno nos puede mover a acciones que jamás realizaríamos por un trozo de papel emborronado por un par de rábulas. Eso del patriotismo constitucional, que se inventó Habermas para desvirtuar el verdadero patriotismo alemán, es una solemne chorrada: la patria es como la madre, y uno no la piensa, la siente. Bueno, pues este sentimiento filial ha sido destruido en cuarenta años de vergonzosa entrega de lo más sagrado que tiene una nación: su sentimiento de pertenencia, de clan, de legado. Pero eso no es algo nuevo, se origina con la estúpida e impopular Constitución de Cádiz y el infame liberalismo decimonónico, que acabaron con los pilares que habían cimentado la unidad de las Españas durante cuatrocientos años: el Trono y el Altar. De la imbécil destrucción de los viejos y sabios fueros vienen las criminales intentonas de hoy.
En fin, que el articulito de marras no sirve para nada. Como ninguna medida negociadora, porque ya es demasiado tarde para ello. Es hora de que el Estado, si es Estado, haga exhibición de la causa primera de su existencia: la fuerza. Sólo así se reconducirá el problema. El separatismo catalán no exige una simple e imposible intervención administrativa, que sólo aplazará el problema por unos años, sino una purga radical acompañada del correspondiente castigo. Sólo con requerimientos no se domará a la ANC ni a la chusma que ahora manda en las calles e infecta el Parlamento. Si Cataluña se va, estaríamos a las puertas del finis Hispaniæ: vascos, navarros, gallegos, baleares, valencianos podrían sumarse a la debacle... Permitir la independencia catalana sería abrir paso a los viejos demonios del cantonalismo tribal, de las taifas. Hoy esto nos parece absurdo. También resultaba increíble en 1978 pensar que llegaríamos adonde hemos llegado. Nuestra generación vio Estados como la todopoderosa URSS disolverse en unos meses: ¿hay quién apueste algo por la enclenque y degradada España de las autonomías? Atribuyen a Bismarck el dicho de que España es la nación más fuerte de Europa, porque aún sigue existiendo pese a todos los intentos de sus naturales por destruirla. Esperemos que el Canciller de Hierro continúe teniendo razón.
Los cañones del ejército francés del Antiguo Régimen adornaban sus tubos de bronce con un lema que resume todos los volúmenes de teoría política que garabatean nuestros doctores y licenciados Vidriera: Ultima ratio regum. Algo parecido se lee en el muy olvidado artículo 8 de nuestra raquítica Constitución.
Cuando ya no valen necias leyes, es hora de que truene la sabiduría de los cañones.