Los sucesos de Charlottesville muestran hasta qué punto la corrección política es una dictadura totalitaria y, sobre todo, hipócrita. La violencia supuestamente provocada por los supremacistas blancos jamás se hubiera desencadenado de no mediar una cascada de provocaciones previas que lleva envenenando la vida de los Estados Unidos desde que esa nulidad llamada Barack Obama infectó, con su peculiar memoria histórica, la convivencia o, al menos, la coexistencia entre blancos y negros en ese fracasadísimo melting pot que pretenden ser los EE. UU.
La izquierda norteamericana es, como la europea, racista, genocida y discriminadora… del hombre blanco. Todo lo que tenga un tinte “caucásico” (¿armenio?, ¿georgiano?, ¿azerí?, ¿osetio?) es, por esencia, malo y debe ser destruido. No otro es el razonamiento de estos nuevos bárbaros que llevan más de cincuenta años creando un complejo de culpa en la población europea —sobre todo en la supuesta élite universitaria— y, a la vez, favoreciendo el odio de las oprimidísimas minorías contra los caucásicos, razón de todas las desgracias que les afligen (aunque sea el dinero de los malvados wasps, como señala el gran Tom Wolfe, el que paga las innumerables mamandurrias y subvenciones de los oprimidos). Para los políticos y los intelectuales, las minorías de color o de sexo son negocio, pero los blancos no. Alguien que pertenezca a una minoría sabe que va a tener muchas más facilidades para ingresar en la universidad, ser elegido cargo público, recibir atención médica y poder denunciar por racismo a cualquier persona de piel clara con la que se enfade. Y todo ello pagado con los impuestos de una clase media blanca, a la que se está arruinando con la tributación creciente y la deslocalización industrial.
Tras cincuenta años de demagogia, todavía los apesebrados del antirracismo hablan de la violencia policial contra los negros (no la hay contra los asiáticos, ¿por qué será?, ¿quizá porque no se quejan, trabajan y estudian de verdad, sin cuotas? De hecho, en los motines raciales de los negros, los coreanos y nisei[1] lo pasan peor que los blancos). Las vidas negras importan; desde luego, parece que más que las de decenas de ciudadanos y policías blancos y negros asesinados por delincuentes afroamericanos. En 2016, la periodista y socióloga Heather Mac Donald publicó su estudio The War on Cops, con estadísticas tomadas de la administración americana y, en especial, del FBI. La investigadora quería saber hasta qué punto los datos que maneja la organización racista de extrema izquierda Black Lives Matter obedecen a una visión ajustada de los hechos. El lector juzgará: el 40% de los asesinos de policías son negros y un policía tiene 18,5 más probabilidades de ser asesinado por un negro que el afroamericano de serlo por un agente del orden. De la presunta violencia policial, el 50% de las víctimas son blancas, mientras que el 26 % son negras (que son el 13% de la población). Eso sí, los negros suman el 62% de los robos y el 57% de los asesinatos de los EE. UU. Dato aún más curioso: los policías negros e hispanos tienen el gatillo mucho más fácil que los blancos, que sufren de un pánico cerval a la hora disparar contra los negros por las consecuencias jurídicas que les puede suponer. La violencia policial contra los blancos está mucho más extendida que contra los negros, pero eso —aunque les ha costado la vida a mujeres y niños— a nadie le importa: White Lives... Matter?
Continuamente se nos atiborra la pantalla de crímenes racistas cometidos por blancos. Los telediarios hablan y no paran durante semanas de algún malvado criminal caucasoide. ¿Se acuerda alguien, sin embargo, del Horror de Knoxville (2007) o de la Masacre de Wichita (2000)? Fueron crímenes de odio racial (es decir: racistas) cometidos por negros contra indefensos hombres y mujeres blancos. Violaciones, torturas de todo tipo y ejecuciones en grupo de las que la opinión pública no sabe nada. Esas noticias nunca se publican, no vayan a crear racismo.
El caso de Charlottesville abunda aún más en esa venenosa manipulación que los seguidores de Obama —más los políticos oportunistas (republicanos y demócratas) que buscan el voto negro— llevan realizando en los últimos decenios. El origen de la protesta en Charlottesville fue el derribo de una estatua del general Robert E. Lee en una plaza antaño dedicada en su honor. El general Lee, según los talibanes de la corrección política, representa un período oscuro de la historia de los EE. UU. en el que había esclavitud y discriminación racial. Si aplicamos consecuentemente ese criterio, habría que destruir todas las estatuas dedicadas a Washington y Jefferson, plantadores y esclavistas virginianos que no hicieron nada por acabar con la esclavitud ni con la discriminación. Peor: el pervertido heterosexual Jefferson tuvo la ocurrencia de acostarse con sus esclavas. Tendrían también que cambiar el nombre de la capital federal y hasta el del distrito de Columbia (Colón era un esclavista de los duros) y el de uno de los estados de la costa oeste. Más aún, presidentes como Polk o Van Buren o Pierce o cualquiera anterior a Lincoln (no digamos ya los copperhead)[2] deberían ser proscritos de la memoria porque durante sus administraciones la esclavitud siguió como si tal cosa. Los posteriores a Lincoln tampoco se libran: hasta Lyndon Johnson hubo discriminación racial; Grant, Teddy Roosevelt, Wilson o el mismísimo Franklin D. Roosevelt deberían ser excluidos de todo tipo de homenaje.
Lo más divertido del caso de Charlottesville es que el general Lee no era esclavista, pues pensaba que ese régimen de producción debería ser abolido después de la guerra. Los soldados del Sur no lucharon por mantener la esclavitud, sino por librar a sus estados del dominio de la administración federal y por conservar su capacidad soberana. La cabaña del Tío Tom fue una maniobra muy astuta de la propaganda yanqui que aún hoy da dividendos: para impedir una ayuda decisiva de Gran Bretaña a los confederados (su principal fuente de algodón), la imagen de los sureños como unos brutales amos de esclavos hizo mella en la opinión pública británica y forzó al Gobierno de Su Majestad a mantenerse neutral. A Lincoln no le importaban los negros más que a Jefferson Davies; lo que él quería era llevar a cabo el gran designio de Hamilton: hacer de los Estados Unidos una gran potencia industrial que abarcara todo un continente. La Confederación fue otra víctima del expansionismo yanqui. La derrota supuso la sumisión colonial de los estados sureños a la economía del norte.
Para los blancos del Sur, Lee, Stonewall Jackson o J.E.B. Stuart son héroes nacionales que defendieron sus libertades (fueros, diríamos en España) frente a un enemigo despiadado. Johnny Reb no era un plantador que vivía en las palaciegas haciendas georgianas de Lo que el viento se llevó, esa cursilada antihistórica. Los combatientes del Sur eran granjeros pobres de Kentucky, de Tennessee, de Alabama; ganaderos de Texas y de Arkansas; pequeños burgueses de Richmond o Charleston. Buena parte de ellos tenían origen escoto-irlandés (de ahí la riqueza de su folklore, cuna del country actual) y no les faltaban sus gotas de sangre india, en especial cherokee, a esos presuntos racistas. Otra nota para el lector: la mayor parte de las naciones indígenas se pusieron del lado de la Confederación, que era el más débil. Sin embargo, un sujeto como el nordista Sherman, el mayor vándalo del siglo XIX, es para los nativos de Dixie un criminal de guerra. Pero el paso de los años había cicatrizado las heridas. A mediados del siglo XX, Norte y Sur estaban más o menos reconciliados y los héroes de la Confederación se consideraban también héroes de la Unión. Desde los años veinte hasta los setenta, muchísimas plazas, cuarteles, bases, calles y hasta modelos de tanques llevaban los nombres de los grandes héroes confederados. Tuvo que venir el revisionismo de izquierdas a encender un fuego que llevaba apagado un siglo.
Desde que Obama asoló los Estados Unidos con su rencorosa, racista y vil memoria histórica, los símbolos sureños han sido víctimas de una permanente vandalización por parte de las autoridades del partido demócrata, que parecen empeñadas en borrar de la memoria de los americanos que su país fue construido, independizado y formado por hombres blancos, anglosajones, protestantes, puritanos y heterosexuales. Cierto es que también hubo holandeses, alemanes y suecos, pero me temo que eso no cambia mucho la perspectiva general. Las contribuciones de las minorías, salvo los indios, fueron minúsculas y los intentos por hacerlas valer las vuelven patéticas (eso sí, no se habla de los regimientos 9 y 10 de caballería compuestos por negros, los Buffalo Soldiers, que contribuyeron tanto como el Séptimo de Custer a exterminar a los indios).
Maldecir y despreciar al hombre blanco fue un deporte sin riesgo social hasta hace muy poco. Todavía hoy, uno puede reírse abiertamente en Princeton, Yale o Stanford de los rednecks, hillybillies y white trash, mientras que semejantes calificativos sobre minorías de color convertirían al que los pronunciase en un apestado en los selectos claustros de la Ivy League. Pero la guerra de las izquierdas mundiales contra la raza blanca (desde la ONU hasta Black Lives Matter, pasando por el Vaticano y la Comisión Europea) parece que por fin encuentra resistencias. Al ser tratados como indeseables en su propia tierra, los caucasians están empezando a actuar como otra minoría. Puede que hasta surja una conciencia nacional blanca fundamentada en el recuerdo de la Confederación. Y mucho ha tenido que ver esto con la imprevista victoria del decepcionante Trump.
La tensión de decenios entre la élite liberal y la gente blanca tenía que estallar, y lo ha hecho en Charlotte, donde las autoridades han añadido gasolina a las llamas al prohibir arbitrariamente lo que era una simple manifestación pacífica, mucho más civilizada que las de los Black Panthers o los Nation of Islam, supremacistas negros de izquierdas y musulmanes, beneméritos del Sistema; ellos sí que pueden desencadenar una comprensible violencia urbana: son víctimas del hombre blanco. En Charlottesville, los antifascistas, los perros de presa del Sistema, sus guerrilleros de Cristo Rey, han sido los que han provocado la violencia con sus contramanifestaciones y no han parado hasta conseguir su muerto. ¡Enhorabuena: ya lo tienen! América, gracias a los antirracistas, está abocada a una guerra de razas.
Trump, mientras tanto, sigue cerdeando. No le servirá de nada.
[1] Nisei: estadounidenses de origen japonés.
[2] Copperheads: políticos norteños que simpatizaban con el Sur. Varios presidentes lo fueron.