El hecho de haber sobrevivido a setenta y cinco años de bolchevismo es la mejor prueba de la fuerza de la nación rusa. Cien años después, los causahabientes ideológicos de aquella catástrofe celebran Octubre en lo que queda de Europa. Nada puede retratarlos mejor en lo político y en lo estético. Para ellos, Lenin es un mito, una especie de Prometeo calvo y pedante que derriba el orden antiguo e instaura una nueva sociedad por puro voluntarismo. Vladimir Ilich nunca se equivocaba y todas sus decisiones las iluminó el aura de un toque infalible. Así debe permanecer para la posteridad: un hombre de hierro que avanza con paso firme señalando al futuro.
LA MUERTE DE UN ESTADO
La realidad es muy diferente. Para empezar, los bolcheviques no derribaron a la antigua sociedad, sino que ésta se suicidó en 1914, con la fatal decisión del bobo coronado de Nicolás II de movilizar sus tropas contra Austria y desencadenar así la maquinaria infernal que activó el plan Schlieffen. A finales de 1914, el ejército ruso había perdido más de un millón de hombres y sus sistemas de armamento, intendencia y transportes colapsaron. De haber tenido dos dedos de frente, el zar habría firmado una paz separada con el káiser en 1916, cuando Rusia era un boxeador grogui cuya única utilidad consistía en distraer recursos alemanes del frente del Oeste. Por supuesto, los Aliados estaban dispuestos a seguir combatiendo hasta derramar la última gota de sangre... rusa.
Los años que median entre 1914 y 1917 produjeron el deterioro y la disgregación del elemento fundamental del zarismo: el ejército. Los regimientos de la Guardia y el cuerpo de oficiales fueron diezmados de tal manera que las unidades de élite más fieles a la monarquía se vieron invadidas por reclutas campesinos y oficiales de origen civil, quienes no albergaban la menor intención de dejarse matar. Desde 1915, la tarea de los inermes soldados rusos y de sus inexpertos mandos era servir de carne de cañón a la Entente. Resulta comprensible que no fueran unos entusiastas del régimen. Sólo los gendarmes y la policía secreta, la Ojrana, resultaban fiables.
La pareja imperial, por su parte, hacía todo lo posible para concitar el odio de la nación: Nicolás II, un perfecto incompetente, decidió asumir el mando supremo de las operaciones militares, lo que le supuso alejarse de la capital y dejarla bajo la regencia de una mujer histérica, beata y tonta: la emperatriz Alejandra. Desde entonces, los escándalos de Rasputín, la incompetencia de los ministros —nombrados a medias por la zarina y el curandero— y el deterioro de las condiciones de vida hicieron florecer la propaganda antimonárquica. En 1916, hasta los grandes duques pensaban en acabar con el zar mediante un golpe de palacio.
La Revolución de Febrero liquidó la corte de los milagros de Nicolás y Alejandra, pero también acabó de destruir al ejército por el loco empeño de proseguir una guerra más que perdida. No resultó nada difícil para las izquierdas revolucionarias socavar la moral de la tropa, ya muy tocada, y beneficiarse del descontento que los demócratas sembraban por no acabar con el ciclo de penurias y desgracias que trajo 1914. Hay algo peor que un déspota imbécil: un parlamento liberal y anglófilo. Ciegos a los padecimientos de su pueblo, los kadetes, mencheviques y conservadores perdieron en sólo ocho meses el dudoso apoyo de las masas. El intento de la burguesía de reconducir la revolución obrera acabó en un fiasco lamentable.
Lenin lo tenía muy fácil.
LOS APRENDICES DE BRUJO
Eisenstein y Pudovkin nos han marcado en el recuerdo la estampa de las masas bolcheviques asaltando el Palacio de Invierno. Lo que pasó fue muchísimo menos espectacular. El gobierno de Kerensky no presentó la menor resistencia porque nadie era tan idiota como para sacrificar su vida por semejante espantapájaros. Las únicas víctimas de la toma del palacio de Rastrelli fueron las incautas muchachas del batallón de mujeres, violadas por los bolcheviques en una de las mayores orgías alcohólicas que recuerda la memoria rusa, nada escasa en episodios de este tipo. Tras el gran descorche, en una resaca nivosa y dostoievskiana, los rojos se habían hecho con el poder en medio de la indiferencia embrutecida del pueblo de Petrogrado. Octubre tuvo más de película porno regada con el champán del zar que de épica en blanco y negro.
Durante los inicios de su gobierno, los bolcheviques suprimieron la Asamblea Constituyente, donde resultaron muy minoritarios tras las últimas elecciones libres que iba a conocer Rusia (175 diputados de 707). En los propios soviets, la mayoría pertenecía a los social-revolucionarios (eseritas), por lo que los sacrosantos consejos de obreros, soldados y campesinos fueron reconducidos manu militari por los acólitos de Lenin. Pronto quedó muy claro que la democracia obrera estaba muerta y que tampoco se podía hablar de dictadura del proletariado, sino de dictadura del partido, timoneado éste con mano de hierro por el camarada Lenin.
Las primeras medidas del Consejo de Comisarios del Pueblo tuvieron la rara virtud de poner en contra de los nuevos amos a la mayor parte de Rusia. Sólo la dura paz de Brest Litovsk (marzo, 1918) atrajo el asentimiento de una nación harta de dejarse matar. Durante los meses iniciales de la experiencia marxista-leninista, los bolcheviques gozaron de una cierta indulgencia y las primeras revueltas contra los nuevos déspotas fracasaron lamentablemente. Serían las disposiciones del comunismo de guerra, anteriores a la propia guerra civil, no lo olvidemos, las que provocaron numerosos levantamientos campesinos y hasta obreros. Colectivización de las tierras, expropiaciones forzosas de industrias y comercios, requisas de cosechas, intervención burocrática del comercio, liquidación de ingenieros, contables y demás cuadros burgueses en beneficio de un supuesto control obrero, medidas todas que acentuaron el caos de la economía rusa y exasperaron a una población que no estaba dispuesta a dejarse avasallar por la dictadura alimentaria de los bolcheviques.
En enero de 1918 el atamán Kalédin se suicida al no obtener el apoyo de los cosacos a su revuelta anticomunista. Todo parece perdido para los enemigos del bolchevismo. En la primavera de ese año, Rusia entera se ha sublevado contra los comisarios del pueblo. Los cosacos, que meses antes abandonaron a Kalédin y Kornilov, forman ahora la vanguardia de las tropas blancas. Tal fue el resultado de las “infalibles" medidas leninistas.
¿Quiénes eran estos individuos fanáticos, dictatoriales y sanguinarios a los que llamamos bolcheviques? Una herejía dentro del marxismo, rechazada de plano por los grandes pensadores socialdemócratas alemanes y austriacos, que eran la vanguardia del socialismo europeo en 1917. Plejánov, el padre del marxismo ortodoxo ruso, había roto con Lenin en 1903 y la mayor parte de la élite de la izquierda apoyaba soluciones republicanas y reformistas. Sólo la minoría dirigida por Lenin, que se atribuyó sin pestañear el nombre de bolchevique (“mayoritaria”) —siempre han estado muy atentos los déspotas rojos a la batalla del lenguaje—, optó por una revolución socialista radical y violenta, por destruir el régimen democrático-burgués y por establecer una dictadura del proletariado al margen de las condiciones objetivas de la realidad rusa. Lenin estaba mucho más cerca de Blanqui y de Bakunin que de Marx o Kautsky.
El partido bolchevique no era una organización socialista obrera de masas, sino un pequeño ejército de empollones dedicados en cuerpo y alma a la revolución (revolucionarios profesionales) y perpetuamente absorbidos en trifulcas internas, purgas, cismas y excomuniones que hoy nos resultan más propias de una Iglesia que de un partido político. En este ambiente cerrado, enrarecido, doctrinario e hiperintelectualista, se formó el clero rojo. Otra característica de los leninistas es que muy pocos de sus dirigentes eran rusos: judíos, letones, polacos, georgianos y hasta húngaros y alemanes dirigieron un partido bolchevique en el que los rusos constituyeron una minoría despreciada, sólo válida para combatir en el frente. No se puede entender la amplitud de la revuelta de los blancos contra la dominación roja si obviamos algo que era evidente para todos los que vivieron aquella época: el carácter extranjero de la dictadura bolchevique. Rusia sólo era un campo de pruebas de la revolución mundial. Para Lenin, el momento decisivo no era su triunfo en Petrogrado, sino la extensión del incendio a Alemania. De 1918 a 1923, las esperanzas del bolchevismo ruso se centraron en Berlín. Respecto a la revolución germana, los teóricos del socialismo científico resultaron tan ilusos como una quinceañera romántica.
LA FATALIDAD DE UN TRIUNFO
Cuando Bertrand Russell visitó la Rusia soviética, unió al desencanto por la construcción del socialismo una certera visión del nuevo sistema de dominio que padecía aquel imperio: los bolcheviques tenían las ideas claras y una entrega verdaderamente devota a su causa. El inconveniente era que tanto la idea como los métodos empleados para hacerla real violentaban la naturaleza de las cosas y la idiosincrasia del pueblo ruso, por no hablar de las naciones musulmanas de Asia Central, para las que el bolchevismo era una aberración atea y demoníaca (la resistencia de los basmachis de Asia Central durará hasta 1930). Los comunistas siempre serán minoritarios e impopulares. Russell tuvo toda la razón.
¿Por qué, entonces, triunfaron estos fanáticos extranjeros sobre los pueblos del imperio ruso? En primer lugar, por la división de sus enemigos, que aprovecharon todas las coyunturas imaginables para pelearse y traicionarse entre ellos. Pero ese factor solo no explica la victoria; hay otras causas que la determinan: el gobierno bolchevique controlaba la industria pesada y la producción de armamento porque todas las grandes ciudades cayeron en su poder. El Ejército Rojo siempre estuvo mucho mejor armado que sus rivales blancos. Por otro lado, el terror marxista se ejerció sin piedad y con ejemplares matanzas multitudinarias —que en sólo dos años multiplicaron por varias veces el número de ejecuciones realizadas en los tres siglos de la dinastía Romanov— y obligó a buena parte de los rusos a colaborar con un Estado policial implacable; por ejemplo, los cuadros de mando del Ejército Rojo provenían del cuerpo de oficiales de Nicolás II y formaron junto a los nuevos amos movidos por el miedo —sus familias podían ser ejecutadas en caso de deserción— y por un reflejo de obediencia fatalista ante un poder despótico, innato en el pueblo ruso; por eso hubo más militares de carrera con los rojos que con los blancos.
Todas las recetas del triunfo de 1920 provienen de la Convención de la Revolución francesa; no hay una sola medida de las que Lenin tome entre 1917 y 1920 que no se inspire en los jacobinos de 1793-1794. Vladimir Ilich tenía las ideas claras y concentraba en su persona las decisiones finales, aparte de que no le faltaban sentido práctico ni formación histórica: una sola cabeza y un firme propósito guiaban a los bolcheviques, que no carecieron de un espíritu mesiánico, menos contagioso que el anarquista o el naródniki, pero que sirvió para inocular una dosis indispensable de idealismo, dureza y autosacrificio en sus partidarios.
Lenin no fue un genio infalible, pero sí tenía más que clara la dinámica de las revoluciones, algo que estudió toda su vida. Sin embargo, su triunfo no se comprende sin la destrucción del cuerpo social y político ruso que se produjo entre 1914 y 1917. Las derrotas y desastres de este período habían aniquilado al elemento esencial en todo Estado: el ejército. Las calamidades padecidas durante la guerra derrumbaron al cuerpo político, y Lenin se apoderó de su cadáver en descomposición. Los imitadores de los bolcheviques se lanzaron a la aventura “blanquista” sin tener en cuenta que las circunstancias de la experiencia de Octubre eran muy particulares y que la propia existencia de la Rusia comunista cambiaba para siempre las reglas del juego: de ahí el fracaso de los espartaquistas en Alemania, de Bela Kun en Hungría y de los comunistas chinos en 1927. Un desfondamiento como el del imperio de los Romanov era un caso único, de muy difícil recreación.
LA HERENCIA DE OCTUBRE
Hasta 1941, la URSS fue la cobaya del mayor experimento político conocido hasta entonces: la construcción del socialismo en un solo país, tarea que implicó la colectivización de las tierras, el genocidio por hambre de ucranianos y rusos, el exterminio de los kulaks, la implantación del Estado policial más severo jamás conocido, la creación de un gigantesco universo carcelario y la dictadura del tirano más grande de la Historia: José Stalin. Los planes quinquenales industrializaron Rusia a costa de los rusos y, sin embargo, no acabaron con el déficit agrario en un país que antes exportaba trigo a Europa, ni supusieron una mejora de la calidad en su producción fabril. En el aspecto positivo, Stalin liquidó a los revolucionarios de 1917 y logró desviar la agresión alemana hacia el oeste en 1939. Sin su implacable dirección política nunca se habría vencido al III Reich.
La invasión nazi provocó un cambio radical en el comunismo soviético: se abandonó el internacionalismo proletario y la URSS se rusificó. La lucha contra el invasor se cobró un precio muy alto y creó un nuevo patriotismo ruso, mal llamado soviético, que transformó la naturaleza del experimento leninista. El comunismo se impuso por la fuerza del Ejército Rojo sobre países radicalmente hostiles a esas doctrinas como Hungría, Polonia o Rumanía, de sólidas raíces campesinas y cristianas, además de empedernidamente rusófobos. Rusia volvía a ser un gran imperio mundial y el Ejército unido al Partido —la nueva iglesia ortodoxa— recreaba los mejores tiempos de Pedro el Grande o de Nicolás I. Los países de la órbita soviética se volvieron nacionalcomunistas y, a la larga, han acabado resultando más preservadores de la herencia cultural patria que las democracias occidentales. Todavía está por estudiar en detalle el período de mando de Zhdanov en la URSS.
El fracaso rotundo de las doctrinas marxistas se disfrazó con el creciente nacionalismo de los rusos y demás naciones del Este. Todo lo que inspiró la ideología del régimen tuvo que ser desechado y reducido a simple retórica, pero el eterno patriotismo ruso logró sostener al sistema durante los últimos y decadentes decenios del siglo XX, cuando la URSS apenas disfrazaba un ineficaz despotismo militar y policíaco lastrado por una economía marxista. Entre 1989 y 1991 el imperio soviético se desplomó solo, sin que nadie lo empujara: ¡tan débil e impopular era! En Addis Abeba, en Tallin, en Bucarest, las masas danzaban sobre las caídas estatuas de Lenin, el hombre de hierro.
Hoy, tras cien millones de asesinatos, toda esa escoria manchada de sangre y horror es reivindicada por los niños mimados de Occidente, los intelectualillos universitarios de gafas de diseño y becas erasmus. Donde de verdad ha triunfado el marxismo es entre nosotros. Y no por la rebelión de las masas, sino por la degradación de las élites. No es a Lenin a quien tienen que dedicar estos petimetres sus aquelarres, sino a Gramsci, el hombre que conquistó Europa para el bolchevismo cultural.