Écrit en Fresnes (1967) es una recopilación que Maurice Bardèche realizó de los últimos textos que escribió su cuñado, Robert Brasillach, entre agosto de 1944 y el 6 de febrero de 1945, fecha de su asesinato legal. Bardèche, excelente crítico literario, con muy buenos ensayos sobre Balzac y Céline, compartió estudios, viajes y aventuras editoriales con Robert Brasillach. Su devoción le hizo atesorar un gran número de testimonios sobre la vida y obra de su amigo. El medio año que pasa éste entre su ocultamiento provisional en una chambre de bonne [habitación de criada] y su liquidación a sangre fría por la democracia triunfante queda expuesto en esta colección de documentos de muy variado pelaje, que recuerdan por su estructura a la novela más famosa de Brasillach, Les Sept Couleurs (1939): fragmentos de diario, cartas, atestados judiciales, recortes de prensa, poemas, ensayos, diálogos, todo un collage de las angustias, esperanzas y decepciones de un hombre acosado y su familia.
La prisión de Fresnes fue la estación terminal de muchos franceses, el último techo antes del poste y del pelotón de fusilamiento. Brasillach no es el único escritor pasado por las armas por De Gaulle y los depuradores: Paul Chack, Jean Luchaire y Jacques Hérold-Paquis también acabaron en el paredón, y poco les faltó a Henri Béraud, Rebatet y P.-A. Cousteau. Drieu La Rochelle, que no se hacía ilusiones respecto a los liberadores, optó por el suicidio. El inefable Alphonse de Chateaubriant eludió la condena a muerte refugiándose en un convento austríaco. Céline se decidió por tomar las de Villadiego con Lucette y el gato Bébert hasta llegar a Copenhague, lo que le proporcionó seis años horribles de arrestos y demandas de extradición, pero le libró de acabar abierto en canal por algún comando de las FFI; gracias a esa anábasis por un Reich en ruinas gozamos hoy de la lectura de D’un château l’autre, de Nord y de Rigodon.
Pero el caso de Robert Brasillach (1909-1945) es el de mayor significado por sus circunstancias y por la fría determinación de exterminarlo del gobierno y la judicatura. Hablar de asesinato jurídico no es una licencia poética: desde el inicio de su proceso fue implacable la voluntad de acabar con él por parte de sus perseguidores. Con la huida de Rebatet y Céline a Alemania, subidos en los vagones de la Wehrmacht, quedó Brasillach como único representante de alto nivel de la colaboración literaria en manos de los resistentes. Redactor jefe de Je suis partout hasta 1943, coautor junto a Bardèche de una muy difundida Historia de la Guerra de España y novelista del fascismo en Les Sept Couleurs, Brasillach era una pieza demasiado valiosa como para no hacer un escarmiento ejemplar.
Esa voluntad homicida se manifiesta en el método escogido para apresarlo: su cuñado, su madre y su padrastro son detenidos por los depuradores sin ningún motivo legal. Bardèche carecía de compromisos políticos y los padres de Brasillach permanecieron absolutamente al margen de toda colaboración con el ocupante. En Sens, una pequeña ciudad de provincias donde estaba su madre, todos lo sabían. Pero la detención de su hijo bien merece que se pisoteen los frívolos formalismos legales: Brasillach se había ocultado en un cuartito parisino y logró hurtarse a las redadas de los primeros días de la Depuración, cuando cuarenta mil franceses fueron ultimados extrajudicialmente por comunistas, democristianos y gaullistas. Al enterarse de lo que pasa en Sens, Brasillach teme por sus deudos: un reguero de ejecuciones arbitrarias, saqueos, incendios, violación y rapado de mujeres acompañaba a los liberadores anglomarxistas. Es lo que hoy los bien pensantes llaman excesos de la Liberación. El escritor, para evitar males mayores a su madre, decide constituirse prisionero y entregarse a la policía política del nuevo régimen.
Tras pasar por un rebosante campo de prisioneros en Noisy-le-Sec, Brasillach llega a Fresnes inculpado de entendimiento con el enemigo (art.75 del Código Penal) y por infringir entre el 16 de junio de 1940 y el 14 de septiembre de 1944 —día de su entrega— una norma aprobada el 28 de noviembre de 1944. Pero su cautiverio en Fresnes se halla rodeado en el exterior por unas circunstancias terribles. La opinión pública está en manos de los comunistas —los antiguos desertores de 1939-1941 que ahora se dedican a dar patentes de patriotismo— y la prensa pide aún más sangre y castigos ejemplares. Madeleine Jacob, en el periódico La France au combat, escribe: «Puede que se nos objete que, a fin de cuentas, el señor Brasillach no ha cometido sino un delito de opinión. Un delito de esta especie, cuando tenemos al enemigo enfrente, se llama traición [...]. Que no nos vengan en nombre de Dios sabe qué sensiblonería sobre un pretendido respeto al genio literario a decirnos mañana que el señor Brasillach forma parte del patrimonio francés». Toda la prensa ruge por la cabeza del escritor, salvo el valiente y piadoso François Mauriac, que escribe desde Le Figaro contra los ajustes de cuentas gaullo-marxistas. En vano. André Chénier, poeta con destino gemelo del de Brasillach, ya reflejó en 1794, poco antes de ser guillotinado, esa habilidad de la sinistra en l’art de calomnier ceux qu’on assassine.
Brasillach escribe y espera. Las sentencias de muerte se suceden: Chack, ejecutado; el anglófobo Béraud se libra del paredón por el curioso motivo de que jamás colaboró con los alemanes, lo que le vale una conmutación a cadena perpetua por ser fascista. Así se las gastaban los demócratas de 1945. Como todas las víctimas del gaullismo, Brasillach creyó que se tendría en consideración el hecho de que, desde junio de 1940 hasta agosto de 1944, el gobierno legal de Francia era el del mariscal Pétain, nombrado por la Asamblea Nacional de 1940 —reconocido por Estados Unidos, Gran Bretaña y hasta la URSS— y que se había limitado a obedecerlo. Semejante fe en la ley les costó la muerte, la prisión y la ruina de sus vidas a decenas de miles de franceses entre 1944 y 1946.
Cuando llega la hora del proceso, el fiscal y el juez tienen la clara intención de condenar al poeta: los intentos de otros magistrados de juzgar con un mínimo de equidad a los reos acabaron de forma desastrosa para los jueces. El jurado, compuesto de resistentes escogidos por el Partido Comunista, tampoco parece muy tranquilizador. El propio Brasillach tiene la sensación, al llegar a la sala, de que es un toro que salta a la plaza desde el toril. Y como suele suceder en la tauromaquia, la res nunca sale viva del festejo.
El fiscal en su acta de acusación afirma que no se juzgan las opiniones de Brasillach, sino el efecto de éstas. Quedó claro en el brevísimo proceso que el escritor no se enriqueció con la colaboración ni cobró de la propaganda germana, que no delató a nadie, que sus viajes a Alemania los hizo como periodista o por orden del gobierno de Vichy. Sólo sus opiniones escritas le podían condenar. Para ello el fiscal extractó las frases más estridentes y germanófilas de sus artículos, las que servirían para sellar su pérdida. No se juzgaban las opiniones, pero a Brasillach se le iba a matar por ellas: «Su obra es malvada, Brasillach, y clama por una conclusión matemática: la pena capital. Y yo la pido para usted», afirmó en su requisitoria el fiscal Reboul, quien decía que no se juzgaban delitos de opinión.
Su abogado defensor, Jacques Isorni, inicia en esta cause célèbre una carrera de gran figura del foro. La defensa del acusado sería muy fácil ante un tribunal decente, pero era imposible en el matadero jurídico que fue la Depuración. Lo desesperado de la causa hace brillar aún más su talento forense: «Hacéis de éste un proceso de opinión en tal grado que ni siquiera habéis evitado reprochar a Brasillach no ser republicano. ¡Como si en la República no se permitiera hasta el derecho a no serlo! Y se lo habéis reprochado con tal vehemencia que me he preguntado y hasta me he permitido formular la siguiente hipótesis, para luego desecharla, créame, que si en lugar de acusarlo de traición, Su Señoría hubiese querido simplemente liquidar a un adversario del régimen, no habría pronunciado otro tipo de alegato. Es una hipótesis que me he planteado, pero no hace falta decir que me he apresurado a rechazarla».
No ha lugar la sutileza de Isorni. Tras la breve vista, una deliberación del jurado que dura apenas veinte minutos condena a Brasillach a muerte. Un estudiante que se hallaba entre el público gritó indignado: ¡Qué vergüenza! Brasillach, sereno, respondió: ¡Qué honor!
Los familiares de Brasillach suplican la gracia de De Gaulle y buscan intelectuales y artistas que firmen una petición al general. Mauriac, Claudel, Camus, Paulhan, Duhamel, Valéry, Cocteau, Anouilh, Aymé, Honegger, Vlaminck, Derain y una gran cantidad de figuras de las artes y las letras piden clemencia. Otros se limitan a mostrar su inhumanidad: Picasso no firma porque tiene que consultar al partido comunista. Claude Roy, amigo de Brasillach y antiguo colaborador de Je suis partout pasado al marxismo, también se niega. De Gaulle, que siempre será generoso a la hora de derramar la sangre de los nacionalistas franceses, no firmará la gracia. Corren muchas versiones sobre esta decisión, pero la más sensata es que la frialdad maquiavélica del general —de siempre insensible al sufrimiento humano e inaccesible a la misericordia— le aconsejaba echar algo de carnaza a sus aliados comunistas. Brasillach era un buen cebo.
El seis de febrero de 1945, Robert Brasillach es fusilado en una fría mañana invernal. Marcha al paredón tranquilo y muere dando un viva a Francia. Deja una conmovedora serie de poemas, los Poèmes de Fresnes, que destacan por su honda emoción, por la perfecta belleza de su verso clásico y por la intemporalidad de su mensaje. Ronsard, Malherbe, Racine, Corneille o Boileau, pero también Villon y Baudelaire, se reflejan en sus estrofas. Les noms sur les murs, Psaume I, Mon pays me fait mal, Chanson o Bijoux perdurarán durante siglos, pese a que algunos malnacidos aún se escandalicen cuando se recitan en público.