No soy un monstruo. Sencillamente sigo mis mandamientos, como los seguiría el lector o quien esto escribe, de haber nacido en mi ambiente, entre los míos. Se me ha enseñado a obedecer, y lo hago. A eliminar infieles, y lo hago. No tengo solución, no porque yo sea diferente, sino porque mi religión es diferente, y solo quien apenas la conoce puede interpretarla como le gustaría que fuese, no como es. Mi religión nació con la espada. El profeta Muhammad (la bendición sea con él) se forjó en la guerra, luchó en numerosas batallas en las que El Muy Compasivo y Misericordioso le dio la victoria, y sus sucesores han sido todos campeones de la fe a través de la espada. Estudiad un poco la historia de nuestra religión, ¡ignorantes!, y veréis que no hay otra que desde el principio de su principio se haya extendido con la espada como la nuestra. Es nuestro sino. Desde el principio. Y además, entre nosotros, a los disidentes, más guerra, más espada, como se sabe. Y de entre vosotros, a los ateos, donde tenemos más defensores, a esos a degüello, por ateos y por imbéciles.
Me río de vuestras cacareadas y efímeras cruzadas: una respuesta, breve, tímida y parcial a nuestra imparable expansión militar por todo el Mediterráneo. ¿Quién nos llamaba a conquistar toda Asia Menor y el Africa bizantina, incluida España? Nadie. Nuestro impulso religioso. ¿No tenían luego los turcos bastante con un millón y pico de kilómetros cuadrados en Anatolia y alrededores para tener que estar durante siglos trepando Europa arriba hasta llegar a Viena, matando, arrasando, degollando, al cabo de dos y siglos y medio de haber conquistado al fin Constantinopla? Pues no, no tenían. La fe los impulsaba a seguir. Aprended historia y enteraos bien, imbéciles. Necesidad, ninguna. Voluntad, toda. Obligación moral, impulso interior. Es lo que hay. Y lo seguiremos haciendo, practicando, mientras podamos. Mientras nos dejéis. Son nuestras leyes religiosas. Y las cumplimos, ¿o no os enteráis? Y no pretendáis cambiárnoslas, puñado de politeístas amariconados y decadentes. No sólo no tenéis derecho, sino que en vuestra supina y suicida idiocia os habéis creado la obligación moral de acogernos, pensando que así nos ibais a controlar, o que os lo íbamos a agradecer. ¡Imbéciles ilusos! ¿No estáis viendo que no depende de nuestra voluntad? Sólo hemos detenido nuestras conquistas cuando se nos ha forzado militarmente a ello. ¿No os dais cuenta de que nuestra ley nos impulsa a hacer del mundo Dar-al Islam, la casa del Islam, y lo que no está incluida en ella es Dar-al-harb, la casa de la guerra? Pero ¿es que no os habéis informado de nuestros códigos? ¿Alguien que está leyendo estas líneas ha saludado una sola sura del bendito Corán? Ese sí que es un clásico que deberíais conocer, tarugos idólatras. ¿No os han convencido siglos y siglos de expansión militar por nuestra parte? Esperad a que seamos el cincuenta y uno por ciento en vuestro país. El que sea. Entonces vais a enteraros de los moritos encorbatados, de los moritos buenos, de los moritos civilizados, como estúpidamente les llamáis, entre otras cobardes perífrasis. No, no temáis a los sintoístas, a los budistas, a los ortodoxos, a los presbiterianos, a los coptos, a los ateos (Dios los maldiga), que a la segunda o tercera generación de sienten tan ciudadanos como el que más en el país que los acoge. Nosotros no tenemos patrias geográficas ni políticas, a ver si os enteráis de una vez.
Y quede clarísimo que no somos unos monstruos, pero seguiremos matando porque la vida humana no es sacrosanta, no tiene valor ante nuestras normas, ante nuestras enseñanzas, a las que creemos con la misma fe que vosotros creéis en vuestros estúpidos y laicos derechos humanos. ¿Cómo va a ser comparable una legislación movediza, novedosa y poco obedecida, con la inspiración que el arcángel Gabriel hizo al profeta Muhammad (la bendición sea con él) y éste transcribió literalmente en el Libro de los libros? Somos tan consecuentes en nuestras acciones de destrucción como vosotros en defenderlas. No nos convenceréis. No hay países seguros para vosotros. En cualquier país que estemos, en cualquier lugar en el que nos dejéis entrar, estamos moralmente obligados a estar en nuestro país. Nos reímos de vuestras ideas, de vuestras geografías, de vuestra legislación, de vuestras patrias, porque, recordadlo bien, nosotros no tenemos otro país, otra patria que el islam.