¿De verdad queréis que vuestro nombre, vuestro suelo, vuestra gente, siga existiendo? Bien, pues yo os daré la receta: construid poder nacional, que es la llave de la Historia. La decisión es vuestra: o metamorfosis o muerte.
Vamos, mirad alrededor: España está muerta. Todo huele a podrido. Oh, sí, claro: a nuestro lado hay millones de personas fantásticas, de trabajadores entregados a su tarea, empresarios honrados, científicos de excelente nivel, militares abnegados, jueces justos, políticos decentes… Por supuesto. Pero mirad la España institucional –esa que todos hemos elegido, esa que todos sostenemos–: no hay pilar de la vida pública que no esté corroído por la carcoma. El desorden establecido bien puede insistir en que “somos un gran país”: muchos están dispuestos a creerlo, como el enfermo terminal agradece que se le augure larga vida. Pero todo el mundo sabe lo que hay. Esto ha entrado en colapso. Hoy España ofrece el aspecto de un leproso que se arranca trozos de carne mientras grita “aquí no pasa nada”. ¿No habéis visto el color macilento de quienes nos hablan de regeneración y progreso, sus bocas sin dientes, sus cuencas vacías? España es un zombi. ¿Quizás así lo entendéis mejor?
Unos –cada vez menos– gritan “arriba España” pensando que ante el conjuro, en efecto, el muerto se levantará. Otros –cada vez más– cantan las glorias de un cadáver aún más putrefacto, el de la II República, creyendo con fe ciega que a fuerza de “memoria histórica” y otros pases mágicos ese muerto resucitará. Y en otros lugares vemos cosas aún más asombrosas, como el intento de construir naciones nuevas, como un Golem siniestro, a base de mitologías artificiales y población inmigrada. España se ha convertido en una asamblea de nigromantes que intentan devolver vida a la materia inerte y a la historia muerta.
También en los círculos del poder –político, financiero, mediático– se celebran oscuros ritos para crear un Frankenstein: maquinan una segunda transición que consistiría en romper todo vínculo con la primera –demasiado marcada por el pecado nefando del “franquismo”– y edificar una transición nueva sobre la base de un nuevo PP y un nuevo PSOE redefinidos en torno a los dogmas del pensamiento dominante, ese nihilismo blando del arrepentimiento histórico y el narcisismo de masas, ese mundo suicida –pero ¿ya qué más da?– de la gente que prefiere tener mascotas a tener hijos y tener smartphone a tener patria. Un mundo hecho a la medida de ese ser que Nietzsche llamó “último hombre”. Una segunda transición, sí, que consistirá –ya lo estamos viendo– en subordinar por completo nuestra economía a otros, supeditar sin máscaras nuestra defensa a otros, someter aún más nuestra vida pública a las redes caciquiles de los partidos, arbitrar fórmulas que permitan desgarrar el tejido nacional –moderadamente, sin tensiones, sin fatigas– en provecho de los separatismos locales, dejar que se extingan en el vacío los últimos restos de identidad nacional –esa cosa tan casposa, ¿no?, tan molesta, tan mala para la globalización– y acostumbrarnos a todos al lugar subalterno que se nos ha adjudicado. La España sin alma que podrá disolverse definitivamente en el magma de la mundialización, enunciando por última vez su nombre en el gracioso inglés que hablan los camareros en los bares de Torremolinos. ¿Y no hay oposición? Oh, sí la hay: una extraña cofradía de uniforme morado que vive obsesionada con abrir las puertas a toda inmigración, estimular la descomposición de la unidad nacional y deshacer los últimos restos de la vieja vida. O sea, una oposición que no pide sino acelerar lo mismo que desea hacer el poder. Este es el paisaje de la “segunda transición”.
Frente a eso, nada más que los nigromantes. Pero no, no habrá resurrección. Ninguna resurrección. No resucitará la fantasmagoría alucinada de la II República, que nunca fue ese dechado de virtudes que hoy cantan, entre vindicativos y lúgubres, sus iracundos parroquianos. No resucitará tampoco la España de Franco, que cumplió su ciclo histórico y se extinguió, porque ella quiso, preparando la llegada de la siguiente. Ni resucitará la España de la transición setentera y el “habla, pueblo habla”, que es precisamente la que ahora se está descomponiendo entre hedores de partitocracia corrupta, separatismos desaforados, economía hiperdependiente y precaria, miseria moral e ignorancia de masas. En el peor de los casos, estaremos condenados a vivir entre los Golem y los Frankenstein de los separatismos y de la “gente de orden”.
¿Os duele? Ya. A vosotros –a algunos, al menos–, os gustaría que vuestro nombre siga significando algo, que vuestro suelo siga siendo vuestro, que vuestra gente siga sabiendo quién es. Vosotros –algunos de vosotros– seguís queriendo tener algo a lo que poder llamar “patria”. Bien. Pues abandonad toda esperanza de resurrección. Vuestra única opción es una metamorfosis. Tenéis que cambiar no sólo de piel, sino también de órganos. Porque esta España sin nombre, sin identidad, sin hijos, sin dioses y sin tierra no va a ninguna parte. Está muerta. Y no, no la resucitará un poema.
¿Cómo lograr la supervivencia de España? "Hay que construir poder"
¿De verdad queréis que esto –vuestro nombre, vuestro suelo, vuestra gente– siga existiendo? Bien, pues yo os daré la receta: construid poder, que es la llave de la Historia. Nadie ahí arriba, donde se toman las grandes decisiones, ignora cómo se hace eso. Construir poder no es invadir Portugal. Construir poder es buscar tu independencia energética, favorecer una acumulación de capital que te permita lanzarte a grandes proyectos de desarrollo, promover tu industria más puntera, evitar que tu riqueza esté en manos de otros, asegurar tu autosuficiencia alimentaria. Dar a tu gente una formación excelente, tener hijos que garanticen el reemplazo demográfico, estimular a tu sociedad para que sea activa y creativa, proteger eficazmente hasta al último de tus ciudadanos garantizándole trabajo, educación, salud y alimento dignos. Cultivar la propia identidad para fortalecer el sentimiento de comunidad nacional, combatir a los que intentan romper el conjunto, que tus armas estén a tu servicio y no bajo la voluntad de terceros. Obrar de tal modo que tu socio te respete y tu enemigo te tema, como obran todos los países que en el mundo pintan algo. Todo eso puede –debe– hacerse en democracia, en paz y en libertad. Pero en España, en los últimos años, y en nombre de la democracia, la paz y la libertad, hemos hecho todo lo contrario: hemos renunciado a cualquier forma de poder nacional. Y el resultado, hoy, es que nuestra paz, nuestra libertad y nuestra democracia empiezan a ser simples caricaturas.
Ya sé que no es esto lo que la mayoría queréis oír. ¡Da tanta fatiga!, ¿verdad? ¡Tener hijos…! ¡Reducir deuda pública…! ¡Reconducir la educación a la disciplina…! ¡Construir poder…! Todo eso requiere una energía, una tensión y una voluntad que ya pocos quieren reencontrar. Es mucho más amable, claro que sí, seguir hozando en el lodazal de nuestra descomposición, cuyo hedor casi ni percibimos gracias a los densos sahumerios de la telebasura, el fútbol patrocinado por jeques wahabistas y el discurso adormecedor de una clase política que, caciquil, sólo vela por mantener sus densísimas redes clientelares. Es mucho más amable resignarse a esa ideología de la rendición, de la claudicación, que lleva tantos años masajeándonos las conciencias: olvidad quiénes sois –¡tan malos…!–, disfrutad de vuestro bienestar artificial, acoged al terrorista de antaño, no tenséis las cosas, dejaos consolar por el discurso sentimental con el que se envuelve el poderoso. Después de todo, es por vuestro bien.
¿No queréis eso? Pues bien, la decisión es vuestra: o metamorfosis o muerte. No hay más.