Entramos en el debate sobre el estado de la nación. Podemos apostar a que el debate oscilará, como siempre, desde el navajeo de zaguán tabernario hasta el oropel de las grandes palabras. Entre puñalada y puñalada, entre pactos bajo cuerda y venganzas de despacho, alguien –quizá todos- nos hablará de libertad, paz, progreso, democracia, derechos, prosperidad. Pero la palabra mágica, en esta ocasión y de una vez por todas, no estará en el tópico repertorio, sino en otro lugar: es la nación. Porque ese, el nacional, es hoy más que nunca el problema de España.
¿La libertad? Todos suscribiremos eso, siempre y cuando se trate de una libertad real, al alcance efectivo de la mano de todos y cada uno de nosotros. Pero la libertad no es una cosa abstracta, una idea que se materialice al salir, vaporosa, de la boca del líder o del predicador político. La libertad es un repertorio de prácticas concretas, algo que no nos viene dado por la naturaleza ni por la sociedad, sino que se conquista todos los días mediante un ejercicio en un ámbito determinado de la vida pública. Y ese ámbito de vida pública no es otro que la nación.
¿La paz? La paz es un accidente en la historia. Y un estado venturoso, sí, claro, pero no a cualquier precio. Una paz de sometidos no es paz; no lo es una paz de humillados, ni de esclavos, ni una paz de suicidas, porque todas esas paces son fruto de la injusticia, y la injusticia es necesariamente el germen de una nueva guerra. La paz, esa que persiguen los hombres de nuestra sangre desde la Pax Romana, sólo tiene sentido dentro de un orden justo, lo cual exige que haya un espacio político lo suficientemente firme como para garantizarla. Y a ese espacio, hoy, le llamamos nación.
¿La democracia? Sí, pero la democracia, ¿dónde? La democracia es un sistema de autogobierno –más o menos, en fin- del pueblo: los ciudadanos deciden por mayoría qué oligarquía es la que los va a gobernar y se reserva el derecho de bajarla del pedestal cada cierto tiempo. Es un sistema que tiene sus ventajas y nadie, hoy, va a renunciar a ellas. Pero para que haya democracia tiene que haber ciudadanos, y para que haya ciudadanos tiene que haber ciudad, y para que haya ciudad, Polis, tiene que haber una comunidad política. Y la comunidad política, hoy y aquí, es la nación.
¿La prosperidad, el progreso? Primero, habría que ponerse de acuerdo sobre qué entendemos por progreso; después, habría que preguntarse si realmente el “progreso” tiene algo que ver con la prosperidad. Y en todo caso, ¿qué sentido tiene la prosperidad si crujen las cuadernas bajo la línea de flotación? Todos deberíamos haber aprendido ya la lección del aznarato, cuando el espejismo de la prosperidad nos ocultó las grietas que resquebrajaban el edificio. Hay en todo eso una imagen como de Titanic: la lujosa vida de a bordo ignora que va directamente contra el iceberg. La prosperidad sólo es un objetivo político si sirve de cimiento a una forma decente de vida en común. Y nuestra forma de vida en común es la nación. Nuestra nación: España.
Aquí está en peligro la libertad, desde luego: la libertad de la gente para hablar castellano en Cataluña, por ejemplo, o para manifestarse españolista en el País Vasco. Pero está en peligro la libertad porque nunca ha sido tan frágil la nación. También está en peligro la paz, porque hay una banda terrorista que está en plena forma. Pero ETA está en plena forma porque ha habido un Gobierno que, en nombre de la paz, ha debilitado a la nación. Del mismo modo, está en peligro la democracia, porque la gobernación del país ha pasado a depender de la estrategia de grupos ultraminoritarios, de querencia separatista, que distorsionan la voluntad de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Pero esto es así porque los partidos mayoritarios, y en particular el PSOE, han puesto su cálculo particular de poder por delante del interés de la nación. Respecto a la prosperidad y el “progreso”, seamos serios: ¿De qué sirve la gasolina sin automóvil? Y el automóvil es la nación.
El gran problema de España, el problema de fondo, el origen de todos los demás, es la cuestión nacional: o se construye un proyecto de nación –un proyecto que, hoy por hoy, debe consistir ante todo en subrayar su unidad-, o todo lo demás seguirá pudriéndose como hasta ahora ha venido ocurriendo. De este debate debería salir, ya que no un consenso, al menos una voz que levante esa bandera. Porque es la nación, estúpidos.
(Nota para lectores bisoños. La frase del título remeda una fórmula que se hizo célebre durante la primera campaña electoral de Bill Clinton: “Es la economía, estúpidos”, con la que se quería dar a entender que los verdaderos problemas del país eran los económicos y que, resueltos éstos, todo iría guay del paraflús. Aquí, durante el azanarato, también hubo muchos que recogieron el conjuro mágico para gritarnos “Es la economía, estúpidos”. Pero no era la economía, no. Era la nación. Estúpidos).