Teresa Arévalo: la niñera-alto cargo de los marqueses de Galapagar

El coste de la casta

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España lo aguanta todo. No hay desmán, delirio ni derroche que no sea digerido por su estómago de hierro; sus espaldas soportan todas las cargas y sus lomos todos los palos. Es una jaca vieja, todo huesos, pellejos y mataduras, como el caballo de Gonela. La paciencia más que infinita de los que en tiempos fueran indómitos celtíberos alcanza niveles lanares, de oveja modorra mal trasquilada y cubierta de cazcarria. Hace tres años evitó de milagro que la descuartizaran unos matarifes malencarados, patibularios, aviesos. Pero sus actuales rabadanes la tienen a las puertas del matadero, a la espera de que la abran en canal con unos cuchillos de filo mellado y vetas de óxido. La vieja España es carne de muladar.

Tanto aguantamos, que al ministro que ha dirigido una calamitosa gestión de la llamada pandemia del coronavirus o peste del ocho de marzo, con decenas de miles de cadáveres a sus espaldas, se le considera el candidato más valorado por los votantes catalanes. ¿Qué pasa en nuestras cabezas? ¿Hay en ellas algo más que serrín y fútbol? ¿Por qué somos el pueblo más tonto de Europa? ¿Tenemos remedio o somos carne de Cottolengo? Uno, la verdad, empieza a desesperar.

 Estamos en una situación crítica, con el país en quiebra y los empleos como piel de zapa, pero gastamos 450 millones de euros en igualdad. No en subsidios para las pequeñas empresas, que siguen pagando impuestos pese a que no ingresan un céntimo. No en ayudas a los parados, que ni el ERTE reciben. No en algún tipo de alivio para las familias que cada vez en mayor número alargan las colas del hambre. No, nada de eso. El dinero se dedica a políticas de género, como combatir el color rosa, obligar a las empresas a rotular sin matices sexistas urinarios, letrinas, vespasianas y demás aliviaderos, o en subvencionar frívolos estudios sobre los juguetes de los niños. Calígula pasó a la leyenda por haber nombrado senador a Incitatus, su célebre corcel. El “doctor” Sánchez será recordado por hacer “ministra” a Irene Montero. Pero seguro que la montura del emperador romano salía más barata que toda la recua de jumentos (perdón: jumentas) que trotan sin herraduras, freno ni bocado por los pasillos del ministerio más surrealista de Europa.

Esta semana, como remate de faena, como dos últimas cornadas en el raído peto de caballo de picador que es esta España nuestra, nos obsequian desde el infantazgo de doña Irene con un par de ocurrencias dignas de originar una nueva entrega del ciclo de Ubú Rey. La primera es el borrador de la llamada Ley Trans, fruto escogido del ubérrimo huerto de mandrágoras, beleño y estramonio que crece en el gabinete de Su Alteza Serenísima. Según se propone en él, el sexo es una mera declaración de voluntad, un acto registral y no biológico. O sea, que basta con ir al fedatario público y decir que uno ya no es Paco, sino Pamela Cristal, para que a todos los efectos se le considere mujer o, incluso, persona de género “no binario”. Sin duda, ésta es una de las cosas que más preocupan a los ciudadanos en estos momentos de paro y pobreza creciente. A las familias que han dejado de cobrar sus míseros sueldos les alivia el corazón saber que por fin contamos con una ley queer. Para que luego digan que las pijas progres de Podemos son unas niñatas universitarias sin la menor sensibilidad social, que no han salido en su vida del departamento de estudios de género de su facultad.

Los efectos de este aborto de ley serían bastante curiosos: por ejemplo, el deporte femenino se transformaría en una liza de depilados maromos repletos de testosterona del que se desterraría a las mujeres biológicas, incapaces de competir con las neohembras testiculares de la nueva ley. ¿Y la llamada violencia de género? ¿Qué pasa si el agresor se declara “agresora”? ¿Y las cuotas que discriminan a los varones en el acceso al empleo público? ¿Y las custodias de los hijos?

El feminismo ha llegado a su culminación: extinguir a la mujer y, por lo tanto, acabar con su razón de ser

El feminismo ha llegado a su culminación: extinguir a la mujer y, por lo tanto, acabar con su razón de ser. Si el hecho biológico es baladí, si no hay diferencia alguna entre el varón y la hembra de la especie, si son absolutamente iguales, si ya no consideramos realidad objetiva el dimorfismo sexual que afortunadamente nos distingue, que compone la bienaventurada dualidad a la que debemos todo nuestro arte y toda nuestra literatura, ¿qué feminismo puede darse?

   

 Todo sería cosa de risa, de esperpento, de teatro bufo, si no fuera porque también se regula la reasignación de género, que permite a los menores con más de dieciséis años iniciar los tratamientos hormonales y quirúrgicos que les marcarán para toda su vida sin hacer caso de los padres. A las marisabidillas del ministerio el que esa decisión se tome en una etapa caracterizada por la inmadurez sexual y emocional del adolescente les importa una higa. Lo sensato sería enseñar a los jóvenes a aceptar su cuerpo, cosa, al parecer, de reaccionarios y homófobos. Eso sí, hasta los dieciocho años no se puede probar un vaso de vino. 

La niñera

Y luego está el asunto de la niñera, que no es baladí, ni mucho menos. Uno de los efectos de la III República sería la sustitución de los Borbones por los Iglesias–Montero, dinastía de nombre compuesto, como los Sajonia–Coburgo–Gotha, los Holstein–Gottorp–Románov o los Zu Sayn–Wittgenstein. Por supuesto, la Casa de Galapagar debe tener, como la Kim o la Ceaucescu o la Castro, su séquito y su famulato palaciego. De siempre ha sido fundamental que el Delfín, el Kronprinz, el Zarevich, reciba los mejores cuidados en su alta cuna; para ello, por ejemplo, en la Corte de Madrid, se seleccionaban rozagantes amas de cría pasiegas para amamantar con rica y dulce leche de los valles norteños a los desmedrados vástagos de nuestros endógamos y prognáticos dinastas. Y no les faltaba a los infantes reales de las Españas casa propia, con ayo, confesor, profesores, edecanes, sirvientes, camareros, sumilleres y bufones; en esta última dignidad no hay carestía, Maribárbolas, Pertusatos y Calabacillas abundan en el staff de Podemos; los amos de Galapagar tienen dónde escoger.

¿Y el sueldo de la niñera? Pocos me parecen 52 000 euros anuales para quien tiene una responsabilidad tan importante en el futuro de la Casta, en la crianza de sus nuevas generaciones. Y es lógico que, aunque carente de estudios, se encarame a esta mujer a las cumbres del escalafón funcionarial. Ignoran los que esto critican que los empleos de la alta servidumbre siempre fueron desempeñados en la Corte por grandes de España. Periclitada esa utilísima jerarquía nobiliaria, posiblemente lo equivalente en rentas, usos, fueros, sinecuras, canonjías y prebendas sea un grado A en la categoría profesional de los servidores públicos. Irene de Galapagar, zarina de la III República, no hace sino seguir viejos y venerables precedentes de otras dinastías para el buen gobierno de Château Tinaja.

Dice el refrán: “No sirvas a quien sirvió” y afirman en mi tierra que no hay patrón peor que un pobre jarto de pan. Pues ya pueden tomar nota los pecheros que aún son capaces de tributar de cómo se las gasta la châtelaine de Galapagar, la Rapunzel poligonera. Que no se quejen los villanos, que no rezongue la plebe, pues sólo recibe coces aquel que se pone en el trasero de las acémilas. Y eso lo hacen el tonto del pueblo (así se ha quedado el probe inocente) y los señoritos que vienen de veraneo.

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