Entre la familia de los pensadores del siglo XX, pocos miembros tan intempestivos ha habido como Oswald Spengler.
Toda buena familia que se precie cuenta, al menos, con un pariente maldito: ese tío, primo o hermano cuya existencia se prefiere pasar por alto, y al que todos se refieren de tapadillo, como si su sola mención bastase para conjurar una presencia intempestiva. Entre la familia de los pensadores del siglo XX, pocos miembros tan intempestivos ha habido como Oswald Spengler.
Y no será por falta de éxito, o por la escasa repercusión de su obra. En los años posteriores a la primera guerra mundial su obra principal – La decadencia de Occidente – vendió miles de ejemplares y encendió considerables polémicas, catapultándole a la fama como autor de uno de los mayores best seller filosóficos de todos los tiempos. Pero el éxito no implica la aquiescencia: Spengler concitó en sus obras la enemistad de casi todas las corrientes ideológicas de la época: liberales, cristianos, socialdemócratas, nazis y bolcheviques. No está nada mal.
Hoy en día Spengler es, quizá más que nunca, una lectura poco menos que inconfesable. A ello contribuye no poco la sombra de ambigüedad que, como en el caso de los otros pensadores de la “Revolución conservadora” alemana, enreda a su obra en el nudo de responsabilidades de todo lo que aconteció después. Un equívoco que conviene despejar.
Spengler fue, no cabe dudarlo, un crítico acerbo del parlamentarismo, del liberalismo y de la democracia. Pero no en cuanto formas de gobierno per se, sino más bien en cuanto en ellas veía factores de erosión de lo que él denominaba “tradición”: ese conjunto de fuerzas sociales, de autoridad de las instituciones y de instinto de conservación que permiten que un pueblo se mantenga en forma, esto es, que cumpla un determinado papel en la historia. Que ese instinto era para él lo esencial se pone de relieve, por ejemplo, en los repetidos elogios que en Los años decisivos y otras obras dedica a Gran Bretaña – esa cuna del democratismo – cuando señala que “el pueblo inglés, por muy “liberalmente” que hablara o pensara, ha sido en la práctica el más conservador de Europa (…) en el sentido de mantenimiento de todas las formas de poder del pasado, hasta en sus más mínimos detalles ceremoniales; (…) mientras no se vislumbraba una forma nueva más fuerte, se conservaban todas las antiguas: los dos Partidos, la manera en que el Gobierno se mantenía independiente del Parlamento en sus decisiones, la Cámara Alta y la Realeza como factores contemporizadores en situaciones críticas. Ese instinto ha salvado una y otra vez a Inglaterra”. Porque para Spengler lo más importante no era ésta o aquella fórmula política, sino una actitud que él denominaba “disciplina del alma”.
Se trata de una posición – la reivindicación de un determinado tipo humano, la adhesión a un ideal aristocrático de excelencia – en la que Spengler coincidió con los otros integrantes de la llamada “Revolución conservadora” de la Alemania de Weimar. Algo que, en aquél contexto, sólo podía llevar a un corolario lógico: a la hostilidad frente a la turba en camisa parda, frente al imperio de la demagogia y de la fuerza bruta.
A lo largo de varios años los integrantes de la Revolución conservadora fueron expresando su lejanía del nazismo en variedad de formas, y con mejor o peor fortuna personal. Spengler fue el primero en hacerlo– no en vano él veía
más lejos – y lo hizo con un inusual coraje, en su obra
Los años decisivos. Publicada en agosto 1933 – ¡cinco meses después de la toma del poder por los nazis! – esta obra fue calificada, ya en el momento de su publicación, como “el primer asalto ideológico de gran envergadura contra la concepción nacional-socialista del mundo”, y muchos años más tarde como “el único manifiesto de la resistencia interior conservadora aparecido bajo el Tercer Reich”.
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En efecto: lo primero que llama la atención en esta obra es la cuidadosa omisión – hay silencios muy estridentes – de toda referencia al “salvador providencial” que unos meses antes había tomado el poder en Alemania… ¡y ello precisamente en un libro que afirmaba que “Alemania está en peligro”! Pero mucho más sorprendentes son las alusiones inequívocamente hostiles al nazismo que salpican continuamente el libro, alusiones que tal vez sólo por venir de Spengler – el kultukritiker de celebridad internacional – pudieron ver la luz de la letra impresa.
Las referencias son abundantes. Si bien al comienzo del libro Spengler – adversario furibundo del régimen de Weimar – afirma que “nadie podía desear más que yo la revolución nacional de este año”, no tarda en cambiar el tono. Así, en referencia a las revoluciones, afirma: “advienen alpoder elementos que consideran como resultado el disfrute del poder, y quisieran eternizar un estado que sólo momentáneamente es tolerable. Ideas excelentes son extremadas por los fanáticos hasta su anulación en lo insensato”. Sobre la toma del poder por los nacionalsocialistas señala: “me alarma verla celebrada diariamente con tanto estrépito”, y “no es tiempo ni ocasión de embriaguez y sentimiento de triunfo. ¡Ay de quienes confundan la movilización con la victoria!”. Escribe igualmente que “el pueblo de los poetas y los pensadores está en vías de convertirse en un pueblo de charlatanes y agitadores”, yprecisa: “los mismos eternos adolescentes han retornado hoy, inmaduros, sin experiencia ninguna ni voluntad de acumularla, pero escribiendo y hablando a troche y moche sobre política, entusiasmados con los uniformes y las insignias y llenos de una fe fanática en una teoría cualquiera. (…) Sólo en masa se sienten a gusto, porque en ella pueden amortiguar, multiplicándose, el oscuro sentimiento de su debilidad. Y a esto le llaman superación del individualismo”.
Igualmente ominosas a los oídos nacionalsocialistas debieron sonar las consideraciones de Spengler sobre el término “raza”: “la pureza de raza es un término grotesco ante el hecho de que, desde hace milenios, todas las estirpes y las especies se han mezclado”; y “el que habla demasiado de raza no tiene ya ninguna”. En cuanto al porvenir del Reich hitleriano, Spengler no se hacía mayores ilusiones: “Alemania está en peligro. Mis temores por Alemania no han disminuido”. Y por si no quedaba suficientemente claro, especificaba: “los nacionalsocialistas creen poder arreglárselas sin el mundo y contra el mundo, y edificar sus castillos en el aire sin una reacción, silenciosa cuando menos, pero muy sensible, del exterior”.Ya en clave abiertamente profética, anunciaba: “toda revolución empeora la situación política exterior de un país, y sólo para hacer frente a ésta son necesarios estadistas de la categoría de Bismarck. Estamos quizá ya próximos a la segunda guerra mundial”. Unos años después de escribirse estas líneas, Alemania era un campo de ruinas.
El éxito del libro, inmediatamente reconocido como un ataque contra el régimen, fue fulminante. La reacción no se hizo esperar: a partir de septiembre 1933 las menciones a Spengler en la radio fueron prohibidas, así como toda discusión pública sobre su obra. Se emprendió una campaña de prensa contra él, y los turiferarios del régimen publicaron refutaciones y libros condenatorios. Spengler murió tres años más tarde. La publicación de sus obras nunca fue prohibida, si bien durante el resto del período hitleriano – y durante muchos años después – su obra fue rodeada por un muro de silencio.
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El desprecio de Spengler por el nazismo parte de razones de fondo, que atañen al núcleo de la filosofía que desarrolla en La decadencia de Occidente. Desde su peculiar morfología de la historia – desde una visión que engloba milenios – el nazismo no pasa de ser un accidente, un actor irrelevante, incapaz de tomar la medida de las fuerzas en juego: “un movimiento acaba de iniciarse, no de lograr su fin, y ésta sola iniciación no ha cambiado en nada las grandes cuestiones de la época, que no atañen únicamente a Alemania, sino al mundo entero, ni son cuestiones de estos años, sino de todo un siglo”.Desde esa perspectiva el nazismo no sólo no es la solución – el fascismo sería, a lo sumo, una “fase transitoria” – sino que es una ilustración de los males que se denuncian: “el fascismo tiene su origen en la chusma de las ciudades”, es un producto del instinto de rebaño, del hombre-masa; es por tanto otra forma de nihilismo, un síntoma más de decadencia.
Y es que el centro de las preocupaciones de Spengler es la
decadencia. Una decadencia que se entiende no como un acontecimiento cataclísmico – como una especie de
hundimiento del Titanic – sino más bien como un lento y grandioso
sol poniente.
[3] La idea clave es que las culturas son organismos dotados de un “alma” específica, alma que las sostiene y que les dota de una
forma. Ahora bien: cuando esa alma ha cumplido la suma entera de sus posibilidades, la cultura muere. Y no se puede escapar a ese destino. Al igual que las plantas, los animales y los hombres, cada cultura lleva inscrita en su código genético la certeza de su desaparición. El mundo que conocemos – nos viene a decir Spengler – perecerá, y con él todas las conquistas que creemos garantizadas, todos los avances que estimamos irreversibles. Adiós por tanto al mito del “progreso”. La obra de Spengler es un intento de
comprender esa dinámica que nos arrastra, querámoslo o no, así como de atisbar los síntomas del inevitable declive de eso que él llama Occidente, y que se refiere en realidad a
Europa.
Una perspectiva ciertamente melancólica. Un orden rígido de fatalidades irreversibles, una cosmovisión omnisciente que enumera las culturas, las estudia como un entomólogo, las divide en fases de juventud, madurez, primavera, otoño…para estudiar sus correspondencias y paralelismos, y para diagnosticar los signos anunciadores de su extinción. Un empeño a escala épica que parece chocar de bruces con nuestra realidad posmoderna, donde lo que prima es el conocimiento minimalista y fragmentario: época de ingravidez inducida en la que nadie se arriesga a proponer una “cosmovisión”- ni falta que hace. ¿Es melancolía, acaso, lo que necesitamos? ¿Qué sentido tiene, hoy en día, leer a Oswald Spengler?
Sí, hoy más que nunca Spengler es un intempestivo. Un agorero inoportuno, un aguafiestas que viene a decirnos lo que no necesitamos oír, y que además nos lo dice en un tono que chirría en nuestros oídos. La prosa de Spengler abunda en conceptos como “mundo blanco”, “raza”, “populacho”, “tradición”, “noble”, “vulgar”, “fidelidad”, “honor”, “deber”, “sangre”, “destino”. ¿Hay acaso algo más pasado de moda que la idea misma de “decadencia”?
Para acercarse a Spengler, el lector actual precisa de un esfuerzo suplementario: el de liberarse de los preservativos mentales de la corrección política. El de situarse en una dimensión donde las palabras recuperen la inocencia perdida. Porque los prejuicios del día no bastan para dictaminar si una palabra es culpable o inocente: eso dependerá de los significados que se atribuyan a la misma. Y además, eliminemos o no la palabra, la realidad es terca y permanece, aunque la designemos con otro término que nos guste más.
Tomemos por ejemplo el término “decadencia”. Decir que “vivimos en una sociedad decadente” o que “Europa está en decadencia” parece hoy cosa de reaccionarios recalcitrantes. Pero es preciso discernir el sentido que Spengler le da a este término. Para Spengler la decadencia supone el agotamiento del alma de una cultura, la fase en la que la cultura ha pasado de ser realidad orgánica a mera organización: construcción utilitaria en la que la racionalidad instrumental reemplaza el alma del organismo. Es el paso de la Cultura a la Civilización. ¿Cuáles son las características de la civilización? Ésta es la fase en la que el progreso científico y tecnológico predomina sobre las creaciones espirituales, en la que éstas pierden sus fuentes de inspiración genuinas para devenir formas de entretenimiento social (panem et circenses); es la fase en la que las artes se reciclan en variaciones infinitas sobre un déjà-vu que ya nada tiene de original: las nostalgias barrocas, las fantasías exóticas, el eclecticismo y la mezcla de culturas; es la época en la que todo se monetariza, y en la que los valores mercantiles son el lenguaje universal. La civilización tiene siempre un carácter urbano, intelectual e impersonal, es la era de la mecanización y de la aseptización total de la vida humana.
Ahora bien… ¿no son todas éstas, entre otras muchas, características de lo que ha venido en llamarse posmodernidad?
Spengler habla del “agotamiento del alma” de las culturas. Y ésta se manifiesta en una racionalización de todos los órdenes de la vida, lo que a su vez provoca la destrucción de los vínculos sociales, de los sentimientos, de las costumbres y de las creencias tradicionales. Las autoridades se cuestionan, las estructuras se desploman, y todo aquello que los ancestros habían legado como grande y vigoroso se anquilosa y se petrifica, para después hundirse y disolverse. Es la época del igualitarismo y de la homogeneización. Es la época del hombre desarraigado, del hombre-nómada, de las vidas fragmentadas, de individuos flexibles y adaptables, partículas elementales, listos para abandonar sin remordimientos lealtades y compromisos en un cálculo constante de beneficios y costes – siempre bajo el signo de la incertidumbre.
Ahora bien, todo esto… ¿no es lo que la sociología posmoderna ha dado en llamar tiempos líquidos?
¿Y si la “posmodernidad” y los “tiempos líquidos” no fueran sino formas contemporáneas de designar la decadencia?
¿Y si sustituyéramos la palabra
decadencia – hoy pasada de moda – por la palabra “
liquefacción” – aderezada, eso sí, al gusto del día y con las bendiciones de la sociología posmoderna?
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Las palabras cambian, la realidad siempre es la misma…
Tomemos otra palabra muy usada por Spengler: raza.
En Los años decisivos Spengler aclara: “cuando aquí hablamos de raza no es en el sentido que hoy está de moda entre los antisemitas de Europa y América, esto es, en un sentido darwinista, materialista. La pureza de raza es un término grotesco”. A Spengler el sentido biológico o zoológico del término no le interesa – eso es algo que, en su caso, sólo atañe a la ciencia – y afirma que “ningún pueblo fue nunca llevado al entusiasmo por este ideal de pureza racial”– algo que, expresado entre el delirio nacionalsocialista, tenía todo el valor de un desafío.
Spengler apunta a la “raza” como una cualidad espiritual. Tener raza significa para él “un sentido cósmico y direccional”, “una percepción de armonía con el Destino”, una “vitalidad acompasada al ritmo del Ser histórico”. Los pueblos fuertes, los pueblos nobles tienen raza. Y – añade en Los años decisivos – “precisamente las estirpes guerreras, y por lo tanto sanas y ricas en porvenir, han acogido en sí gustosas al extranjero cuando éste era «de raza», cualquiera que fuese la raza a que perteneciera.” Porque “lo que importa no es la raza pura, sino la raza fuerte que un pueblo integra”. En suma, tener raza supone para Spengler la fortaleza mental de quien se reconoce en armonía con un orden superior. Sólo en este sentido cabe interpretar la famosa imagen con la que cierra El hombre y la técnica: la del vigía que permanece en su puesto frente a la erupción del Vesubio, porque nadie le ha licenciado. El soldado de Pompeya: eso es tener raza.
¿Por qué leer, hoy en día, a Oswald Spengler?
El autor de La decadencia de Occidente escribió en una ocasión que su obra estaba dirigida a los hombres de acción –no a los críticos–, y que su objetivo era presentar una imagen del mundo que nos pueda acompañar en la vida, más que ofrecer materia de cavilación a los filósofos profesionales. Y en la introducción a Los años decisivos afirmaba: “yo nodoy una imagen optativa del porvenir, y menos aún un programa para su realización – sino una imagen clara de los hechos tal y como son, tal y como serán. Veo más lejos que otros.” Si, como ya hemos hecho, comparamos sus descripciones de la “civilización” con nuestros tiempos “posmodernos” y “líquidos”, no podemos sino otorgar algún crédito a sus palabras. Su perspectiva morfológica del devenir histórico – junto con una extraña capacidad de percepción – le permitió expresar intuiciones de un alcance y una profundidad inusitadas. Lo que Spengler nos ofrece es una cartografía del ciclo de las civilizaciones, la posibilidad de acotar el punto donde nos encontramos para comprender aquello a lo que nos toca atenernos.
Entendámonos, nadie puede anticipar el porvenir, ni siquiera Spengler. En sus prognosis hay insuficiencias y errores. Pero sí fue un observador extraordinariamente agudo, y a veces, incluso cuando se equivoca, acierta.
Para Spengler
Los años decisivos son la época tumultuosa que comienza a partir de la primera guerra mundial, y en la que se despliegan los dos fenómenos que trata de analizar en esta obra: la “revolución mundialdel mundo blanco” y la “revolución mundial de color”. La primera consiste en la revuelta de las masas urbanas contra las elites tradicionales; la segunda en una revuelta a escala mundial, destinada a poner fin a la supremacía occidental. Spengler comete errores. Por ejemplo, el análisis de la “revolución de color” es demasiado simplista, y tiende a considerar lo que hoy llamamos el “Tercer Mundo” como algo homogéneo, en contraposición a un Occidente también homogéneo. Y la alianza hipotética que vislumbra entre el proletariado occidental y el Tercer mundo no ha llegado a materializarse – salvo casos muy puntuales. Tampoco consiguió anticipar la deriva reformista de las sociedades occidentales, y el debilitamiento “consensual” de la lucha de clases.
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Entre las partes del libro que peor han envejecido están aquellas en las que expresa su inquina contra el Estado de bienestar – al que considera síntoma de una vitalidad en declive – y contra las luchas sindicales. Son páginas que tienen un cierto tono de monserga reaccionaria. Pero incluso aquí preciso reconocerle intuiciones acertadas. No hay más que ver su diagnóstico sobre el declive de la responsabilidad individual, y su alusión a procesos que sólo se generalizarían décadas más tarde: el frenesí reivindicativo frente a un Estado reducido a máquina asistencial, la hipertrofia del victimismo, la deriva sentimentalista del discurso político: fenómenos todos ellos concomitantes a esa infantilización social y a esas patologías depresivas tan características de nuestras sociedades posmodernas.
El análisis del libro adquiere ribetes proféticos al predecir – con dos décadas de anticipación– el movimiento descolonizador; al señalar que el Islam, con su dogmatismo guerrero y viril, se impondría sobre el cristianismo en el Tercer mundo; al constatar que las grandes potencias emergentes – Estados Unidos, Rusia, Japón, Tercer mundo – son extraeuropeas, y que es en la interacción entre ellas – en eso que después se llamaría “política de bloques”– donde reside el mayor peligro para Europa; al anunciar la despoblación del campo y el crecimiento urbano; al alertar sobre las deslocalizaciones industriales hacia el Tercer mundo; al anticipar el papel decisivo que la especulación financiera tomaría en detrimento de la economía productiva; al describir el advenimiento de lo que después ha dado en llamarse la “sociedad del espectáculo” (su crítica del
panem et circenses); al predecir el envejecimiento demográfico de Europa.
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Spengler reserva sus críticas más acerbas a la arrogancia de la “inteligencia urbana desarraigada”, a los “intelectuales”, a los líderes de opinión y a los medios de comunicación. No ahorra referencias – en una época en la que todavía no se sabía gran cosa – a ese “reino del terror” que era el régimen soviético, del que anunció su fase imperialista y su política de alianzas en el Tercer mundo.
[7] Con singular perspicacia anunció que, a pesar de sus crímenes, ese régimen mantendría intacto su prestigio entre los intelectuales y las masas de occidentales deseosos de creer en utopías. Sus páginas dedicadas al evangelio de la “lucha de clases” (“nada aglutina más ni mejor que el odio”) son un análisis de ese latido poderoso que recorre el curso inmemorial de la historia, y que ya Nietzsche identificó como uno de sus más eficaces motores: el
resentimiento. La guerra de clases, señala Spengler, es un
fin sin porvenir: “no es la construcción de algo nuevo, sino la destrucción de lo existente. La desmoralización metódica es su instrumento, así como la creación de “la clase” como elemento de combate. Y si esta no existe, tiene que ser creada”.Aseveración esta última que podría mover a reflexión, a tenor del celo con el que algunos hoy insisten en que Europa se constituya en puerto de llegada para todos los desposeídos de la tierra…
No obstante tampoco parece que, para Spengler, la hidra revolucionaria vaya a tener la última palabra. En líneas un tanto ambiguas señala que “la revolución mundial, por fuerte que sea en su comienzo, no termina en victoria o derrota, sino en resignación de las masas empujadas hacia adelante. Sus ideales no son controvertidos; se hacen tediosos. Acaban por no mover a nadie a molestarse por ellos. (…) Una sociedad «no burguesa» sólo puede ser mantenida por el terror, y sólo por un par de años; al cabo de ellos todo el mundo está harto de ella, sin contar con que en el entretanto los jefes obreros se han convertido en nuevos burgueses”. ¿Acaso vislumbraba Spengler el crepúsculo del “socialismo real”, la insostenibilidad última de un sistema basado en la coerción, el íntimo deseo de las masas proletarias de devenir burgueses? De hecho, añade, “el siglo del culto al obrero —1840 a 1940— llega irrevocablemente a su fin. Quienes hoy cantan «al obrero» es que no han comprendido la época. El trabajador manual se reintegra al todo de la nación, no ya como su niño mimado, sino como la clase más baja de la sociedad urbana. Las antítesis elaboradas por la lucha de clases tornan a ser diferencias permanentes de alto y bajo, y todos se satisfacen con ello”. Al final, las tensiones se diluyen en el panem et circenses de una nueva época. Y Spengler pone el dedo en la llaga al subrayar la identidad pequeño-burguesa común al comunismo y al capitalismo, unidos ambos en su visión economicista de la realidad: “el «capitalismo» y el «socialismo» tienen los mismos años, son íntimamente afines, han surgido de la misma manera de ver las cosas y se hallan tarados con las mismas tendencias. El socialismo no es más que el capitalismo de la clase inferior”.
Quizá el error más llamativo de Spengler – o el que más a menudo se le achaca– es su predicción de una desintegración general de los sistemas parlamentario- partitocráticos, y el advenimiento de un nuevo “Cesarismo”. Al igual que en la antigua Roma el ciclo las revoluciones y de guerras civiles que comenzaron tras las guerras de Aníbal y con los hermanos Graco en el siglo II a.C. desembocó finalmente en el Imperio de Augusto, las convulsiones de occidente en los siglos XIX y XX marcan el fin del orden tradicional, y el paso a una fase de “civilización” que deja la vía libre al advenimiento del Cesarismo.
Spengler describe el Cesarismo como la era del imperialismo, del materialismo, de la supremacía de la técnica, del poder de los medios de comunicación. Es la época de la “religiosidad segunda”: formas degeneradas de la experiencia religiosa, hechas de amalgamas y sincretismos. Es la época de la muerte del espíritu que originariamente animaba a los pueblos: las instituciones políticas tradicionales, si bien se mantienen formalmente, ya no tienen ni significado ni peso específico, y el único factor determinante es el poder frío, tecnocrático, lejano, ejercido de forma personal por el César.
Esta predicción de Spengler, que en su día hizo pensar en figuras como Lenin o Mussolini, se habría visto desmentida por los hechos: por la derrota de los totalitarismos y por el triunfo final de las democracias parlamentarias. Sin embargo una lectura más atenta nos lleva a replantear su pertinencia actual en algunos aspectos ¿Qué pensar de esta idea en el contexto de la globalización, o de la supremacía imperial de los Estados Unidos? ¿Acaso las instituciones democráticas no se han visto eclipsadas por la “gobernanza”, por el poder entre bastidores de los expertos, por las fuerzas del dinero? ¿Acaso no existe una casta internacional cuyo poder se ejerce por encima de fronteras y controles políticos? ¿Acaso no nos estamos deslizando hacia un “nuevo régimen” que algunos ya han denominado invierno de la democracia? ¿Acaso no se da hoy un clamor creciente por una “democracia real”? ¿O que pensar de su idea de la “religiosidad segunda”, a la vista del espiritualismo “new age” elaborado a gusto del consumidor? En una obra política de gran repercusión los autores neomarxistas Antonio Negri y Michael Hardt afirmaban, hace pocos años, que nos encontramos en plena época del Imperio: el viejo orden de los Estados-nación ha sido sustituido por una gobernanza global sin límites espaciales o temporales, por una máquina biopolítica mundializada que no conoce un “exterior” a la misma. Cierto, todo esto no es el Cesarismo del que hablaba Spengler, pero en algunos aspectos no deja de recordarnos su descripción.
No en vano, la obra de Spengler – tan propicia a múltiples lecturas – ha podido ser considerada como una suerte de Cafarnaún de intuiciones de gran calado mezcladas con divagaciones carentes de sentido. En cualquier caso no puede negársele su carácter de revulsivo intelectual intenso. Y por encima de consideraciones puntuales, contiene grandes aportaciones, hoy más que nunca pertinentes.
En primer lugar, su intuición de la discontinuidad del tiempo histórico, su ruptura con la idea positivista de una historia lineal y única, su recusación del mito del progreso. En segundo lugar, su afirmación de que los grandes agentes del tiempo histórico no son las naciones, ni las clases sociales, ni las razas, ni la economía, sino las culturas. Son las culturas las que crean a los pueblos, y no viceversa. Cada cultura es un núcleo autónomo de producción de valores, por lo que no tendría sentido juzgarlas conforme a un criterio occidental y único. Es el fin del etnocentrismo. Spengler rehabilita las culturas orientales, asiáticas, la cultura árabe, y prefigura la moderna “historia de las mentalidades”. Son tesis de plena actualidad, en el contexto de los debates en torno al choque/diálogo de civilizaciones como paradigma explicativo de la realidad internacional.
En tercer lugar, destaca sobre todo la idea de que, si bien las culturas y civilizaciones pueden variar, las fuerzas esenciales que moldean y moldearán el futuro
son siempre las mismas. Ahí reside el punto de partida de toda una perspectiva realista de las relaciones internacionales: en la idea de que mantenerse al margen de la “gran política” del mundo – eso que el autor alemán llamaba “el pacifismo tardío de una civilización cansada”– no protege de sus efectos. O dicho de otra manera: quienes renuncian a
hacer historia deben limitarse a padecerla.
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Pese a todo lo anterior, es preciso subrayar que acercarse a Spengler en busca de análisis histórico-geopolíticos de actualidad –como si se tratase de un historiador o de un politólogo – supone equivocar completamente la perspectiva. El valor de su obra reside en otro plano. Si ésta todavía habla al hombre actual lo hace principalmente desde una dimensión ética, así como desde las cualidades intrínsecas de su escritura.
Spengler es un filósofo de la decadencia. Muchas de sus descripciones de la “civilización” como estadio terminal de la cultura son una descripción precisa de nuestra realidad. Son “síntomas” que reconocemos en nuestra vida cotidiana. El “último hombre” cree haber inventado la felicidad…y guiña un ojo. Spengler nos recuerda que torres muy altas ya han caído. Y lo que busca – ya lo sabemos – es presentar una imagen del mundo que nos pueda acompañar en la vida. Un empeño para el que acude no a una argumentación racional, sino a una visión poética. Y nos ofrece una imagen recurrente: las ideas sin palabras. “Aquello que de nuestros padres llevamos en la sangre, lo único que asegura la solidez del porvenir”. Ideas sin palabras. ¿Qué hacía entonces este fecundo polígrafo, al rellenar cientos y cientos de páginas?
Para Spengler, de lo que se trata es de reactivar algo latente en el alma del hombre occidental – en el alma de la cultura fáustica. Algo que, en último término, no puede alcanzarse por los senderos del discurso racional, pero que sí puede ser intuido, evocado, despertado.
La visión mitopoética de Spengler se traduce en un término: prusianismo. Esta expresión, central en toda su obra, debe ser cuidadosamente separada de una fácil caricatura: la del teutón hirsuto con monóculo y casco de pincho, ladrando voces de mando en el patio de un cuartel. El espíritu prusiano es, para Spengler, un doble imperativo ético: un ideal individualista hecho de responsabilidad personal, de autodeterminación y de capacidad de decisión, unido a un sentido comunitario de autodominio, de fidelidad y de renuncia de sí. Ser libre…y servir. Es el espíritu que alumbró el milagro de aquella tierra tosca, llana y pantanosa, que supo combinar la eficacia en el campo de batalla con una singular tolerancia religiosa e intelectual, y que con la audacia de sus reformas sociales constituyó un ejemplo acabado de auténtico orden aristocrático: el de la jerarquía según el valor personal.
Spengler comparaba el viejo estilo prusiano con el
viejo estilo español, que “forjó, él también, a un pueblo en el combate caballeresco”.
[9] Porque, conviene insistir, para Spengler la idea prusiana no se identifica con una tierra concreta, sino con
una actitud ante la vida: “no todo nacido en Prusia es prusiano; este tipo es posible por doquiera en el mundo «blanco» y existe
realmente en él aunque en raros ejemplares”. Lo específico de Prusia es que, históricamente, fue en este territorio donde se plasmó de forma más acabada una simbiosis entre
aristocracia y modernidad: el acceso a ésta última no se hizo por la vía clásica del aburguesamiento de las clases aristocráticas, sino que éstas permanecieron enraizadas entre las clases populares y el medio rural, definidas no por un estatus de privilegio sino por un
sentido de servicio. Prusia, en cierto modo, escapó al modelo de la “sociedad burguesa”.
El prusianismo de Spengler tiene, no cabe dudarlo, una dimensión política. “La idea prusiana – dice el autor alemán – se endereza tanto contra el liberalismo financiero como contra el socialismo obrero. Todo ordende masa y de mayoría (…) le es sospechoso. Apunta ante todo contra la debilitación del Estado, y contra el abuso del mismo en favor de intereses económicos”. Prusiana es, para Spengler, “la primacía incondicional de la política exterior – de la dirección afortunada del Estado en un mundo de Estados – sobre la política interior, cuya única función es mantener en forma a la nación para aquella tarea y se convierte en abuso y en delito cuando persigue, independientemente, fines ideológicos propios”.
Pero de ningún modo se trata de una supresión del individuo por el colectivo. Estamos aquí muy lejos de cualquier apología totalitaria. Pocos autores como Spengler han llevado tan lejos la exaltación de lo que él llama “el individualismo germánico”. Lo que el prusianismo implica es un retorno de la política, su primacía sobre la economía, la disciplina de ésta por un Estado fuerte, lo que a su vez presupone “la libre iniciativa de la empresa privada, y no la organización partidista y programática, y superorganización hasta la supresión de la idea de la propiedad”. Disciplina es en suma la “educación de un caballo de raza por un experto jinete, no la opresión del cuerpo económico viviente en un corsé de planes económicos, o su transformación en una máquina de acompasado golpear”.
Una actitud ética hecha de conciencia del deber, de impersonalidad activa y de sentido del honor. El “estilo prusiano” es el ideal estoico, las “virtudes romanas” clásicas: la claridad, la frialdad de juicio, la objetividad, la renuncia a todo entusiasmo romántico e irracional, la autodisciplina, la austeridad. Paradójicamente se trata de una sublimación del individualismo: una renuncia libre por la que un “Yo” fuerte se inclina ante un gran deber y una gran tarea. Es un acto de auto-gobierno. Frente a la atomización social de la “civilización”, lo que Spengler nos propone es una reconstrucción del vínculo social. Frente al individualismo egoísta, la recuperación de un horizonte de sentido compartido. Frente al narcisismo estéril, la alegría del servicio a los demás. Perderse uno mismo para hallarse uno mismo. Un mensaje más revulsivo que nunca, en esta época de desconcierto y de baratillo de manuales de autoayuda. Más allá de los ídolos de la modernidad, el ideal aristocrático europeo de todos los tiempos. Prusianismo, he ahí la respuesta de Spengler a la decadencia.
Pero el Spengler pensador, el politólogo, el moralista, probablemente no habría llegado hasta nosotros – al menos no con la fuerza con que todavía lo hace – si no llega a estar sostenido por el Spengler escritor. Aquí reside para muchos toda la vigencia de su palabra. Porque Spengler es ante todo un escritor. Un creador que con la plasticidad de su prosa y con la potencia evocadora de sus imágenes no nos convence tanto como nos seduce.
La obra de Spengler puede ser criticada desde muchos puntos de vista. Para algunos ejemplifica la pesadez de un cierto tipo de edificación dialéctica, típicamente germánica. Otros le achacan su uso exagerado de las analogías históricas, su visión determinista de la historia, su estatismo rígido, sus críticas a la democracia, su fijación excesiva con los “grandes hombres”. Spengler, lo sabemos, está muy lejos de convencer al historiador profesional. Pero da igual. No es por sus análisis histórico-políticos por lo que hoy continuamos leyéndole – al menos no en primer término. Si resulta atrayente para el lector de hoy es, precisamente, porque no es un historiador profesional. Se trata de un historiador – o filósofo – sui generis. Spengler fue un “historiador nato”, intuitivo, alguien que creyó percibir el pulso de la historia y de su época palpitando en sus venas, alguien que no buscó explicar las cosas mediante una investigación empírica, sino aprehender su esencia con la claridad de una visión. Spengler es un historiador-artista.
Y como artista, lo que hace es expresar un estado de ánimo existente en su época. El tono crepuscular de
La decadencia de occidente encuentra su eco en obras como
La tierra baldía, de T.S. Eliot, o en algunas novelas de Kafka. Spengler era también un maestro de la expresión concisa y vigorosa. Las numerosas páginas que dedica al arte rebosan de intuiciones luminosas que sólo pueden apreciarse desde una sensibilidad aguzada – y desde un equipaje cultural adecuado. Para Spengler la historia y la poesía van a la par, y al final uno sólo puede lanzar una mirada poética sobre la historia. Sus descripciones del drama grandioso de las culturas y del ciclo majestuoso de sus estaciones reverberan en nuestra imaginación. No es de extrañar que la obra de Spengler haya encontrado su fortuna, no entre historiadores o filósofos, sino ante todo entre artistas, poetas y escritores. Scott Fitzgerald se describió una vez como “un spengleriano norteamericano”; para Henry Miller su descubrimiento tuvo un valor de revelación; los fundadores de la “generación
Beat” –
William S. Burroughs,
Jack Kerouac,
Allen Ginsberg –hacían lecturas colectivas de su obra
…
“Ofrecer una imagen que nos pueda acompañar en la vida”. Pero mal compañero será este Spengler, habida cuenta de su reputado “pesimismo”. ¿Se trata verdaderamente de un pesimista?
Spengler anuncia la decadencia, pero eso no hace de él un pesimista…ni un optimista. Un diagnóstico no es, normalmente, ni una cosa ni la otra. Pero además, habría que revisar los conceptos. Probablemente haya pocas cosas más auténticamente deprimentes que ese “pensar positivo” superficial y forzado, ese optimismo bobalicón hecho de evasión y de sonrisa tonta, que parece querer imponérsenos a todas horas del día. Si lo que queremos es
otra cosa, Spengler ofrece una fórmula para los espíritus fuertes. En primer lugar, si es cierto que existe un determinismo global que pesa sobre nuestra cultura, la última palabra todavía no está dicha: el ciclo de Occidente aún no está agotado, y puede haber sorpresas. Pero además, es que determinismo global no equivale a
determinismo individual. En uno de sus aforismos Spengler señalaba: “cuando un ser humano tiene una gran tarea que cumplir, ninguna desgracia puede alcanzarle mientras no haya cumplido aquello a lo que estaba destinado”. Y en otro lugar afirmaba: “el pesimismo es la incapacidad de percibir nuevas tareas. ¡Y yo veo tantas, y todavía por cumplir, que temo que nos falten el tiempo y los hombres para ello!” Poner un objetivo entre uno y la muerte, o como decía Ortega, “el valor supremo de la vida consiste en perderla a tiempo y con gracia”. Es la vieja divisa hanseática:
Navegar es necesario, vivir no. La garantía de éxito no es condición necesaria para emprender la lucha. Y cada hombre
siempre tiene la opción de permanecer fiel a la idea que se ha hecho de sí mismo, sea cual fuere el resultado final.
Amor fati. Ahí está la única victoria inalienable. Una
ética heroica, de la que el esqueleto del soldado de Pompeya siempre podrá dar testimonio.
[10]
Y en último término, a fin de cuentas, tampoco cabe ponerse demasiado serios. Como el propio Spengler nos dice en Los años decisivos, “todos los revolucionarios carecen de humor, y esta es la causa principal de sus fracasos. Amor propio mezquino y falta de humor, tal es la definición del fanatismo”.
Refiriéndose al autor de La decadencia de Occidente, Jorge Luis Borges escribió en una ocasión: “sus varoniles páginas, redactadas en el tiempo que va de 1912 a 1917, no se contaminaron nunca del odio peculiar de esos años”. Otra vez, las virtudes romanas: virilidad, autodominio, alzarse por encima de las pasiones de la época. Desde una orilla lejana, un caballero prusiano nos observa.
© Prólogo de Rodrigo Agulló a Los años decisivos,
de Oswald Spengler, Ediciones Áltera.
Información sobre el libro aquí.
[1] Johann von Leers,
Spenglers weltpolitisches System und der Nationalsozialismus, Junker u. Dünnhaupt, Berlin 1934. Anton Mirko Koktanek,
Oswald Spengler in seiner Zeit. C.H. Beck, München, 1968.
Una aseveración esta última que podría discutirse, si tenemos en cuenta que Ernst Jünger – figura de proa literaria de la “Revolución Conservadora”– publicó en 1939 su novela Sobre los acantilados de mármol: una impresionante denuncia en clave simbólica sobre la inhumanidad del nazismo y la situación de Alemania.
[2] Los últimos años de la vida de Spengler fueron difíciles. En la “noche de los cuchillos largos” del 30 de junio 1934 (la purga en la que el régimen eliminó al ala izquierda del NSDAP y a parte de su oposición de derecha) varios amigos de Spengler son asesinados, entre ellos el abogado Edgar J. Jung –dirigente de los “jóvenes conservadores”– y el compositor y crítico musical Wili Schmid. En nueva muestra de coraje, Spengler pronunciará el elogio fúnebre de este último. En 1935 dimite del Comité director del “Archivo Nietzsche” para protestar por la nueva orientación de esta institución, dirigida por la hermana del filósofo, la pro-nazi Elisabeth Förster-Nietzsche. Los ataques en la prensa se suceden y algunos amigos le aconsejan exiliarse, a lo que siempre se niega. Sus cartas y papeles privados dan buena fe de la repugnancia que le inspira el nacional-socialismo, “ese pseudo-socialismo que no es más que uniformización”, ese “Reich de los mil años que no será más que un Reich de los mil días”. Spengler muere en Munich de un ataque cardíaco, el 8 de mayo 1936, a los 56 años de edad. Durante unos meses corre el rumor de que ha sido asesinado por los nacionalsocialistas, extremo que nunca ha sido confirmado. (Alain de Benoist,
Oswald Spengler et le IIIº Reich, Nouvelle École nº 59-60, 2010, pp 103-109).
[3] La palabra empleada por Spengler –
Untergang, crepúsculo – es, en este sentido, reveladora. Tiene también el sentido de “
maduración” o “
cumplimiento”. (Alain de Benoist,
Oswald Spengler, une introduction, Nouvelle École, nº 59-60, 2010, p. 17).
[4] Aunque bastante más pedante, y sin la solera de la antigua palabra.
[5] Alain de Benoist,
Oswald Spengler, une introduction, Nouvelle École nº 59-60, 2010, p. 25.
[6] En este punto sus palabras son, mas que nunca, actuales: “La abundancia de hijos, señal primera de una raza sana, se hace molesta y ridícula.Es éste el signo más grave del «egoísmo» de los hombres de las grandes urbes, átomos independizados; del egoísmo, que no es la antítesis del colectivismo actual —no hay entre ambos diferencia alguna; un conglomerado de átomos no es más viviente que un átomo solo—, sino la antítesis del instinto de pervivir en la sangre de la progenie, en el cuidado creador de la misma y en la duración de su nombre”.
[7] Spengler señala que “todo socialismo que pasa de la teoría a la práctica, se ahoga muy pronto en burocracia”, y añade: “con una administración hostil y burocrática de la agricultura (…) hoy en día los campos estén en barbecho, la riqueza ganadera anterior reducida a una fracción y el hambre de estilo asiático convertida en un estado permanente, que sólo una raza de voluntad débil, nacida para una existencia de esclavos, tolera.” Estas líneas, escritas en una época (1933) en que Stalin acometía el genocidio por hambre de varios millones de ucranianos (el hoy llamado “Holodomor”) nos da buena prueba de la agudeza de percepción de Spengler: esta masacre era un hecho prácticamente ignorado en toda Europa, celosamente ocultada por el hermetismo de la censura soviética. La
intelligentsia europea de la época se deshacía en loores al “camarada Stalin”, constructor del socialismo.
[8] Consideración hoy más válida que nunca, a la vista de la política exterior y de defensa de los Estados europeos y de la situación general de la Unión Europea.
[9] En su obra “
Prusianismo y socialismo”.
[10] Una ética heroica en muchos aspectos similar a la que por aquellos mismos años desarrollaba en España Ortega y Gasset. El filósofo madrileño fue –conviene recordarlo– el introductor de Spengler en España, de quien hizo traducir (por el profesor García Morente) y publicar en 1923
La decadencia de Occidente, con un prólogo del propio Ortega.