Llegamos con esta octava entrega al término de la serie con la que Adriano Erriguel ha ilustrado y analizado los grandes retos que, arraigados en su historia y abiertos al presente, se plantean hoy en Rusia... y, en últimas, aunque con respuestas antagónicas, en Occidente. Sorprendentes a la par que ilustrativas resultan las similitudes existentes entre la conclusión de esta serie y la del artículo que ayer mismo publicaba en estas páginas José Javier Esparza.
¿Una nueva “revolución rusa”?
Rusia es un país extraño. Recién caído el comunismo, las cúpulas de las iglesias ortodoxas comenzaron a elevarse por todo el país. Iglesias y catedrales fueron reconstruidas en tiempo récord, ya fuera a instancias de los poderes públicos o por iniciativas populares. Pero en la Plaza Roja el mausoleo de Lenin sigue en su sitio. Y la simbología comunista continúa presente en fachadas y edificios. En las ceremonias militares, las banderas con la hoz y el martillo son honradas junto a los viejos estandartes del Imperio de los Zares. Y Europa no entiende nada.
Europa no entiende que Rusia no haya centrifugado, aseado y expurgado su pasado, hasta dejarlo reducido a la nada. A esa misma Nada en la que Europa se encuentra sumida, al fabricarse una virginidad inmaculada a la medida de sus famosos “valores”. Enquistada en sus pequeños dogmatismos la Europa aseptizada es incapaz de entender nada. Es incapaz de entender algo que el director de cine Nikita Mikhalkov expresaba de manera bien simple:
“En cada período de la historia rusa hay páginas blancas y negras. No podemos y no queremos dividirlas y asociarnos con unas mientras repudiamos otras. ¡Esta es nuestra historia! ¡Sus victorias son sus victorias, sus derrotas son nuestras derrotas!”[1]
Y como en Europa siguen sin entenderlo, la conjura de los necios se desgañita sobre una supuesta amenaza ultraortodoxa, sobre un contubernio de fascistas teocráticos, nostálgicos de la Unión Soviética e imperialistas sanguinarios. Se dice que Rusia ha sufrido una “vuelta hacia atrás”. Sí desde luego. Pero sólo en relación a los intereses americanos. Porque Rusia ya no está donde a ellos les gustaría que estuviese: en los tiempos de Yeltsin. ¿Dónde se encuentra hoy Rusia?
En un libro sobre Putin publicado en 2014, el periodista francés Frédéric Pons habla de una “nueva revolución rusa”. Y afirma: “con el apoyo ampliamente mayoritario de su opinión pública, Putin efectúa desde 2012 una verdadera revolución geopolítica que aspira a hacer de Rusia un nuevo polo de civilización, que presenta como una alternativa a la civilización occidental”. Ucrania y Crimea – continúa Pons – son los laboratorios de esta nueva política.[2]
Las decisiones tomadas por Moscú durante la crisis de Ucrania – señala el politólogo Igor Zevelev – han estado dictadas, no por el simple deseo de anexionarse un territorio, sino por una visión singular del mundo que se apoya sobre un corpus de ideas aparecido a partir de 2007”.[3] ¿Corpus de ideas? En la Rusia de hoy no existe una “ideología estatal”. No al menos en el sentido que tenía el marxismo en la época soviética. El neo-eurasismo, lejos de desempeñar ese papel, es sólo una corriente en concurrencia con otras muchas.[4] Más que una ideología oficial lo que existe hoy en Rusia es un estado de insumisión ante el hegemonismo unipolar y ante el “fin de la historia” neoliberal. En ese sentido Rusia es, hoy por hoy, un laboratorio de alternativas frente al modelo globalizador de Europa y América. Sobre una idea de fondo: la civilización rusa es diferente de la civilización occidental. El “modelo ruso”, si existe, consiste en que cada civilización encuentre su propio modelo. Pero en ese “modelo ruso” pueden también encontrarse algunas ideas exportables: las líneas maestras de una visión del mundo.
En busca de un camino propio
La primera de esas ideas es la de identidad. El énfasis en este concepto deriva del trauma post-soviético, cuando la quiebra de la idea nacional obró en beneficio – en palabras de Vladimir Putin – “de la elite cuasi-colonial que se dedicó a robar y a exportar capitales y que no se sentía vinculada al futuro de su país, al lugar de donde extraían el dinero”.[5] A esa idea de identidad se asocia la idea de tradición: la identificación de los ciudadanos con su historia, con los valores que los constituyen en nación. “Los rusos – señala la académica Hélène Carrère d´Encausse – redescubren su historia. Y experimentan cierto orgullo. Yo diría incluso que están locos por la historia. En Francia ya no se sabe como transmitir. Allí lo hacen con pasión”.[6] Poco que ver con esa concepción neoliberal que ve en la nación una suma de intereses individuales, cuando no una “marca” o una empresa que cotiza en bolsa.
Otro concepto importante es el multipolarismo, esto es, la negativa a aceptar que ningún “gendarme del planeta” dirija la sociedad internacional. “Estados Unidos es la única nación indispensable” – afirma Barak Obama –, “un país diferente, un país excepcional”. “Excepcionales somos todos”: ésa parece ser la respuesta de Moscú al mesianismo de la “ciudad en la cima”.[7]
Otra idea es el rechazo de la superioridad moral de occidente. Un occidente travestido en “imperio del Bien” que trata de imponer sus códigos de conducta al resto de la humanidad. La defensa de los valores tradicionales es invocada por Rusia frente a las ideologías que, instaladas en el estribillo “progresistas versus reaccionarios”, no hacen sino promover la americanización del mundo. Valores “tradicionales” o simple defensa de la lógica: los rusos, en su mayoría, no estiman oportuno cuestionar instituciones milenarias como la familia. Algo en lo que la posición de las autoridades, de la iglesia ortodoxa y de la mayoría de la opinión rusa es concurrente. Los “valores” europeos son percibidos en Rusia – en cuanto sólo parecen preocuparse de los deseos de las minorías sexuales – como decadentes o como ridículos. Y la corrección política occidental está ausente de los usos sociales, con lo que la libertad de expresión es en Rusia, en muchos aspectos, bastante más real que en occidente.[8]
El “modelo ruso” responde también a un principio incómodo para los gestores del mundialismo: la subordinación de la economía a la política. Un principio que la depuración de los oligarcas, llevada a cabo desde el Estado, dejó en su día bien claro. Es muy significativo que algunos de los grandes expoliadores – tales como Mijail Khodorskovsky o Boris Berezkovsky – fueran celebrados en occidente como adalides de la “sociedad abierta”. La subordinación de la economía a objetivos políticos actúa como cortafuegos frente a las derivas del “reformismo” neoliberal. Y eso es algo que permite salvaguardar importantes conquistas sociales – tales como la gratuidad de la educación – que representan lo mejor del legado soviético.[9]
Rusia es una sociedad plural. Pero con un pluralismo que responde a dinámicas propias, no a consignas impostadas desde el exterior. Rusia abarca etnias, pueblos y religiones diferentes, reconocidas como parte integrante de su identidad histórica. El nacionalismo, percibido como un fenómeno negativo, es preterido ante la idea de patriotismo entendido como elemento integrador. El sistema político ruso – señala el periodista Frédéric Pons – “no es una dictadura sino un sistema presidencial con tendencia autoritaria. Evidentemente imperfecto en comparación a los valores democráticos occidentales, este sistema organiza no obstante elecciones libres, reconoce el pluralismo de los partidos y deja una libertad relativa a la prensa, incluso si el Kremlin ejerce una presión evidente sobre los medios.”[10]
El “mundo ruso” busca su propio camino. Y en cierto sentido lo hace por exclusión. “Hemos dejado atrás la ideología soviética – dice Vladimir Putin – y ya no habrá marcha atrás. Los que proponen un conservadurismo que idealiza la Rusia anterior a 1917 se encuentran tan lejos de la realidad como los defensores del liberalismo extremo de tipo occidental”.[11] Pero el “centrismo patriótico” de los primeros años de Putin ha revelado sus carencias. Ni siquiera el Partido “Rusia Unida” – como vehículo de un desvaído “patriotismo consensual” – es un instrumento adecuado. Los dirigentes rusos han caído en la cuenta de que el pragmatismo tecnócrata y la apoliteia – favorecidos durante los primeros años de Putin – son inoperantes frente el asalto del soft power globalista. “Todo es política” decía Gramsci. Rusia se re-politiza, aprende a marchas forzadas las reglas del soft power y empieza a dar algunas lecciones a los grandes maestros en ese juego.[12]
¿Revanchismo geopolítico?
“El colapso de la Unión soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, declaró Vladimir Putin en 2005. Una frase que normalmente se cita como prueba irrefutable de nostalgia soviética y de voluntad expansionista. Pero casi siempre se omite la última parte de la misma: “aquél que pretenda reconstituirla (la Unión Soviética) de la misma manera no tiene cerebro”. En realidad, el Presidente ruso se refería al drama vivido por las decenas de millones de ciudadanos rusos que, tras la independencia en 1991, se vieron atrapados fuera de las fronteras de Rusia. Un drama humano fuente de no pocas tensiones en el entorno geográfico de la Federación, y que está en el origen de los llamados “conflictos congelados”.[13]
El “mundo ruso” (Russkiy Mir) es un concepto recurrente en el lenguaje oficial de la Federación. El “mundo ruso” es una diáspora, una Koiné cultural que desborda las fronteras y que constituye, por sí sola, una civilización aparte. La atención a esa realidad es uno de los vectores de la política del Kremlin en sus dimensiones humana, social y cultural. Pero las autoridades rusas han declinado oficialmente toda pretensión revisionista o de reagrupamiento de los Estados sucesores de la URSS. En ese sentido las comparaciones que se hacen entre las minorías rusas y los sudetes alemanes en 1938 son deformaciones interesadas, propias de la histeria de guerra. Lo cierto es que, tras la caída del comunismo, Rusia abandonó toda doctrina de confrontación con Europa. Ya incluso antes, durante la Perestroika, Gorbachov había planteado una iniciativa de “casa común” europea.
Conviene no engañarse: la vocación eurasiática de Rusia tiene mucho de “doctrina de sustitución”. La auténtica vocación de Rusia – desde la época de Pedro el Grande – ha sido siempre Europa. Y esa obsesión por no cortar a Rusia de Europa es también una constante de la política de Putin. Un interés que se ha concretado en propuestas de régimen económico preferencial, de políticas industriales comunes, de acuerdos de cooperación energética, de programas conjuntos de ciencia y educación, de libertad de circulación de personas y de arquitectura común de seguridad, todas ellas dirigidas a los gobiernos europeos.[14] En resumen: una Europa “desde el Atlántico a Vladivostok”. Mal que les pese a los voceros de la confrontación, parece que De Gaulle es para el Kremlin una fuente de inspiración bastante más cercana que Hitler o que Stalin. Pero todas estas ofertas – quizá el esfuerzo más inútil de la política exterior rusa – parecen obviar una cosa: los países europeos no son los dueños de sus propias decisiones.
Las leyes de la geopolítica son inflexibles. Las potencias marítimas mundiales – antes Gran Bretaña, hoy los Estados Unidos – deben impedir a toda costa la unión de la “Isla Mundial” (Heartland), esto es, de Eurasia. Para eso se necesita una tensión permanente en el centro del continente. Cuando no la guerra. Y de ésta, por definición, Rusia siempre es “culpable”.
Un excurso filosófico
En diciembre 2014 el Congreso de Estados Unidos designó a Rusia como enemigo principal. En febrero 2015 la OTAN aprobó un despliegue militar inédito desde hacía décadas. El Pentágono calienta la guerra fría y sus satélites se preparan ante la inminente invasión rusa. Generales americanos sacados de una película de Stanley Kubrick sacuden tambores de guerra. El mundo libre emprende una nueva cruzada. Contra el doctor Maligno. Contra Hitler y Stalin reunidos. Contra el paranoico sanguinario, el perseguidor de gays, el enemigo del género humano.
¿Por qué esa fijación? ¿Por qué esa eterna obsesión de buscar un enemigo? ¿Por qué no dejar que otras sociedades organicen su vida, cultiven sus valores – por muy arcaicos y retrógrados que nos parezcan – y busquen el modelo político, social y cultural que más les convenga? ¿Por qué no simplemente dejarles en paz?
Conocemos las explicaciones: las rivalidades estratégicas, las leyes de la geopolítica, la competición por los mercados energéticos, los réditos de la carrera de armamentos, los contenciosos heredados del pasado, los rencores acumulados, hasta el choque de civilizaciones . Sin embargo a todas esas razones – por válidas que sean – se les escapa algo esencial. Hegel interpretaba la Historia universal como el desenvolvimiento de la Idea. Es preciso hacer un esfuerzo de abstracción. Tratar de identificar la dialéctica profunda a la que los hombres, tantas veces sin saberlo, sirven con sus acciones. ¿De donde surge esa animadversión enconada – casi fisiológica – de la corrección política occidental ante todo lo que Putin representa? ¿Existe una metapolítica de la nueva guerra fría? Dilucidarlo tiene, a nuestro juicio, mucho que ver con el análisis de esa corrección política occidental y del fondo nihilista que la sustenta.
La historia de occidente – decía Nietzsche – es la historia del advenimiento del nihilismo. Y es el liberalismo el que ha desvelado el fondo nihilista de la naturaleza humana. El antropólogo alemán Arnold Gehlen definía al ser humano como “ser desprovisto” (Mangelwesen). Lo que significa que el hombre, por sí mismo, no es nada. El hombre toma su identidad de lo que le rodea: su historia, su pueblo, sus valores, la política, la religión. Desde el momento en que se le priva de todo eso y retorna a su pura esencia, el hombre es ya incapaz de reconocer nada. Y esa es la dinámica del liberalismo posmoderno: liberar al hombre de todo. Situarlo en la vacuidad total. En la Nada.
El liberalismo es la fase terminal del nihilismo. Un proceso que el filósofo neo-eurasista Alexander Duguin ha descrito de forma certera.[15] Duguin describe al liberalismo como puro impulso de libertad negativa: “liberar” al ser humano de toda forma de determinación colectiva o no-individualista. El liberalismo “libera” al hombre de todas las formas de identidad – religión, patria, origen étnico, tradiciones, valores – que puedan ser consideradas como obstáculos al desenvolvimiento de la “sociedad abierta”. En una fase posterior el liberalismo “libera” al hombre de su realidad biológica, de su propio sexo y hasta de su propio cuerpo. Objetivo final: un individuo líquido, amoldable, intercambiable, nómada, flexible a los requerimientos del mercado. ¿Pero que tienen que ver Putin y Rusia en todo esto?
Buscando enemigo desesperadamente
Lo que ocurre – señala Duguin – es que el liberalismo ha llegado a la fase en la que arriesga su implosión. Estamos en un momento delicado en la historia del liberalismo: éste ha derrotado a todos sus enemigos pero al mismo tiempo los ha perdido. Y se queda desprovisto de razón de ser. Porque el liberalismo es, en esencia, liberación de todo aquello y lucha contra todo aquello que no es liberal. Entonces el liberalismo se revuelve en sí mismo, empieza a purgarse internamente de todos los residuos del viejo orden no liberal: diferencias de “género”, incorrección política, iglesias, autoridad paterna, hasta las fronteras y el propio Estado. Nos acercamos entonces al caos. O a esa peculiar mezcla de orden y caos (Chaord) que, según Hardt y Negri, caracteriza al Imperio posmoderno. Inmigración masiva, choque de civilizaciones, terrorismo, nacionalismo etnicista, desvalorización de todos los valores y relativismo absoluto. A lo que hay que añadir fenómenos coyunturales como la saturación de los mercados, la tendencia a la baja de las tasas de beneficios, las crisis financieras, la explosión de la deuda y el fin de las clases medias. En resumen, todo eso que Alain de Benoist denomina “un proceso sub-caótico de descivilización”.[16]
Embarcado en una permanente huída hacia delante, el liberalismo puede morir de su propio éxito. Y para evitarlo necesita recobrar su significado. Justificar su defensa de la “sociedad abierta”. Verse confrontado con una sociedad no-liberal. Para eso necesita un enemigo.
¿El islamismo? Sí por supuesto. Pero el islamismo no está a la altura. Es demasiado primitivo. Y además sólo justifica intervenciones regionales. El liberalismo necesita un adversario global; un adversario – señala Duguin – “que le ayude a contener el nihilismo que porta en su seno, y retrasar así su inevitable final. Rusia, el tradicional enemigo geopolítico de los anglosajones, es el enemigo ideal. Por eso occidente necesita desesperadamente a Putin, necesita a Rusia y necesita la guerra”.
Es falso que Rusia sea una amenaza para Europa. Bien mirado, la Rusia actual ni siquiera es antiliberal. Desde luego no es totalitaria, ni es nacionalista, ni es comunista. Pero tampoco es suficientemente liberal, suficientemente demócrata, suficientemente cosmopolita. Motivo suficiente para declararle una hostilidad implacable. El objetivo: liberar a Ucrania de Rusia, liberar a la propia Rusia de su no-liberalismo, liberar al liberalismo de su propia implosión – para lo cuál éste necesita un desafío, esto es, a Rusia. Un círculo vicioso, en el que el papel asignado a Rusia – concluye Duguin – es el de “salvar al liberalismo de su propio final”. Occidente ya tiene a Rusia donde más la quería: en el papel de enemigo. Y ya tiene a Putin que tan pronto es Hitler como tan pronto es Stalin. Y que es en todo caso la figura y el rostro del Mal.
¿Una sociedad post-liberal?
La crisis de Ucrania ha marcado un antes y un después. La decisión de norteamericanos y europeos de ejecutar un tour de force geopolítico ha desbaratado, en cierto modo, sus estrategias de penetración cultural en Rusia, una sociedad en la que el patriotismo es el resorte más poderoso. Tras la adhesión de Crimea las encuestas de popularidad otorgaban a Putin un 89% de apoyo: el nivel más alto entre todos los líderes del mundo.[17] Convertido en un icono popular, el líder ruso no es sin embargo el factor decisivo en este envite. Lo decisivo es lo que tiene detrás de sí, el pueblo al que representa.
La estrategia occidental confía en las sanciones económicas. Confía en que, a largo plazo, el deterioro económico sofoque la exaltación patriótica. Deposita sus esperanzas en una clase urbana consumista, portadora de valores “globales”. Una clase que desde Moscú y San Petersburgo llegue a imponer su voluntad al resto del país, lo “normalice” y lo meta en el redil occidental. Pero esa estrategia infravalora la cultura del sacrificio que aún está presente en ese pueblo. Para los rusos la historia es memoria viva. La guerra fría es, además, su elemento.Como señala el historiador liberal Pyotr Romanov “solamente cuando el pueblo ruso, por sí mismo, decida que ya está harto de Putin, entonces se terminará su gobierno. Pero no antes, y en cualquier caso nunca por presiones ejercidas desde occidente”.[18]
El soft power occidental se recrea autocomplaciente ante la superioridad de su propio modelo. Y aduce como prueba irrefutable que “todos quieren vivir en Europa y en América, y nadie quiere hacerlo en países como Rusia, China, Irán etc”. Claro que este discurso deja a alguien fuera de la ecuación: a los propios rusos, chinos e iraníes que sí quieren vivir en sus propios países, y que no sienten una especial necesidad de que nadie venga a “liberarles”. También se omite otro aspecto: buena parte de las masas que, para escapar de su miseria, pugnan por entrar en Europa, desprecian en su fuero interno el modelo occidental. De hecho, una vez aplacadas sus necesidades materiales se revuelven contra el mismo y se aferran a sus identidades, ideas y tradiciones. Con lo cuál Europa sigue incubando en su seno un problema que algún día estallará, en unas proporciones hoy difíciles de prever.
Rusia busca su propio modelo. No es una potencia europea sino eurasiática. Una civilización propia. Putin es básicamente un pragmático, poco proclive a los intelectuales y a las ideologías. Pero la tecnocracia apolítica ya ha revelado sus limitaciones. Frente a la mezcla de soft power y de exportación del caos empleada por las fuerzas hegemónicas, se hace necesario optar por un designio alternativo. Rusia se encuentra ante el desafío de definir un modelo contra-hegemónico. De denunciar el “gran relato” neoliberal. La dialéctica “progresistas versus reaccionarios” o “sociedad abierta versus tiranía” no es más que una forma de falsa conciencia al servicio de la hegemonía occidental. Se trata de quebrar ese marco conceptual. De salir de él o de imponer un marco diferente. Se trata de definir las bases de una sociedad post-liberal.
El último país llegado al liberalismo podría ser también el primero en salir de él. Si ello fuera así Rusia podría ser el nuevo “banco de pruebas” de experimentos inéditos. Pero nada está decidido. El futuro está, como siempre, abierto.
Europa y Rusia ¿mismo combate?
“Una Europa del Atlántico hasta los Urales”, decía el General De Gaulle. Todas las leyes de la geopolítica – la complementariedad de mercados, los intereses tecnológicos, las rutas energéticas, la arquitectura de seguridad, las analogías culturales – reclaman un partenariado sólido entre Europa y Rusia. “Alemania y Rusia unidas – confesaba George Friedman, Director de la Agencia norteamericana Strafor – representan la única fuerza que podría amenazarnos, y debemos asegurar que eso no sucederá jamás”.[19] La alianza de la tecnología y el capital alemán con la mano de obra y los recursos naturales rusos: he ahí la gran pesadilla de la “nación indispensable”. En esa tesitura la guerra fría vuelve a dividir el continente. Alemania y los demás países europeos se alinean al dictado de Washington. ¿Hasta cuando?
Con característica prepotencia los portavoces del atlantismo han decidido que Rusia se encuentra “aislada”. Como si fuera posible aislar a un continente. Y como si China, la India o Iberoamérica – civilizaciones que mantienen fluidas relaciones con Rusia – fueran irrelevantes. Pero la presente crisis pone las cosas en su dimensión real: ni el bloque atlantista es la comunidad internacional ni Europa es ya el centro del mundo.
Entonces ¿qué es hoy Europa? Para los buenos europeos – en el sentido de Nietzsche, no en el de los caciques de Bruselas – toda reflexión sobre Europa debería incluir una reflexión sobre Rusia. Sobre la aportación de Rusia al acervo europeo y sobre los intereses reales que la vinculan a ella.
Sumida en el declive demográfico, en la crisis de su modelo de bienestar, en la inmigración de repoblación, en la atomización social del neoliberalismo, en la parálisis de su construcción institucional y en la indefinición de su identidad, Europa es hoy un triunfo de la vacuidad sustancial (Ulrich Beck), un “vector de arrasamiento de todos los valores enraizados, en el nombre de un mundialismo sin memoria y sin rostro”.[20] Si bien es (todavía) la primera potencia comercial del mundo, Europa es una irrelevancia política y un protectorado de facto. Convertida en rehén de los intereses geopolíticos de uno y de los rencores históricos de otros, Europa se ve arrastrada a un conflicto fraticida y a una nueva división del continente.
Pero si se mira en el espejo de Rusia, tal vez la Europa amnésica, apática e impotente pueda reconocer algo de lo que ha perdido: la memoria, la capacidad de transmitir lo que ha heredado, la identidad, el orgullo y la voluntad de mantener su soberanía.
Rusia ¿un modelo para Europa? Rusia es otro mundo, no es un modelo a imitar. Pero sí puede ofrecer cierto número de ejemplos. Al volver la mirada sobre sí mismos, los buenos europeos encontrarán también a ese otro mundo que, a través del hielo, excavó una ventana hacia Europa. ¿Y si la ventana se abriese? Una Europa liberada de “Occidente”. Los sueños de algunos son las pesadillas de otros.
[1] Nikita Mikhalkov, Manifiesto del conservadurismo ilustrado. Citado en: Fiona Hill, Clifford G. Gaddy, Mr. Putin, Operative in the Kremlin. Brookings Institution Press, 2013, Kindle Edition.
[2] Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.
[3] Citado en: Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.
[4]No pocos periodistas, con característica ignorancia, se empeñan en hacer del neo-eurasista Alexander Duguin una especie de “Rasputín del Kremlin”, algo que no tiene nada que ver con la realidad. Alexander Duguin fue expulsado en 2014 de su plaza de profesor en la Universidad de Moscú, tras una campaña de los medios liberales rusos por sus opiniones sobre la crisis de Ucrania (consideradas como “extremistas”).
[5] Vladimir Putin: Alocución en el Foro Internacional de Valdai, 19 de septiembre 2013.
[6] Citavo en: Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.
[7]En una carta abierta dirigida a los americanos, fechada en septiembre 2013 – en el contexto de la guerra de Siria – Putin señalaba: “es extremadamente peligroso animar a los pueblos a verse a sí mismos como excepcionales. Hay países grandes y países pequeños, ricos y pobres, los hay con grandes tradiciones democráticas y otros que buscan su camino hacia la democracia. Sus políticas son también diferentes. Todos somos diferentes, pero cuando solicitamos las bendiciones del Señor, no debemos olvidar que Dios nos creó iguales”.
[8]El soft power occidental se afana en mitologías victimarias, tales como la persecución de los gays o el escándalo de Pussy Riot en la catedral de Moscú. Lo cierto es que los homosexuales – cualquiera que sea la percepción social sobre ellos – ni son perseguidos ni están en Rusia legalmente discriminados. La prohibición del “día del orgullo gay” responde al objetivo de evitar altercados, dado que numeroso público rechaza este evento por “exhibicionista”. La prohibición en 2013 de la “propaganda homosexual” en las escuelas es respaldada por la abrumadora mayoría de la población.
[9] La corrupción sigue siendo en Rusia una asignatura pendiente. La tolerancia ante la corrupción es una herencia de la época soviética: una época en la que la economía negra era la conomía real del país y en la que las prácticas corruptas se consideraban una legítima defensa frente al Estado. Esa lacra se multiplicó en los años 1990: la era del “capitalismo de casino” y caos social. La corrupción es un rasgo típico de una economía capitalista en fase de despegue (época de los “robber barons” en Estados Unidos, en el siglo XIX).
[10] Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.Cabe señalar que el porcentaje de usuarios de Internet en Rusia es uno de los más altos del mundo. Los medios y blogosfera de oposición son particularmente activos y las posibilidades de acceso a todo tipo de opiniones son por tanto ilimitadas. Cuestión diferente es la legislación de 2012 y 2015 que permite monitorizar las actividades de las ONGs financiadas desde el exterior (fundamentalmente desde los Estados Unidos), calificadas como “agentes extranjeros”. Una medida tomada en el contexto de la guerra de soft power y de “revoluciones de colores”, en las que las mencionadas organizaciones suelen ser el instrumento de agit-prop.
[11] Vladimir Putin: Alocución en el Foro Internacional de Valdai, 19 de septiembre 2013.
[12] La crisis en Ucrania ha sido ocasión de poner a prueba las estrategias de influencia y conquista de las percepciones desarrolladas por el soft power ruso. El éxito de la cadena televisiva RT en muchas partes del mundo se explica al haber llenado este medio un vacío: la demanda por una visión alternativa al cuasi-monopolio de las cadenas occidentales y a su discurso neoliberal. Es de subrayar que el soft power ruso suele ofrecer la palabra a muchas voces disidentes que, en Europa y en América, se encuentran sistemáticamente marginadas.
[13] Básicamente: los conflictos de Abjazia y Osetia del Sur entre Rusia y Georgia, y el conflicto de Transdnistria entre Rusia y Moldavia. En el momento de escribir estas líneas, el territorio ucraniano del Donbass está en vías de devenir otro conflicto congelado.
[14] http://sputniknews.com/analysis/20101126/161501703.html
[15] Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the right. Arktos 2014. Edición Kindle.
[16]Alain de Benoist, Le tournant?, en Éléments pour la civilisation européenne. Janvier-mars 2015 nº 154, pag.3.
[17] Encuesta del “Centro Levada” en junio 2015. El “Centro Levada” es la agencia demoscópica independiente más prestigiosa de Rusia. http://russia-insider.com/en/politics/putins-approval-rating-soars-89-percent/ri8299
[18]Pyotr Romanov: The West doesn´t understand Russians. En The Moscow Times, 8 de diciembre 2014.
[19] George Friedman, 3 de febrero 2015, alocución ante el Consejo de Relaciones Exteriores de Chicago. La Agencia Strafor es una entidad privada de asesoramiento de la administración norteamericana, considerada por muchos como una “CIA en la sombra”. http://www.entrefilets.com/Quand%20l_Empire_tombe_le_masque.html
[20]Jean-Michel Vernochet, Manifeste pour une Europe des peuples, Éditions du Rouvre 2007.