El liberalismo no es una doctrina política homogénea. En un libro reciente, titulado significativamente Liberalismo triste. Un recorrido de Burke a Berlin, el sociólogo italiano Carlos Gambescia distingue elocuentemente cuatro tradiciones liberales: la micro-árquica, la an-árquica, la macro-árquica y la árquica. La primera estaría representada por pensadores como Menger, Von Mises, Hayek y Nozick en cuyas obras destaca la idea de un “Estado mínimo” y la hipótesis de la identidad natural de los intereses guiados por la “mano invisible” del mercado. La segunda, cuyos teóricos más sobresalientes son Rothbard, Hoppe y Block, rechaza la idea del “Estado mínimo”, que ha de ser sustituido por el libre ejercicio prepolítico de los derechos individuales. La tercera tiene sus orígenes en las doctrinas utilitaristas de Bentham y John Stuart Mill, y triunfa con las doctrinas económicas de Keynes, que acepta el intervencionismo estatal. La cuarta tiene como como precedente lejano a Burke y su crítica del jacobinismo y de la Revolución francesa, y cuyo legado es continuado, en cierta forma, por otros autores como Tocqueville, Pareto, Mosca, Weber, Ferrero, Croce, Ortega y Gasset o Aron. Su fundamento doctrinal es el realismo político.
Bajo el liderazgo de José María Aznar López, se produjo, en el seno de la derecha española una clara hegemonía del pensamiento liberal. Siguiendo la clasificación de Gambescia, ¿qué tipo de liberalismo triunfó? Aznar López se formó política e intelectualmente al calor del denominado “Clan de Valladolid”, uno de cuyos principales representantes era el economista Lorenzo Bernaldo de Quirós, y luego por otros liberales como Francisco Cabrillo, Alejandro Muñoz Alonso o Pedro Schwartz. La inmensa mayoría de ellos eran hayekianos fervientes, algo que les relaciona con la tradición micro-árquica. No fue sólo Aznar quien se adhirió a esta tradición. Esperanza Aguirre, que entró en política de la mano de Schwartz, siempre se ha mostrado ferviente admiradora de Hayek; y ha pretendido ser, contra no pocas racionalidades y evidencias, la traducción española de Margaret Thatcher. Como luego se vería, el proyecto político-cultural encabezado por Aznar López cristalizó en una inoperante y contradictoria antología de disparates. Algo improvisado y sin sustancia.
José María Aznar hizo suya la tesis de Francis Fukuyama sobre el supuesto “fin de la Historia” y consideró el liberalismo como “la única ideología con derecho de ciudadanía en el mundo contemporáneo”. En ese discurso, el régimen de Franco aparece como una especie de paréntesis, de anomalía histórica, tras la cual la modernización liberal continuaría su marcha. Se trataba, en fin, de “un largo período de excepción” y de “dictadura”.
Sin embargo, el ejemplo más tortuoso de esta estrategia fue el intento de Aznar y sus amanuenses de captar para su alternativa política la figura de Manuel Azaña, en cuyo ideario creían ver un deseo de “integración nacional e integración democrática”, “un patriotismo crítico, creativo, activo, digno y liberal”. Aznar hizo escuela. Mariano Rajoy –chico para todo– mencionó igualmente el “patriotismo” de Azaña, colocándolo al lado de Jovellanos, Ortega y Gasset, Sagasta y Cambó. Tal intento, a todas luces infructuoso, fue interpretado por representantes de la izquierda cultural, como el ex comunista y ex ministro socialista Jorge Semprún, como la prueba de que “la ley moral” había quedado monopolizada por los vencidos en la guerra civil. Claro que el pastiche historiográfico, donde no aparecía para nada la II República y la guerra civil, era un conjunto de contradicciones, ya que Aznar y sus amanuenses intentaron armonizar la obra del intelectual alcalaíno con la herencia de Cánovas y el régimen de la Restauración, es decir, la cuadratura del círculo. A juicio de Aznar, el régimen de la Restauración había permitido la creación de “un Estado legítimo”; y Cánovas fue un ejemplo de flexibilidad y tolerancia. Todo ello vino aderezado con la apelación al concepto habermasiano de “patriotismo constitucional”, defendido en la Ponencia Política del Partido Popular en enero de 2002. De nuevo, los ideólogos del Partido Popular defendieron un eclecticismo sin horizontes. Porque la idea de “patriotismo constitucional” es fundamentalmente abstracta y antinacionalista, es decir, anticonservadora.
No menos grave fue la adhesión de Aznar López –el hombre de las Azores– a la guerra de Irak, junto a George Bush y Tony Blair. Una decisión política ayuna del realismo político característico de la derecha en general y de la tradición liberal árquica en particular. Un seguidismo que costó muy caro no sólo a la derecha, sino al conjunto de la sociedad española. Incluso hubo un intento, protagonizado por Rafael Bardají, Florentino Portero y Manuel Coma, entre otros, de articular, a través del Grupo de Estudios Estratégicos, una especie de equipo neocon a la española; lo que concluyó en un mimetismo simiesco difícil de tomar intelectualmente en serio. Ningún maestro del realismo político hubiera podido aceptar la participación de España en la aventura irakí. Hoy, algunos de los que participaron en aquella desgraciada empresa deberían pedir perdón a la sociedad española. No lo harán; son tan mediocres como soberbios.
Y es que uno de los mayores errores del Partido Popular fue la aceptación acrítica de la tradición liberal micro-árquica. Como denuncia Gambescia, este tipo de liberalismo tiene graves inconvenientes. Sobre todo su incapacidad para comprender la naturaleza de lo político. Y ello por dos razones: su racionalismo y su individualismo. El racionalismo y la creencia en la posibilidad de una reconciliación final gracias a la razón le impiden reconocer la posibilidad constantemente presente del antagonismo. Y el individualismo le impide conocer los procesos de creación de identidades políticas, que siempre son identidades colectivas, construidas bajo la forma de una relación “Nosotros”/”Ellos”.
Aún más, el racionalismo y el individualismo no permiten comprender el papel crucial jugado en política por las pasiones: la dimensión afectiva movilizada a la hora de construcción de identidades políticas. Está claro, por ejemplo, que la importancia del nacionalismo no puede ser comprendida si no se comprende el papel de los afectos y de los deseos en la creación de las identidades colectivas. Y es que, para los liberales, todo lo que comporta una dimensión colectiva es considerado arcaico, como un fenómeno irracional que no debería existir en las sociedades modernas.
En otro orden de cosas, ¿tiene algo que decir el liberalismo, centrado en el individuo, sobre el acuciante tema de la natalidad en las sociedades europeas? Como señaló el liberal árquico británico John Gray, la política social y económica de lady Thatcher llevó consigo la destrucción del conservadurismo histórico, al socavar su base social y económica, creando, al mismo tiempo, algunas de las condiciones necesarias para el inicio de un prolongado período de hegemonía socialista. Y es que, según señaló hace tiempo Alain de Benoist, la perspectiva hayekiana –micro-árquica– no sólo supone, en el fondo, el final del Estado de Derecho, de la justicia social, de la igualdad de oportunidades o de la idea misma de soberanía nacional, sino la destrucción de las tradiciones sociales y nacionales. Porque Hayek identifica la tradición con aquello que conduce a las distintas sociedades a la unidimensional modernidad liberal. Buena prueba de ello es el contenido de la obra del micro-árquico Lorenzo Bernaldo de Quirós, Por una derecha liberal, donde se defiende, entre otras cosas, el derecho de autodeterminación para Cataluña, el derecho al aborto, un modelo de federalismo competitivo y el final del Estado social.
Cabe preguntarse qué tipo de derecha es esa cuyo único programa parece ser un individualismo atomístico y un economicismo ramplón, y donde brilla por su ausencia la defensa de la identidad nacional española, la defensa de la vida humana, la justicia social o la dimensión de “lo sagrado”. Ante tal adversario, los populismos emergentes o los nacionalismos periféricos tienen todas las de ganar. Mariano Rajoy ganó las elecciones de 2011 más por la incidencia de la crisis económica que arranca de 2008 y por la propia inanidad de Rodríguez Zapatero que por méritos propios. Hoy, la decadencia cultural de la derecha española es más visible que nunca. Se le ha acusado de tecnocrática, pero no hay tal. Los tecnócratas españoles de los años sesenta eran mucho más inteligentes. No en vano Gonzalo Fernández de la Mora hacía referencia a la “ideocracia”, es decir, a la hegemonía de las ideas, no de las ideologías.
El principal defecto de la derecha hegemónica actual no es su supuesta perspectiva tecnocrática: es la continuidad del proyecto liberal micro-árquico, que nos lleva al desastre. Por desgracia, ya es excesivamente tarde para que rectifiquen. En cualquier caso, en estos momentos resulta más necesaria que nunca una nueva derecha, que aúne en su proyecto político, las virtualidades del liberalismo árquico -fundamentado en el realismo político- con otras tradiciones intelectuales, como el comunitarismo o el ecologismo. Lo que tenemos ya no nos sirve. Dixi et salvavi animam meam.