A los dos mil años de su fallecimiento

Augusto, Occidente y el ideal del Imperium

La idea imperial no consistió en destruir, sino en engrandecer y consolidar para el tiempo. Era todo un espíritu, más que un programa; toda una fe.

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Hace dos mil años falleció Augusto
(Roma, 23 de septiembre de 63 a. C. - Nola, 19 de agosto de 14 d. C.), quien construyó los cimientos de lo que hoy llamamos Occidente, y en cuyo honor el mes Sextilis del calendario romano fue nombrado Agosto. También se debe a su mandato un inusitado período de paz y prosperidad que se extendió casi dos siglos, conocido como Pax Romana o Pax Augusta. El mejor estudio sobre el poder de las imágenes en el principado de Augusto, concluye que todas las esculturas, estelas, monumentos, monedas y obras arquitectónicas y de culto carecían de intención propagandística, pues la población conocía de sobra los logros militares, culturales y políticos del Príncipe Augusto –que tal fue el título que se le dio en Roma en vida. Su misión era exaltar las virtudes marciales y la ética de la acción que tuvo un impulso definitivo durante los 37 años en que duró su monarquía militar1, así como una renovación religiosa y una visión que trató de evitar el culto personal que muchos generales hacían de sus proezas: el Estado y la figura de Augusto encarnaban un nuevo orden contra la corrupción y el dispendio de los republicanos, y evidenciaban un estatuto más impersonal y anti-idolátrico. No deja de llamar la atención que Augusto, postrado ya en su lecho de muerte, pidiese un espejo y recomendase que, al morir, lo peinaran y arreglaran sus mejillas caídas para dar una imagen digna a su pueblo, antes de su cremación2.
Aunque es difícil reconstruir su vida al detalle, debido a que muchos documentos se extraviaron a lo largo de los siglos, contamos con extraordinarios estudios históricos y biográficos que nos revelan un perfil nítido de quien fue semejante héroe civilizador y político3. Nunca fue considerado un gran militar, como Alejandro Magno o Julio César, pero supo cultivar la lealtad de todas las legiones romanas, lo que evitó que el Senado sucumbiera a cualquier intento de traición para derrocarlo, como sucedió con los senadores que asesinaron a Julio César. La aristocracia y la plebe sentían gran respeto por este constructor, bajo cuyo reinado la ciudad de Roma adquirió un nuevo rostro: jardines, templos, frisos, columnas, acueductos, caminos, mausoleos y palacios recibieron la impronta de eso a lo que se alude como «grandeza imperial», y que sirvió de modelo al neoclásico, a Miguel Ángel y a escultores hoy defenestrados por la historia como Walter Thorak y Arno Breker
La exposición «Augusto y Emérita» en el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida, que se inauguró el 4 de julio pasado y que estará abierta hasta el 6 de enero de 2015, nos recuerda parte de esa grandeza. Mérida fue un sitio que sirvió para que vivieran militares retirados bajo el imperio de Augusto. Cuenta con un foro teatral que todavía funciona, lo que nos sugiere la perdurabilidad de las construcciones y la concepción del tiempo que escapa a la inmediatez y a la prisa de nuestra vida moderna, caracterizada por el culto a lo privado de raíz liberal-jacobina, ya se trate de creencias religiosas, de ocio o de voyeurismo pornográfico. La vida pública romana no se ceñía a la política: el culto de los dioses era también una prerrogativa del líder del Estado; por eso, Augusto recibió asimismo el título de Pontífice, que después sería utilizado por la máxima autoridad del cristianismo.
Occidente esa idea que en el siglo XX fue elaborada por la mirada nietzscheana de Oswald Spengler, esa idea aún más evidente para quienes cuestionamos su vitalidad al percatarnos de su decadencia– se forjó en el crisol del Imperio de Augusto, donde no todo era avasallar y exterminar. Hubo una gran actividad diplomática –con los partos, por ejemplo– y la idea imperial no consistió en destruir, sino en engrandecer y consolidar para el tiempo, no sólo para el espacio. Era todo un espíritu, más que un programa; toda una fe, más que un objetivo; toda una visión, más que una obsesión.
Augusto edificó la Roma imperial: todos los caminos llegaban allí. También hizo del latín –aunque él hablaba griego a la perfección– el lenguaje común del que derivaron después todas las lenguas romances, y que hasta mediados del siglo XX fue la lengua de los rituales sagrados de la Iglesia católica. Muchos de los vestigios de la idea imperial de Augusto siguen visibles y en pie, en este mundo en ruinas. Foros, columnas, teatros, la tradición jurídica y la vinculación necesaria con la filosofía griega se forjaron en su alma antes de que la contempláramos todavía hoy. Hasta la idea de establecer bomberos y guardianes de caminos (que pensaríamos como típicas de la modernidad) nace por iniciativa de Augusto.
Sin temor, y consciente de que su hora llegaría pronto, Augusto «recibió a sus amigos, a quienes preguntó si les parecía que había representado bien la farsa de la vida, añadiendo incluso el final consabido: Si la comedia os ha gustado, concededle vuestro aplauso y, todos a una, despedidnos con alegría4».
1 Paul Zanker, Augusto y el poder de las imágenes, trad. Pablo Diener Ojeda, Madrid: Alianza Editorial, 1992, p. 20.
2 Augusto Fraschetti, Augusto, trad. Valerio Simion, Madrid: Alianza Editorial, 1999, p. 137.
3 Pueden verse en español estos dos excelentes estudios: Anthony Everitt, Augusto. El primer emperador, trad. Alexander Anthony Lobo, Barcelona: Ariel, 2008, XXII + 438 pp., y Klaus Bringmann, Augusto, trad. Daniel Romero, Barcelona: Herder, 2007, 343 pp.
4 Suetonio, Vidas de los doce césares, I, trad. Rosa Ma Agudo Cubas; Biblioteca Clásica Gredos, n.° 167, Madrid: Gredos, 1992, p. 284.

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