La saciedad del poder

Obama, su coronación y su blindaje

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No cabe duda de que el 20 de enero habrá sido un hito en el ejercicio del poder estadounidense. Hace sesenta años, la única posibilidad de que un hombre de raza negra condujera un Lincoln hasta la Casa Blanca se reducía a que fuera el chofer del Presidente o de alguno de los personajes de la élite económica y política de aquél país. Obama ha llegado, sin embargo, con una alta expectativa de que sabrá manejar no sólo un automóvil lujoso, sino un país sumido en una de sus peores crisis.
Hay varios aspectos que, a pesar de su contundente evidencia, no pueden soslayarse, tanto por su carga histórica como por las difíciles circunstancias que conocen los estadounidenses, a la vez como sociedad y como gobierno. El dispositivo de seguridad de Obama es, tal vez, el mayor despliegue estratégico del que se haya tenido noticia hasta hoy para proteger a un jefe de Estado. El Cadillac negro, con 20 centímetros de grosor en su blindaje, capaz de resistir radiaciones, cualquier tipo de bala y hasta armas químicas y biológicas, evidencia tanto la fragilidad de lo que protege como la incruencia de lo que teme.
Y es que los enemigos de Estados Unidos, que se multiplicaron en tan solo ocho años que duró la resaca de Bush, pueden provenir de cualquier flanco, de cualquier rincón. Desde grupos de supremacistas blancos hasta radicales árabes e islamistas autoinmolables, sin olvidar a sectores militaristas que se opondrán a las medidas antibélicas que pretende tomar el nuevo presidente: el retiro de las tropas de Irak (unos 160.000 soldados, lo que haría bastante lenta su movilización) y el cierre de la prisión de Guantánamo, proyecto que también tomará más tiempo de lo que tardó en reflexionar esa promesa de campaña. Obama ha sugerido que dicho cierre tal vez pueda concluirse antes de que termine su período de cuatro años.
Mientras transcurría la bulliciosa toma de posesión de Barack Obama, con alrededor de sesenta celebraciones distintas, el secretario de Defensa, Robert Gates, aguardaba escondido en un búnker secreto, en caso de que hubiese un atentado contra el presidente Obama o contra el vicepresidente Joseph Biden. Desde luego, son códigos y rutinas de seguridad, pero obedecen a riesgos probables que ya han vulnerado los círculos de protección física de varios presidentes. Desde Lincoln hasta Kennedy y Reagan, evidencian la fragilidad de lo humano ante la vorágine de la ambición.
De la euforia a la realidad
¿Cuál es el momento de mayor euforia de una democracia? Esta pregunta, aunque trivial, no carece de interés en este momento. Según los analistas más cándidos, el día mismo de la elección es más “emotivo” para los ciudadanos, pues ejercen la soberanía plena de su libertad de elección; sumados, los votos de la mayoría señalan el camino a seguir de un Estado. El sufragio sería la razón fundacional de todo el edificio democrático; el gobierno –que es el Estado en acción– es el elemento que cataliza las respuestas a las demandas políticas y sociales que plantean los ciudadanos a sus gobiernos y a toda la sociedad política, en especial a los partidos políticos representados en los Congresos. Sin embargo, el día del inicio de ese gobierno, el “día de la inauguración”, como le llaman los estadounidenses, constituye el equivalente de un bautismo mítico, donde las promesas se renuevan y la sociedad funda un nuevo imaginario social que no la escinde de su pasado. Los cien primeros días (como reminiscencia de los de Napoleón) serían cruciales para el rumbo de un gobierno, como el que acaba de comenzar este 20 de enero. El jolgorio, sin embargo, no resonará con tanta algarabía ante el sombrío panorama económico.
La elección de Barack Obama señaló un precedente novedoso. Por primera vez asciende a la investidura presidencial un miembro de una minoría. No deja de llamar la atención que en Estados Unidos, el país de la igualdad y de los derechos, aludan aún a minorías cuando, por principio, todos deberían ser iguales ante la ley. Tal vez, a más de doscientos treinta años de su independencia, el crisol –o melting pot– apenas esté moldeando su primera fragua humana aceptable para la dinámica y la moralidad del poder político.
Cualquier gobernante que llegue a la Casa Blanca siempre estará estructuralmente limitado por todo un complejo entramado de instituciones, leyes, partidos y hasta por organizaciones civiles y no gubernamentales. Así que un dato realista e irrebatible es que Obama no es un Mesías democrático (como parecen quererlo muchos analistas). Él mismo, consciente de las graves limitantes, se ha dedicado a reducir las expectativas que mantuvo elevadas durante su campaña. Son los inconvenientes del marketing político. Las promesas, mercancías de las campañas democráticas, no admiten devolución después del triunfo de su candidato.
Un mundo multicolor
Barack Obama llega con una serie de problemas heredados que dejarán ver su temple. Desde luego, será prioritario para su gobierno restablecer cierto orden en materia económica: incentivar la economía, recuperar el empleo y el poder adquisitivo, desalentar la recesión y fortalecer financieramente a cientos de empresas e industrias. Sin embargo, y muy a su pesar, parte de la recuperación pasará por lo que antes se denominaba el “complejo militar-industrial”. Es decir, la promesa de retirar tropas de Irak y de Afganistán no es una medida que aliente a la economía de Estados Unidos. 
La potencia requiere del conflicto para alimentar su necesidad insaciable de poder –saciedad hegemónica, suciedad moral que empaña a su misma sociedad abierta–, independientemente de que Obama lo quiera o no. Y lo necesita también para estimular a las industrias que viven de eso: la aeronáutica, la tecnológica, la bélica, la automotriz y la naval, tan sólo por mencionar las más relevantes.  
Además, el conflicto en Oriente Medio, al que Israel ha impreso ya su impronta cruelmente negociadora (una guerra que es, quizá, la propaganda electoral mas costosa de los últimos decenios, pues se han debido adelantar elecciones ante el escándalo de corrupción de su primer ministro, Ehud Olmert) para que Obama no olvide el apoyo no sólo económico que recibió del lobby pro-israelí. No es casual que la senadora por California, Diane Feinstein, haya sido la encargada de dar la bienvenida a los invitados a la ceremonia protocolaria de juramento del presidente número 44 de los Estados Unidos.
Pero el mundo estará a la expectativa por más de un motivo. Europa, sumida en la recesión, espera medidas correctivas suficientes para reactivar sus propias maquinarias productivas. América Latina, constreñida también por tasas de crecimiento económico estancadas, aguarda alguna oferta que vaya más allá del combate al narcotráfico y a la apertura comercial. Es esperable que el primer paso sea impulsar un nuevo acuerdo energético con la región, en especial con Brasil, para generar combustibles más limpios y fuentes alternativas de energía. Con México se mantiene pendiente la agenda migratoria y la posibilidad de reabrir la renegociación de algunos capítulos del Tratado de Libre Comercio, lo cual beneficiaría a los productores estadounidenses, sobre todo agrícolas, por la cuantía de los subsidios que reciben. Un país que apuntaba tendencialmente hacia un Estado poco intervencionista en el mercado, se refocila hoy con las posibilidades infinitas de incidir en los ámbitos privados con dinero público.
Para finalizar, no podemos dejar de comentar el desliz discursivo de la alocución inaugural de Obama. Una pieza oratoria bastante menos brillante de lo que los oídos ansiosos querían escuchar, salpicada de fundamentalismo bíblico, propio de la ética protestante. Dice Barack Hussein: “Recordemos que generaciones anteriores se enfrentaron al fascismo y el comunismo no sólo con misiles y carros de combate, sino con alianzas sólidas y convicciones duraderas”. ¿Sabrá él, acaso, que también estadounidenses y soviéticos fueron aliados, y que perdieron muchos combates lanzados contra ellos? ¿Sabrá él de las inconfensables connivencias de los servicios de inteligencia soviéticos y los suyos? De no ser así, sería bueno que alguien le explicara de quién lo defiende (o aísla) el grueso blindaje de su limusina negra.

 

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