JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GARCÍA
MÉXICO D. F.
México cuenta con la no muy honrosa marca de tener el mayor número de secuestrados y de muertes violentas del mundo (en un país que no está en guerra): tres mil asesinados el pasado año, y un 7% de secuestros más que en Colombia. Debido a ello, este sábado 30 de agosto se llevó a cabo una gran manifestación silenciosa por parte de grandes sectores de la sociedad (secundada por marchas similares en otras ciudades del mundo) para exigir a las instituciones del Estado mexicano que cumplan con su mandato: brinden seguridad y garanticen las libertades de todos sus habitantes. Fue clamoroso el éxito de la manifestación (“Iluminemos México”), en la que participaron alrededor de un millón de personas tan solo en la ciudad de México. Marchas parecidas, exigiendo medidas con la inseguridad, se registraron en otras 55 ciudades, tanto del país como del extranjero
A pesar de que los gobernantes suponen que es necesaria una mayor coordinación entre los tres niveles de gobierno (federación, estados y municipios) y una acción unívoca de los tres poderes (e incluso del cuarto poder: la prensa y los mass media) es evidente que la sociedad civil está a la cabeza de la indignación: el secuestro y desaparición de jóvenes pertenecientes a familias ilustres ha catalizado el malestar social por la inacción pública, por la inoperancia del Estado como garante de la seguridad.
Todo ello debe llevarnos a diversas consideraciones de carácter general que permitan comprender mejor lo que acontece en México. Es evidente que el abandono de las ideas, filosóficamente, conduce al más brutal pragmatismo o al nihilismo más acuciante. Pero el abandono de las ideas políticas, como parte consustancial de la identidad de los actores políticos, ha desembocado en una situación fluctuante, veleidosa. La indefinición ideológica no es un elemento circunstancial de la realidad sociopolítica de México, sino que ha impactado la naturaleza misma del Estado; lo ha privado de su sustancia. Y ha tenido consecuencias catastróficas para la vida cotidiana de sus habitantes.
Las elecciones de 2006, sumamente cuestionables debido a la escasa diferencia que separó la ventaja del candidato ganador de la derecha liberal, Felipe Calderón (PAN, Partido Acción Nacional), del candidato de izquierda, Andrés Manuel López Obrador (aunque lo postuló una coalición de izquierda, su identidad principal proviene del PRD, Partido de la Revolución Democrática) no han dejado de tener secuelas en la gobernabilidad de México. Diferentes temas han confrontado a ambos partidos, ante la mirada complaciente del otrora partido gobernante, el PRI (Partido Revolucionario Institucional). Haber ocupado la tercera posición en las preferencias electorales le ha convenido a este último partido, pues ha asumido la condición de gozne en cuanto a la negociación de iniciativas en el Congreso. Recordemos que en México impera el sistema presidencialista, por lo que en el Congreso mexicano (integrado por la Cámara de Diputados y la de Senadores) se deben forjar alianzas casuísticas para integrar mayorías que aprueben las leyes.
Sin embargo, mientras los partidos políticos en México venden y compran su apoyo, la percepción social de ellos podría cuestionar su misma existencia. En una reciente Encuesta Nacional de Vivienda realizada a mediados del mes de agosto, se revela que el 54% de los mexicanos se muestra plenamente insatisfecho con el funcionamiento del sistema democrático en México. Además, para los mexicanos las instituciones con peor imagen son, precisamente, los partidos políticos, con tan sólo un 22% de aceptación; su antípoda es el Ejército, con una aprobación del 70%.
Pero los anteriores parámetros resultarían anecdóticos si el mal funcionamiento del sistema democrático no incidiera en la característica más esencial del Estado: su soberanía. Ya desde hace años, pero ahora con mayor contundencia, la inseguridad y el crimen organizado le han quitado su sustancia a la naturaleza soberana del poder público.
El otro gran debate en México es la reforma energética. La confusión entre lo público y lo privado, los estrechos y mezquinos intereses de los partidos (el ex candidato presidencial López Obrador defendió durante su campaña una posición análoga a la del gobierno del PAN) y el oneroso peso de un sindicato corrupto plantean, igualmente, la abdicación de la soberanía petrolera en especial, y energética en general. La ausencia de liderazgo presidencial, los inexperimentados cuadros políticos del gobierno federal y el carácter rijoso de la izquierda representada por el PRD (ahora escindido internamente por pugnas sectarias) dan las notas de una crisis de representatividad e ideológica: y los partidos son entidades públicas que no saben dirimir lo que es lo público. Parecería una aporía macabra.
Lo cierto es que hoy, con dos años de gobierno del PAN, el Estado y los partidos mexicanos han sumido a la sociedad toda en una situación desesperada. Una marcha similar a la del sábado 30 de agosto se realizó hace cinco años. La indignación era igual y las promesas gubernamentales planteaban casi las mismas medidas de hace cinco o diez años. Tal vez la rabia y la demagogia de autoridades y partidos se convertirán en un pernicioso hábito de la memoria mexicana.