Gaudí o la estética del silencio

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La belleza es el resplandor de la verdad,
y como 
el arte es belleza, sin verdad no hay arte.

 Antoni Gaudí
 
Uno de los problemas en la apreciación estética de una obra de arte es la subjetividad de nuestra percepción. Aquello que Kant establece como juicios apriorísticos y que aplicamos, muchas veces, acríticamente, con la posibilidad de constituir un sofisma. “El arte es una mentira que siempre nos dice la verdad” podría ser el corolario de cierta manera de valorar la belleza, desprovistos de la posibilidad de establecer un juicio contundente y definitivo sobre el canon de belleza de una obra. No es posible juzgar bajo los mismos criterios una lata de sopa Campbell de Andy Warhol que El nacimiento de Venus de Botticelli. 
Además, la sensibilidad personal es un complicado enjambre de ideas, experiencias, gustos, prejuicios, valores y visiones del mundo e incluso de la fisiología de nuestras glándulas endocrinas y del propio funcionamiento hormonal que nos impiden establecer criterios objetivos; en el extremo del relativismo sensorial podríamos decir que sería imposible fundar una estética desagregando sus elementos subjetivos.
Sin embargo, podemos reconocer el ámbito de lo sagrado por la intención tan evidente de algunas obras. Las obras hechas para reforzar la fe de un creyente, para ilustrar la santidad de sus guías espirituales o para transmitir la enseñanza de una doctrina poseen, por ese hecho, la impronta de trascendencia que caracteriza a las disciplinas del espíritu. No obstante, mucho del arte producido por los regímenes totalitarios de entreguerras (1917-1940) poseía una intencionalidad análoga: el Estado fue el sucedáneo de la idea de Dios.
La arquitectura religiosa nos permite reconocer, sin lugar a dudas, la forma en que lo bello y lo sublime cobran concreción y es uno de los momentos en que la estética adquiere, además de su belleza implícita, el estatuto de espiritualidad y de trascendencia. El arte religioso sintetiza el ideal griego de unidad de lo bueno, lo bello y lo verdadero.
Una de las sensaciones más peculiares que transmite estar­ frente y dentro del  Templo de la Expiación de la Sagrada Familia, en Barcelona, es la de asistir a un espacio sagrado, en donde el silencio se barrunta en la majestuosidad de las formas. Es propio de la poética del espacio sagrado permitir la contemplación y la introspección: el silencio fundacional en el que participamos ―así sea por un instante― de lo absoluto. Aunque es difícil conceptualizar las sensaciones personales ante una obra de enormes dimensiones, la emotividad es un componente ineludible ante el fenómeno estético. La raíz de la visión estética es la emoción.
En El misterio de las catedrales de Fulcanelli (pseudónimo de algún alquimista anónimo) se recuperaba el lenguaje secreto de las piedras. Las catedrales son libros abiertos, pletóricos de mensajes secretos que solamente un conocimiento profundo del simbolismo sagrado es susceptible de revelarnos. Y aquí sagrado no equivale exclusivamente a cristiano: mucho del lenguaje hermético de la alquimia está presente en la mayoría de las catedrales europeas. Y no únicamente como lenguaje en imágenes y relieves, también como proceso tangible. El color de los vitrales y las aleaciones para forjar el hierro de las campanas en las catedrales góticas se lograban mediante procesos desconocidos relacionados con el saber alquímico
Aunque es la liturgia católica la que repite el acto de creación original in illo tempore, es el espacio de culto el que confiere la sacralidad y, por así decirlo, la abolición del tiempo profano. La delimitación del espacio sagrado ―nos recuerda Mircea Eliade― es la que opone también el tiempo. Fuera de él transcurre el tiempo lineal, profano. En su interior acontece el tiempo sagrado que nos remite al momento mismo de la creación. La repetición de la eucaristía es la recreación de la salvación de nuestro ser caído en el tiempo. El alumbramiento de lo eterno sólo puede ocurrir en la sacralidad del recinto.
Todo lo anterior lo sabía Antoni Gaudí (1852-1926), quien además incorporó a su profunda visión religiosa toda una morfología orgánica que parece dotar de vida a la obra entera. Así, la vida es lo que caracteriza, por principio, el concepto arquitectónico de la basílica de la Sagrada Familia. No resulta extraño encontrar en una de las fachadas un conjunto escultórico de la Coronación de la Virgen enmarcado dentro de un Árbol de la Vida. Los árboles de la vida han sido representaciones recurrentes en la mayoría de las culturas: desde Egipto y China hasta los mixteco-zapotecos y los pueblos de Oceanía. La proclamación de la Virgen madre (mater = materia) como reina de la creación es una alegoría metafísica que hacer coincidir ambos mundos (el celestial y el terrenal) y nos revela nuestra nueva condición de hijos de Dios.
Los acabados de los relieves exteriores semejan hojas de un árbol nacido de la entraña misma de la piedra. La disyuntiva de si el arte imita a la naturaleza o si ésta imita a aquella carece de sentido en la visión estética de Gaudí: ambos se funden para expresar el código de la creación. El artista descubre las afinidades y los vasos comunicantes de la materia y los ordena en una síntesis que reproduce los universos innatos del mundo. La textura de las torres de la Sagrada Familia y su simetría arborescente nos colocan ante un misterio revelado: la redención posible está en la propia naturaleza, valiéndonos de nuestra imperfecta condición humana.
El mandato del amor es inherente a nuestra propia existencia y, por eso, la belleza de lo sagrado puede representarse atendiendo a los cánones innovadores del arte. No solamente lo bello puede tener una finalidad contemplativa sin más. La belleza puede ser un escalón de ascenso en la comprensión de la trascendencia del ser hacia un estadio de comunión con lo absoluto.
A través del registro simbólico, la arquitectura de la Sagrada Familia apela también a nuestra conciencia de lo sagrado. Las dieciocho torres simbolizan a los doce apóstoles, los cuatro evangelios y a la Virgen María y Jesucristo. El diseño del templo es de tres naves, por lo que se ciñe a los planos de las catedrales medievales, en las que el símbolo ternario es una imagen de la trinidad primordial.
El fiel que observe desde fuera el templo, puede rememorar el nacimiento, muerte y resurrección de Cristo y, al hacerlo, reactualiza todo ello en su interior. Es toda una pedagogía espiritual labrada en piedra y que no se vale del lenguaje escrito sino de la elocuencia de la imagen. Al igual que las catedrales medievales, cualquier fiel puede entender de manera directa el mensaje de salvación y el martirio de Dios hecho hombre.
Además, los pórticos de la Fe, la Esperanza y la Caridad (las tres virtudes teologales) nos sugieren la vía para conocer y asimilar (acaso prescindiendo de la Razón) la misión del cristiano. Y más aún: el auténtico camino de realización personal es sólo ése, el basado en las virtudes eminentes.
El arte deviene, entonces, en vehículo de transmisión de la verdad revelada, en la ilustración de los misterios fundamentales y en la presencia plena del Ser. Ontología, epistemología, teología y lógica trascendente y espiritual se resuelven en una sola vía cognoscitiva desplegada en los pórticos y las fachadas de la basílica diseñada por Gaudí.
Los números también son parte integrante de la simbología arquitectónica. Llama la atención un cuadrado mágico ―en la fachada de La Pasión, junto al beso de Judas, y agregado posteriormente por el arquitecto Subirachs― cuyos guarismos suman 33 (la edad de Cristo al morir) en cualquier dirección, incluso en cada subconjunto de cuatro cuadros. Se dice que hay 310 sumas posibles. Muchos filósofos, desde Pitágoras hasta la aritmología de Athanasius Kircher, desde Wittgenstein hasta Godel, han aludido a la perfección inmanente del número como signo evidente de su belleza. Hay que notar que en los 16 números no aparecen el 12 y el 16 y se repiten el 10 y el 14.
1
14
14
4
11
7
6
9
8
10
10
5
13
2
3
15
 
Lo anterior nos recuerda el cuadro llamado Melancolía de Alberto Durero, pero en él la suma da 34 y no repite ningún número. Además, los números centrales de la parte inferior dan el año en que Durero hizo el grabado: 1514.
16
3
2
13
5
10
11
8
9
6
7
12
4
15
14
1
 
Tal vez un desatino lo constituyen algunos grupos escultóricos hechos después de la muerte del autor. En uno llamado “La Verónica” aparece el propio Gaudí. Son figuras con perfiles muy geométricos que recuerdan la estética gélida del realismo socialista. Efigies con una dureza severa y con un escaso acento humano que contraviene el sentido orgánico que el artista confirió al conjunto. Y es que Gaudí se inspiró en los contornos sutiles y curvos de la vegetación terrestre y submarina. La estructura cilíndrica de algunas cactáceas y órganos, o la textura de algunos corales, parecen imbricarse en la rica trama de las estructuras y los contornos de esta majestuosa construcción inconclusa, que podría terminarse hacia el año 2026, en el centenario de la muerte de su autor.    
En la antigüedad, las obras no eran de un autor en particular. La idea del artista como autor es muy tardía en la historia. Fue sobre todo en el Renacimiento que se afianzó la idea del individuo como autor. En la Edad Media se reconocía la posibilidad de que una colectividad anónima estuviera iluminada por la gracia de Dios y erigiera un monumento, un monasterio o un castillo, sin la necesidad de subrayar la autoría de alguien en especial. Lo importante era la obra en sí: el autor era un simple intermediario. La obra de Gaudí, por su complejidad, igualmente ha requerido del concurso de varias generaciones para completarla. Y a pesar de los desafíos técnicos que plantea una obra de esas dimensiones, su finalidad como centro de peregrinación y de culto es inobjetable. Esto sin perder de vista que su extraña belleza arquitectónica la coloca como un modelo actual de construcción eclesiástica, que difiere diametralmente de la arquitectura monástica. Fue San Bernardo de Claraval quien sentó las bases de ambos modelos: las construcciones eclesiásticas debían tener todo tipo de pinturas y adornos que sirviesen de apoyo a la fe del creyente, mientras que lo propio de los recintos monásticos era prescindir de ellos para evitar distracciones que impidieran el vaciamiento del yo. Con bóvedas bajas, solamente algunas entradas de luz recuerdan a los monjes la necesidad de iluminar su interior con la luz del espíritu.
El catalán Eugenio D’Ors (1881-1954) estableció en La ciencia de la cultura que la historia del arte puede definirse como una alternancia entre lo clásico y lo barroco. La obra de Gaudí bien podría ser catalogada como un neobarroco orgánico, muy recargado y con innumerables florituras. Pero su secreto reside en que en su centro, al igual que en su interior, descubrimos el silencio primordial del origen. El arte es la nostalgia de ese silencio.

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