Este 2 de octubre se conmemoraron cuarenta años de la revuelta estudiantil en México, fecha que para el imaginario político de la izquierda se convirtió en un hito de la transformación del sistema político nacional. Con una obsesión cuantitativa demoliberal (trauma ideológico de psicología política profunda), la vetusta izquierda del sesenta y ocho se dispuso a marchar para demostrarnos que, más allá de la racionalidad, perviven sus “ideales anti-autoritarios” y “libertarios”. Cooptada por el sistema, en un extraño trueque de prebendas y poder por legitimidad y “corrección política”, la izquierda catapultada hace cuarenta años ha padecido congénitamente desde el purismo ortodoxo (estalinista, trotskista, maoísta, castrista, senderista, aprista) hasta el pragmatismo más descarnado. Ha habitado algunas buhardillas del Estado, aunque no esconde su predilección por los sótanos y los desvanes. ¿Podríamos hacer, pues, una valoración casi a vuelapluma de la izquierda mexicana, a la luz de esta conmemoración simbólica?
Para comenzar, debemos aclarar que, al igual que en muchos otros países, no existe una izquierda monolítica en México. Y hay un problema de origen: el Estado mexicano nacido al amparo de la revolución mexicana, imprimió un sello social inédito hasta entonces. Por lo que las demandas de la izquierda de las primeras tres décadas del siglo XX estaban, por decir lo menos, deslegitimadas, desustanciadas. De allí las pretensiones maximalistas de los grupos marxistas, anarquistas y anti-oligárquicos.
Son varias izquierdas las que desde entonces, cual anémonas, se agrupan y se regurgitan, se adhieren y se escinden obedeciendo a las ingestas de aire presupuestal, a las ambiciones de poder y a las calendas electorales; carecen de un horizonte que las unifique. Además, su ideario (¿se puede hablar de semejante especie?) parece estar supeditado a las precisiones de lo inmediato, a los imponderables de la circunstancia, a los caprichos de sus reverendos. La izquierda mexicana siempre está ahogada de presente, indigestada por el futuro y estreñida por su pasado: su parálisis parece surgir de la colisión de las necedades de sus líderes carismáticos con las necesidades de su funcionamiento burocrático interno, así como por los imperativos de la realpolitk en las negociaciones legislativas. No se podría entender esa izquierda, la actual, sin todas esas trampas de su fe.
Después de una elección problemática realizada en marzo (no exenta de hechos violentos), para elegir a su nueva dirección, el partido que parece aglutinar a sectores sociales urbanos de ciudades del sur mexicano, el PRD, se ha sumido en una querella interna que le ha hecho perder popularidad y puntos en las encuestas. Y por si fuera poco, ha hecho que no asuman una directriz única en torno a problemas acuciantes e impostergables de la agenda nacional: la seguridad pública y la violencia, la política energética, el combate a la pobreza.
Hemos visto el panorama de enredos (propio de una comedia de teatro guiñol) de una izquierda guerrillera que, galvanizada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, se opuso abiertamente al candidato presidencial de la izquierda, quien abanderó la alianza de cierta izquierda. Hoy el EZLN ha abdicado de su virulencia enunciativa; muchos de sus miembros han vuelto a la vida civil, a su entorno de carencias ancestrales. Su líder, el subcomandante Marcos, conserva el disfraz con cananas, botas y cantimplora (reloj digital y ordenador portátil) para pasearse por los salones de candilejas literarias; ha sido la mercadotecnia literaria más arriesgada de un escritor en busca de lectores. Su estilo literario, sin embargo, antaño pulcro y con chispas de gracejadas progre, se ha tornado adusto, con pretensiones apodícticas, de comediante de concurso de belleza: de Zapata a Bob Hope sin red de protección. El EZLN es el epítome de los desatinos existenciales de una izquierda que ha devaneado con su “clientela” natural, para luego despojarlos de lo único que es suyo: su inconformidad, su capacidad de insubordinación.
A su vez, el PRD (el Partido de la Revolución Democrática) nació de una bipartición del partido que fue el dominante en México desde 1929 hasta el año 2000: el PRI. Para decirlo en pocas palabras, a la “izquierda” le gusta persistir como fuerza difusa sin identidad ideológica; puede mantener posiciones antagónicas y disconformes ante un mismo problema, lo que ha hecho que, en estricto apego a la teoría de juegos, ganen siempre los terceros en discordia; sin certezas ideológicas, cualquier planteamiento se convierte, para la izquierda mexicana, en un dilema irresoluble.
Varios elementos problematizan más a esta izquierda celebratoria y claudicante: la anticipación en la búsqueda por la candidatura presidencial del 2012, la elementalidad de su nacionalismo discursivo, la incapacidad histórica para superar las pretensiones personales de poder, la ausencia de visión estratégica (el Instituto Federal Electoral acaba de multar, con más de cinco millones de dólares, al PRD por el bloqueo de calles y avenidas que hicieron como protesta ante los resultados electorales), su clientelismo corporativo y sindical (y que tan acremente criticaban de los regímenes priístas) …
Las manifestaciones estudiantiles que culminaron el 2 de octubre de 1968 con la matanza de algunos estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas han suscitado también algunas dudas. Uno de los líderes visibles de ese movimiento estudiantil, Marcelino Perelló, a contrapelo de muchos otros, ha desmitificado el afán martirológico de sus publicistas. Revisionista de los relatos tétricos que se han vuelto la ortodoxia libertaria, Perelló ha demostrado que el sesenta y ocho mexicano obedece también a la dinámica de la anémona, al movimiento peristáltico más que a las fuerzas históricas profundas…
Tal vez sea más apropiado para el inconsciente colectivo recordar, este 2 de octubre, a los ángeles custodios que las pretensiones “libertarias” de una izquierda sumida en el pasmo de sus inconsecuencias…