Arde el cine español (pues a ver si se quema, ¿verdad?)

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Hombre, qué cosas: el mundo del cine, hecho una furia con ZP. Era inevitable: los actores y los productores piden más dinero para hacer cine español, los exhibidores piden que no se les obligue a perder dinero proyectando cine español… Y en medio, Carmen Calvo que pide consenso. Arrastramos este problema desde hace muchos años. En algún lugar debe de haber soluciones. Pero el verdadero contexto de este asunto no es “técnico” ni “sectorial”, sino que tiene que ver con un criterio de política cultural general o, más exactamente, nacional. En plata: el cine español va de pena porque lleva decenios en manos de una secta que prima al afín y penaliza la creatividad y la libertad. Y eso es lo que pocos se atreven a decir.

Primero, las cuestiones técnicas, para que usted sepa de qué va la cosa. Las películas españolas son subvencionadas varias veces: antes de su realización, por las ayudas a proyecto; también después de su estreno, por las subvenciones según taquilla, que son la parte del león de ese dinero (67 millones de euros en 2007); además, se benefician de otras dos formas de subvención indirecta que son, una, la obligación de las cadenas de televisión de invertir en cine europeo (un auténtico diezmo arbitrario, aunque no del todo injusto si atendemos a qué dedican las cadenas su dinero), y la otra, la obligación de los exhibidores de mantener en pantalla cine español durante un número mínimo de semanas y en determinada proporción respecto al cine americano. Es decir que el español es un cine superprotegido. Pese a ello, su aceptación entre el público es mínima: en lo que llevamos de año, sólo el 5% de los espectadores que van al cine escogen una película española.

¿Todas las películas españolas son un fracaso? No. Las hay que logran ser muy taquilleras. Estas se dividen en dos grupos: uno es el de las cintas burdas, zafias y abominables, tipo Torrente, que atraen al personal por pura seducción de la podredumbre; el otro grupo es de las buenas películas, ya sea por la fama de su autor (Almodóvar), por su pericia técnica (Amenábar) o por la popularidad de su tema (Alatriste). Este segundo grupo es muy minoritario; el otro, el de la bazofia, es más nutrido, aunque tampoco todos logran llegar al éxito. Pero la inmensa mayoría de las películas españolas pasan sin pena ni gloria; después las vemos en la tele, en los programas de La 2, y entendemos por qué. 

El cine español es, en general, mediocre. Quizá porque se estrenan demasiadas películas al año, en vez de concentrar la inversión en producciones de mayor fuste. Pero su verdadero problema no es financiero, sino creativo. Con muy pocas excepciones, las historias que nos cuenta el cine español, el mundo que refleja, los principios y valores que transmite, están lejísimos de la sensibilidad del público común. El del cine español es, en su mayoría, un mundo cerrado sobre sí, sobre sus obsesiones ideológicas y psicológicas. Sus películas responden a ese espíritu: en su mayoría transmiten una visión nihilista de la vida, con un sesgo político que echa para atrás, enteramente desconectadas de la tradición cultural española (¿por qué El perro del hortelano o El Abuelo son excepciones?), relatos de secta para la secta misma. Y en eso, por cierto, el cine no hace sino repetir –ciertamente, amplificados- muchos de los defectos de la cultura oficial española. 

Un problema de fondo 

¿Podemos hacer una breve historia de este asunto? Desde finales de los años 60, y ante la inverosímil pasividad del régimen de Franco, la izquierda fue ocupando en España todos los puntos neurálgicos de la vida cultural: la universidad, la edición, las redacciones, las parroquias –sí, también-, los escenarios, el cine… Era una operación nítida: apodérate primero de la cultura, que es el sentir y el pensar de la gente, y el Estado caerá después como fruta madura. Puro Gramsci. Y funcionó; vaya que si funcionó. Entre los setenta y los ochenta, la cultura española experimentó una ruptura absoluta con su pasado inmediato. Los nuevos popes de la opinión dictaminaron que no había nada tras ellos, que la cultura de la España anterior había sido “un páramo”: todos los creadores que trabajaron bajo el franquismo quedaron sepultados en el silencio, damnatio memoriae, como si jamás hubieran existido; sólo pudieron reengancharse los que se apresuraron a hacer migas con la nueva situación. Y en la planicie del “páramo” nacía una flora nueva, los intelectuales-y-artistas por antonomasia, compuesta por una legión de “progresistas” que puso vida y color a la España transitiva.

Esa cofradía, sectaria hasta decir basta, encontró dos extraordinarias herramientas para afianzarse: por un lado, la sintonía ideológica con el PSOE y con el PCE, lo cual permitió a los nuevos representantes de la cultura nacional asentarse sin oposición, primero en torno a las mayorías social-comunistas en los municipios y las autonomías, después bajo la generosa mano de los gobiernos de Felipe; la segunda herramienta fue el sistema autonómico, deseoso de crear sus propias estructuras, sus singulares predios de poder también en el plano de la cultura, y ahí estaban los intelectuales-y-artistas para ofrecer al neocaciquismo autonómico la elite cultural requerida. Un caso como el de la SGAE es incomprensible fuera de este paisaje: una entidad privada a la que se le confía, porque sí, la gestión pública de los derechos de autor. La mecánica fue la misma en todos los sectores: la misma tribu se vio colocada en los lugares donde se cortaba el bacalao de las subvenciones públicas. La afinidad ideológica hizo lo demás: sólo se permitía el nacimiento de cuanto estuviera dentro de la tribu; quien estuviera fuera, quedaba condenado a la oscuridad y el silencio. Algunos recordamos lo que costaba sacar una revista cultural de derechas en los años ochenta: a la alergia tradicional de la derecha a la letra impresa había que sumar la hostilidad manifiesta del “sector”, que sistemáticamente negaba cualquier subvención a quienes parecieran un poco “raritos”. En este caso, “sector” venía de “secta”. 

Nada sustancial cambió en los ocho años de gobierno del PP. Es verdad que se pudo hacer algún pinito de carácter nacional, como las conmemoraciones de Carlos I y Felipe II, y también de reorganización de la gestión cultural, como los planes de museos y de archivos, pero nadie osó tocar nunca a los “sectores”. ¿Por qué? Por una mezcla de cobardía y de ceguera. La cobardía: esa manía insoportable de la derecha española de no parecer nunca derecha, que fue lo que llevó a José María Aznar a reunir, antes de las elecciones de 1996, a lo más granado del mundo-de-la-cultura para decir que “el PP no tendrá ningún a priori conceptual ni estético”. Y la ceguera: esa fantasía neoliberal de que el Estado no tiene que gestionar la cultura, sino que ésta es cosa de la sociedad y, por tanto, había que entregar la gestión del asunto a “los sectores”… teoría que podría tomarse por válida si no fuera porque “los sectores” estaban abarrotados de comisarios políticos puestos ahí desde los tiempos del PSOE. ¿Resultados? El inventario agotaría esta página. Citemos sólo uno: nadie ha dado nunca tanto dinero al “sector del cine” como Aznar, incluso sufragando caprichos como la sede de la Academia, lo cual no impidió que ese mismo “sector” actuara como vanguardia anti-PP cuando hubo que llamar a Aznar “asesino” y acusar al bigotes de intentar un golpe de Estado. Se lo tenía merecido.

Balance: la cultura española, en general, está en manos de unas tribus caciquiles que reparten tanto los avales de respetabilidad como los fondos públicos. Y como el país tampoco es que sea extremadamente creativo, esa presión tiende a ahogar la libertad de creación. En los terrenos donde es menos difícil sostenerse económicamente por libre, como es el caso de la edición, la libertad es mayor. Por el contrario, allá donde sólo se puede vivir de la subvención pública, la libertad es casi nula. Y la situación del cine español es un ejemplo eminente de este último caso: como “el mundo del cine” no agrupa sino a quienes han sido aceptados en la secta, la creatividad decrece; como decrece la creatividad, decrece la calidad; como decrece la calidad, la gente no va a ver las películas, y así es imposible mantener una industria que se autofinancie; como la autofinanciación es imposible, todo depende de los fondos públicos; dependencia que a su vez perpetua el poder de la secta, que es la que está en el sitio preciso para decidir quién cobra y quién no, a quién se le deja hacer películas y a quién hay que hacerle un boicot. Garci podría contar mucho sobre esto último. 

O sea que en el asunto del cine español hay un problema económico que en realidad encubre un problema político, y viceversa, y ambos se sustancian en un problema cultural de tomo y lomo, a saber: historias pobres y, frecuentemente, repulsivas; películas que aburren a las ovejas; una industria incapaz de mantenerse y, ante todo y sobre todo, un universo de ideas y valores completamente ajeno al de la mayoría social.

La única solución para el cine español es que se libere de esa secta siniestra que lo tiene agarrotado. Que cualquiera pueda hacer una película si la idea es buena y el proyecto se sostiene. Que se recupere el contacto con el público, con la sociedad, abandonando esa cueva de las bardemes y las aitanas. Tal vez muchos pasen hambre durante unos pocos años. Pero, después, quizá tengamos un cine que sea posible ir a ver.

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