1- Europa es una unidad de espíritu. Tenemos una civilización propia, variada en sus culturas nacionales pero bastante uniforme vista desde el exterior, desde el espacio extraeuropeo. Es decir, Europa no es un espacio económico: es una auténtica nación. No es una ficción jurídica ni una simple zona de librecambio: tiene sangre y espíritu.
2- La Unión Europea es un instrumento: puede ser usado para el bien o para el mal. Lo mejor que se puede decir de ella es que existe, que puede convertirse una herramienta decisiva para promover la unión siempre que esté en buenas manos. El problema es que la dominan los peores. Seamos francos: la Unión llamada "Europea" que nos venden los oligarcas de Bruselas no pretende ningún fin nacional a gran escala: es sólo una simple división continental del régimen mundialista al que estos tecnócratas pretenden incorporarnos. De ahí su absoluta indiferencia, cuando no odio, por los caracteres culturales autóctonos. Bruselas no pretende crear una nación europea porque no tiene una concepción cultural: sólo alberga proyectos económicos cuyo fundamento ideológico es el consenso socialdemócrata en política y el liberalismo globalista en las finanzas. Pero las naciones no se construyen desde la economía, sino desde la cultura y la política, aspectos que en Bruselas repelen, ya que consideran que sus valores tienen un fundamento demasiado étnico, religioso y cultural frente al dominio abstracto y desarraigado del homo œconomicus. El proyecto "europeo" de las élites cuenta con todo el poder del dinero, pero le faltan la sangre y la fe. La naturaleza tecnocrática de la plutocracia ha impedido que se consolide un sentimiento, un nacionalismo, que cohesione a los pueblos bajo un mismo proyecto. Basta con ver lo desangelado y frío que es todo lo que nos llega desde la Unión, que suele resultar francamente impopular; entre otras cosas porque su filosofía globalista y su imposición de la multiculturalidad la enfrentan con las naciones a las que domina: de ahí su empeño en sustituir o aminorar a la población europea nativa con grandes masas de emigrantes.
3- El designio mundialista es totalitario, pero no se proyecta en la creación de un Estado, sino en el de una sociedad. El consenso socialdemócrata no tiene como cimiento la inclusión, sino la exclusión; acallar y no explicar; fabricar la realidad e impedir la expresión a los disidentes. Su fin es silenciar los debates sobre asuntos incómodos, secuestrar el disenso por los especialistas universitarios, hacerlo incomprensible con tecnicismos abstrusos (el politiqués elaborado por la academia) e imponer un puritanismo totalitario, con una creciente lista de tabúes que eviten la simple mención de lo que no debe decirse mediante una serie de calificativos que impiden discutir con su mera pronunciación (por ejemplo: "fascista", adjetivo que descalifica cualquier tesis antes de ser examinada). El consenso socialdemócrata, cada vez más escorado hacia una radicalidad de catequista histérica, forma parte de un gran proyecto de ingeniería social a nivel planetario, cuyo campo de pruebas es nuestro continente. Semejante fin excluye el debate, persigue y castiga a la contestación y necesita criminalizar a sus oponentes, que siempre vienen, paradójicamente, de los sectores con mayor conciencia europea, de aquellos que sienten vivo su arraigo cultural, su tradición. No olvidemos que la política actual de la Unión "Europea" consiste, entre otras cosas, en minusvalorar la cultura occidental y ponerla en pie de igualdad con las otras.
Este proyecto a tan gran escala exige la debilitación de los Estados, que están pasando de ser detentadores de la soberanía y del poder político a meros complejos de asistencia social. El nuevo instrumento de dominio totalitario es la propia sociedad, dirigida por un conjunto de organizaciones transnacionales y tangencialmente políticas que imponen modos artificiales de comportarse y pensar a la población. La ortodoxia socialdemócrata, el puritanismo progresista, implanta en lo privado, en lo más íntimo de la persona, una serie de tabúes semirreligiosos que condicionan lo político. El globalismo busca la capitidisminución de los poderes políticos nacionales, depositarios legítimos de la voluntad popular, hasta convertirlos en inocuas unidades administrativas. Una economía que se fundamenta en la desregulación no puede desear un estado fuerte, por eso tampoco disfruta de la necesaria cohesión política la propia Unión "Europea", que domina el mundialismo capitalista, partidario de la llamada sociedad civil. De ahi su debilidad, su incapacidad para formular una política común que vaya más allá de los aranceles y el IVA. Para comprobarlo, basta con ver el papel anecdótico del Parlamento Europeo --única organización de este aparato tecnocrático en la que los electores cuentan para algo-- frente a la Comisión. La actual Unión Europea no es un megaestado, sino un aparato de dominio económico transnacional que anula la soberanía política, económica y hasta cultural de sus estados miembros. Es el instrumento de control colonial de una oligarquía financiera que actúa en todo el planeta.
Tampoco es ajeno a este proyecto totalitario la demolición de la institución familiar y el fomento del invierno demográfico. La civilización europea, como casi todas las demás, se ha conformado como una red de familias y clanes que acaban derivando en formaciones sociales más complejas, como la polis o el estado moderno. La familia también es un elemento clave en la continuidad de las tradiciones espirituales, sociales y hasta políticas, en la eclosión de un sentimiento de lealtades compartidas que implica también un conjunto de valores comunes que se plasman en una forma de vida. El liberalismo radical pretende acabar con todo esto y convertir al europeo en una simple unidad contable de trabajo y consumo, sin más lazos que los de una legalidad abstracta y los de la pertenencia a un precario e infrarremunerado mercado laboral. A esta destrucción de los atributos básicos de la identidad particular y social se añade ahora la anulación del sexo, sustituido por la entelequa del género, factor último de aniquilación de todo orden humano estable. Sin cuerpos sociales intermedios en los que refugiarse, inerme, el hombre sin atributos del globalismo es sólo herramienta, unidad contable en un mecanismo opresor y deshumanizado. El fin de todo este complejo engranaje de destrucción del tejido social es muy simple: convertir a Europa en un conjunto de masas de población flotante, sin arraigo, sin cultura propia, en un cardumen de deportados económicos que vagan por el continente a merced de los intereses de la plutocracia, sin identidad, sin espíritu, sin personalidad, embrutecidos por un grosero carpe diem e hipnotizados por la frivolidad estúpida e imbécil del homo festivus, último estado de degradación de lo que antaño fuera el europeo de los siglos modernos, ese del que ahora se reniega.
4- La Unión "Europea" contra sus pueblos: como punta de lanza de un proyecto mundial de las élites, la Unión no pretende otra cosa que la sumisión de los estados que la componen a los designios de esa plutocracia. El estado-nación, como tal, es un obstáculo a la hora de ejercer este dominio por varias cuestiones: representa a una comunidad que puede estar lo bastante cohesionada para defenderse cultural y económicamente; el estado-nación, pese a sus evidentes limitaciones, es mucho más democrático que el tinglado de Bruselas; por otro lado, dispone de una capacidad nada despreciable a la hora de controlar factores básicos de poder: la política monetaria, la defensa y la capacidad legislativa. Además, los pueblos europeos, en su gran mayoría, se identifican con sus estados, que tienen una historia de medio milenio de compleja formación y que gozan de firme arraigo en la conciencia nacional. La Unión "Europea" no puede presumir de lo mismo. Por eso necesita destruir toda unidad política más o menos orgánica que obstaculice sus fines.
¿Y hay algo más orgánico que un pueblo? Destrozar las conciencias nacionales, incluso, como ya dijimos antes, la propia identidad europea, forma parte irrenunciable del programa cosmopolita de aculturación que lleva a cabo la tecnocracia de Bruselas. La pauperización de las clases medias en todo el continente no es un efecto espontáneo de los azares de la economía, forma parte de un proyecto más complejo que trata de hacer más competitiva la economía hongkongnizándola, convirtiendo en una masa de coolies a la antaño próspera y orgullosa clase media europea. El siguiente paso es que los nativos compitan por un mendrugo de pan con los recién llegados del Tercer Mundo. Cuando los pueblos se ponen en manos de plutocracias que ni siquiera son nacionales lo que resulta de ello es una sociedad colonial. La vieja lucha de clases es el eje esencial de cualquier proyecto nacional europeo. El combate contra la plutocracia forma parte de la lucha por la liberación y la unidad de Europa. Los explotadores de las masas, los que se lucran con la creciente precariedad de los europeos, son los mismos que nos imponen la multiculturalidad, desprecian nuestras tradiciones y deterioran nuestro poder social. Ya no hay izquierdas ni derechas, hay patriotas europeos frente a liberales apátridas. Lo que hoy se llama izquierda no es más que una variante radicalizada y puritana del liberalismo progresista.
Resulta curioso que una organización internacional europea en la que el inglés, el idioma del mundialismo, es minoritario, sin embargo tenga a éste como su lengua esencial. Más paradójico nos parece este desatino lingüístico cuando Gran Bretaña está más fuera que dentro de este proyecto. Con lenguas de una tradición literaria y científica como el francés, el alemán o el español, ¿qué necesidad hay de seguir empleando el idioma de los amos mundialistas? En este uso masivo del inglés no hay sino una consciente implantación de un programa de desarraigo cultural y una negativa a afirmar una especifidad europea frente al bloque dominante de los países anglosajones. La "cultura" que se defiende desde Bruselas es la misma que se impone desde Nueva York y Los Ángeles, no se tiene la menor voluntad de fomentar ninguna identidad propia; se trata justo de todo lo contrario, de asimilarse al modelo americano, canon del mundialismo.
5- De las Azores a Vladivostok: Europa forma una unidad geográfica con Rusia. La complementariedad entre el espacio ruso y el europeo pueden dar a luz un bloque geopolítico compacto y autosuficiente, que no dependa en nada de la plutocracia mundial y tenga una marcada identidad propia, con el cimiento de la tradición común de todos los pueblos europeos. El atlantismo está ligado a los intereses anglosajones y a la globalización. Nuestra prosperidad, nuestra independencia y nuestra libertad consisten, precisamente, en darle al espalda al Atlántico y volver nuestro rostro hacia Oriente, donde se afirma un poder político nacional, identitario y enemigo acerbo del mundialismo.
El video del Institut Iliade de Paris que se ha hecho viral: 4,6 millones de visualizaciones en su original francés y un total de 5 millones en el conjunto de idiomas en los que ha sido doblado: español, italiano, alemán, húngaro, inglés, holandés, etc.
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