Es sabido que el dinero tiene una sola identidad. Y es una identidad fuerte, a juzgar por los resultados que logra. No es un medio sino un fin, que se funde y se identifica con el consumo. Un consumo instantáneo para una enajenación personal permanente y diferida, vale decir prolongada en el tiempo, cuota tras cuota.
Para oponerse a la fuerza psicológica del dinero –que al fin y al cabo esa es la sujeción fundamental– hace falta una psicología también fuerte, que genere a su vez una disciplina. La religión suele tener esa fuerza que invita a la unificación y a la renuncia, al sacrificio y muchas veces al fanatismo. Cuando esa fuerza se expande y proyecta su poder, nunca se sabe dónde va a terminar. Pero tampoco podemos asegurar que la fuerza del dinero y la de las religiones no sean compatibles y en un punto se unan.
Que descendamos de los conquistadores portugueses y españoles no quiere decir que seamos tan tontos como para no ver que la religión y el oro fueron codo a codo en la conquista americana. Un oro requisado que, por otra parte, no era patrimonio de todos los indígenas, sino de algunos que, ¡oh casualidad!, manejaban también la religión, como en el caso por lo demás particularmente claro de los aztecas y de los incas.
Los clarividentes griegos tenían un sentido trágico de la vida. Ellos sabían muy bien que unos dioses son para un pueblo y que la proyección de esos dioses es algo antinatural. La forma de vida griega que heredaron luego en parte los romanos, consiste en darles a las cosas su valor real, sin necesidad de máscaras universales. Si bien la polis griega no es el imperio romano, tampoco este último necesitó de un dios universal ni de una ideología abstracta que respaldaran su accionar. Se bastaban a ellos mismos.
Es inevitable que la forma religiosa busque identificarse con el alma de su pueblo. Cuando un pueblo no puede conservar su propia forma espiritual, no puede mantener su alma colectiva y se entrega a la expansión de poderes y religiones con pretensiones universales y omnímodas, simplemente desaparece como pueblo y pasa a ser instrumento pasivo de un poder totalitario. Ese poder es reaccionario en cuanto dice ir en contra del sentido del mundo actual, pero es progresista en cuanto supone que todo aquel que no camina en la dirección correcta no va hacia el bien sino hacia el mal y merece ser castigado, vale decir: no progresa como persona, no sabe lo que le conviene ni cuál es el sentido indiscutible de la historia.
El equilibrio entre los derechos de la persona y los de la comunidad siempre ha sido un arte difícil, pero la unión de lo religioso absoluto con el poder material suele dar resultados tenebrosos.
Si hay algo admirable en Grecia es justamente ese equilibrio, del cual se deriva posiblemente casi todo lo bueno que tuvo Occidente. El helenismo borrado de Alejandría por el fanatismo religioso, seguramente fue también una de las representaciones históricas de ese equilibrio y de esa tolerancia.
Ridículo fue oponer a unos dioses sanguinarios y sedientos de sangre como fueron los de los aztecas, un dios que impone de hecho su fe mientras sus fieles saquean todo lo que pueden. Sin embargo, no suelen ser los pueblos los intolerantes, sino las cúpulas privilegiadas. Por eso las formas populares de la religión suelen ser más tolerantes y abiertas formalmente. Lo que es íntimamente propio no se impone ni necesita imponerse, se vive y se ejerce con pasión y alegría. El que proyecta la globalidad totalitaria de sus dioses, no tendrá más remedio que imponer la fuerza material de sus razones. No tiene otro sentido el afán por dar testimonio al que no lo pide ni lo necesita. Si hay algo que se opone a lo sagrado es lo igual, lo unitariamente global.
Los que inician una conquista o una guerra pueden tener su religión, pero una conquista o una guerra nunca son realmente religiosas. Eso sería verdaderamente un contrasentido que ofende nuestra inteligencia.