La primera manifestación en la que participé fue en 1974. Protestábamos por la pena de muerte impuesta a Salvador Puig Antic. Aunque éramos cuatro gatos conseguimos cortar la calle Ganivet de Granada, tan céntrica, soportalada y señora. Dimos unos cuantos gritos y echamos a correr en cuanto apareció la policía. A los pocos días, el anarquista catalán fue ejecutado.
Ahí ya me fui dando cuenta de lo útiles que son las manifestaciones.
De su consecuencia, hoy, 19 de febrero, jornada histórica de impetuosa protesta contra la reforma laboral, mi perro y yo hemos decidido manifestarnos donde siempre; hecha la prevención al animalillo, por supuesto, de que sus deyecciones matinales iban dirigidas con todo rigor y desprecio, y también simbólicamente, contra la santa alianza de bandidos y gatopardos (o sea, políticos profesionales y banqueros vocacionales), que ha llevado a nuestra querida nación bajo el puente de Carpanta.
Ya mañana y más en serio, cuando los dirigentes sindicales regresen a sus despachos y vuelvan a colocarse el Rolex en la muñeca, mi perro y yo pensaremos en cómo salir de la crisis. Me refiero a nuestra crisis, claro está. Los agobios laborales de los compañeros y compañeras que aparcan el Volvo cuatro calles más abajo, se suben al escenario y lanzan su rapapolvo bianual, nos importan tanto como los nuestros (los de mi perro y los míos, quede claro) a ellos. Una misma mierda. Y conste que mi perro, de mierdas, entiende un montón.