La Partidocracia

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Hay quien, cuando uno hace un favor a otro, enseguida se da mucha prisa en anotárselo en el disco duro de la memoria, con el objetivo de pedir a aquel otro favor de más envergadura lo más rápidamente posible. Algunos no llegan a este extremo, pero en su fuero interno, consideran a su favorecido como a un deudor y siempre, aunque pasen los años, tienen a este como un servicio que se le ha prestado con vistas al futuro y, por supuesto, llegado el momento, no tienen pudor alguno en  recordarle la frase: «me dijiste que estabas  muy agradecido y que cualquier cosa que necesitara estarías siempre a mi disposición». Ante estas situaciones los deudores quedan  en el más desgraciado desconcierto.  Claro, que los que llevan esto como una rutina suelen responder:  «¿eso te dije? No lo recuerdo. En su defecto, también existen otras expresiones intermedias en las respuestas: «no sabes cuánto lo siento, ahora las cosas ya no están como antes» o. tal vez: «no está en mi mano, ¡qué más quisiera yo que poder ayudarte!».

Digo esto, porque en la vida social  todos nos hemos visto expuestos alguna vez a este tipo de contrapartidas;  también lo digo, porque si esto sucede en las pequeñas interrelaciones de nuestros pequeños círculos convivenciales, qué será en las extensas relaciones de los políticos; y digo también esto, porque   en este momento me estoy acordando «del silencio antipatriótico» que mantienen hoy  «los amigos» de Pablo Casado, sobre todo,  de aquellos a los que les gusta estar enraizados siempre en prácticas irregulares a través de favores devueltos y que constituyen una clase social aparte como pupilos vitalicios del poder. Son personajes sombríos, amantes del pasteleo, trapaceros, indolentes, trincones con indumentaria sindicalista, comedores de langostinos, entre tercos y mentecatos, miserables y tan torpes que se sienten complacidos en su propia ruindad. Esta fauna menor, cuando las cosas no vienen bien dadas, buscan  salvar su culo o su nómina, que es lo mismo, al amparo de otras retóricas más calculadas, aunque el relato siga siendo el mismo.  

Estos muchachos que han llegado a la política sin mayor conocimiento que el de ser fieles seguidores de Juegos de tronos o de pertenecer desde muy jóvenes a determinados grupos políticos, que no han conocido nunca el roce con la adversidad, que han leído muy poco o nada, que no han tenido un intenso contacto con la internacionalidad, que no respetan ni sus propios principios y que se han educado en la industrialización del insulto y la injuria desde las redes sociales, juegan a detectives y a espionajes desde las más altas instancias del Estado; aún más, soportan con toda naturalidad sus propias indignidades, y no se les ocurre vigilar estrechamente a los que los aplauden, dejándose llevar por las emociones, aun a sabiendas de que los aplausos en estas cuestiones de la cosa pública casi siempre son rastreros.

Pues bien, estos chiquilicuatres,  que han convertido el sistema democrático en una especie aparato, que no solo reparte favores, puestos y prebendas a izquierda y derecha - según necesidad para mantenerse en el poder -, sino que chorrean millones de euros a todo aquello que consideren que signifique cualquier tipo de oposición a sus propios intereses, incluidos, cómo no, a los medios de comunicación. Con esto se ablandan los corazones y la pulsión de poder se mantiene intacta. Lo diré de otra manera: los votantes eligen a aquel que nos dicen que debemos votar de un determinado partido político, este a su vez queda en deuda con el que lo ha favorecido, que a su vez había sido favorecido por otros de rango superior y así sucesivamente hasta llegar al pico de la pirámide, es decir, al mandamás o líder del partido que es el que ostenta el poder ejecutivo. A partir de aquí se crea un sistema autárquico en los partidos de forma tal que «el que se mueva no sale en la foto». Es la llamada partidocracia.

Una vez configurado el reparto de poderes se establece un criterio sobre los valores - para una esmerada gobernanza - que se han de seguir y predicar como penitentes y fieles parroquianos del partido en cuestión y que, probablemente,  nada tendrán que ver con la intención del voto depositado por el ciudadano de a pie, manipulado por un importante aparato propagandístico. Estos valores, que no son otra cosa que idealismo - en el mejor de los casos - o ideologías son verdades inventadas a medida del débil que paga gustoso el coste de decir no a la libertad o no la vida. Invertir los valores cada vez que alcanza uno el poder – a través de la portentosa maquinaria económica -  y sustituirlos por los contrarios es en donde estriba el quid de la cuestión.

Cuando hablamos de valores debemos encontrar sus referentes lo más nítidamente posible

Cuando hablamos de valores debemos encontrar sus referentes lo más nítidamente posible. Así el concepto de hogar o de familia se trata hoy día por algunos desde una perspectiva muy distinta al concepto ideológico tradicional; por ejemplo, Laura Llevadot Profesora de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Barcelona en su último libro explica «como reconstruirse cuando se mata al fascista al que han amado tantas mujeres”. En este texto la filósofa entiende «que las mujeres se han prostituido en su matrimonio y sin cobrar», Según ella, «tú te casabas para que alguien te mantuviese, a cambio dabas favores sexuales y descendencia». Desde luego, esta concepción ideológica de la familia debe partir desde su propia experiencia vital,  pero nunca debe ser elevada al nivel de categoría en la concepción que otros tenemos del matrimonio.

Cuando hablamos de valores, nos referimos a leyes referentes al aborto (recordemos que acaba de despenalizarse en Colombia el aborto hasta la semana 24 de gestación), hablamos de leyes educativas que invitan a la holgazanería, hablamos de la eutanasia; hablamos también de enseñar a las niñas en la escuela a tener relaciones sexuales plenas para romper la visión genitalista, androcéntrica, falocéntrica, penetrocéntrica y heteronormativa, que según este nuevo enfoque  la sociedad nos ha enseñado hasta ahora; hablamos también del empoderamiento de la mujer, del respeto a los mayores, de los buenos modales, de la propiedad privada, del apego a la verdad, de no pisotear la historia, la religión católica ni ninguna; hablamos del desprecio al legado cultural de los pueblos, de la levedad de las leyes con los violadores, asesinos o pederastas. En fin, por hablar de valores estamos hablando hasta de querer suplantar los códigos lingüísticos - compuestos por  sistemas de signos -,  que constituyen las lenguas y que impide pensar conceptualmente so la excusa o tontería oficial del lenguaje inclusivo.   

Esta suplantación de unos valores por otros solo se puede dar en sociedades poco avanzadas en el plano humanístico,  muchedumbres impresionables y poco reflexivas, que atienden más a cultivar el vientre que al conocimiento y que, si reúnen todas las miserias del mundo, no es más que producto de la  ignorancia en las que se han visto inmersas desde la manipulación de los que han puesto los intereses de los partidos -como auténticos yonkis electorales-  por encima de lo que prescribe la propia naturaleza.

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