Es muy probable que la globalización de los valores de las sociedades industriales también produzca una generalización del fracaso del proyecto moderno. Un fracaso inapelable y definitivo que llevará a la eliminación de toda posibilidad de proyecto.
El acento en el individuo y el fortalecimiento de este mediante la velocidad de consumo, ha constituido la ideología global que, como la bestia triunfante de Bruno, hace fáctica la presencia del nuevo mesías. Parece que estamos presenciando la muerte del hombre libre tal como lo entendía Pico della Mirandola, la tensión entre el libre albedrío y el determinismo se ha disuelto en la afirmación de un sonambulismo vital. Parece que rozamos el final de la historia, y no sólo en el plano descrito por Fukuyama sino un final de imperiosa realidad.
Para los que poseemos la certeza de que el hombre es una criatura ontológicamente caracterizada por la libertad, que es posible tomar decisiones que se coagulan a modo de hechos históricos representantes de la voluntad humana. Para nosotros aún queda la posibilidad de rebelión contra la modernidad y su consecuencia más destructiva, el cambio climático.
Para proseguir con el artículo es necesario plantear ciertos datos y tener en cuenta el informe del Panel Intergubernamental de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (IPCC) que pronostica un posible aumento de cinco grados más para finales de este siglo. Las emisiones de CO2 (ya han alcanzado las 30.600 toneladas métricas (Tm)) son causantes del calentamiento, y la Agencia Internacional de la Energía (AIE) plantea que si se llega a sobrepasar una emisión de 32.000 Toneladas métricas (Tm) se producirá un aumento del calentamiento global mayor a 2ºC. Cosa que supondría una catástrofe global, sobre todo para África y para los Estados Isla del Pacífico.
Ante esta angustiosa realidad, varias organizaciones y movimientos ecologistas plantean que el límite del calentamiento ha de establecerse en 1,5°C (cifra ya extrema), para ello es necesario situar el pico de emisiones en el 2015 y a partir de ahí descender progresivamente hasta una reducción aproximada del 80% en el 2050. Cosa imposible si no se reduce la utilización de combustibles fósiles y si no se realiza un acuerdo vinculante en términos legales.
Ante esta situación de riesgo se han tomado unas decepcionantes decisiones en la cumbre de cambio climático de Naciones Unidas en Durban, que no cierran la forma legal de los acuerdos y que retrasan su puesta en vigor al 2020. Aquí hay que tener en cuenta la acción de diversos lobbys de poder financiero con intereses en los combustibles fósiles, entre otros. También hay que considerar la carencia de un imaginario colectivo que se decante por el respeto integral a la naturaleza.
La debilidad de los gobiernos a la hora de rescatar al mundo de la catástrofe es debido a sus frágiles principios ecologistas, cuyos planteamientos son de carácter antropocéntrico y utilitarista. Planteamientos destinados a salvar al hombre del propio hombre y no a aplicar el imperativo categórico de ver el entorno como un fin en sí mismo.
La deconstrucción de la tradición antropocéntrica y androcéntrica implica un replanteamiento de la metafísica y la ética del patriarcado occidental. Una revisión conceptual que plantee el mundo natural como algo digno de respeto en sí mismo, independientemente de las consideraciones relativas a los hombres. La protección del planeta no tiene que seguir siendo en clave de conservar las fuentes de materias primas o las condiciones de vida saludables para los humanos, sino que ahora ha de romperse la dicotomía entre lo propiamente humano y lo natural aceptando a este último como sujeto de derecho. De este modo se decosifica la naturaleza transformándose en un ente vivo, siendo el primer paso para evitar la mercantilización de la misma. También se generaría un marco legal vinculante que protegería a la naturaleza más allá del marco utilitario humano.
Ha llegado el momento no de defender simplemente la tierra labrada y al que la trabaja sino el mundo salvaje y a aquellos que lo habitan, como son las plantas, los animales y las comunidades humanas no tecnológicas. Comunidades que, a pesar de no ser contaminantes, en muchas ocasiones sufren la violencia medioambiental de las sociedades industriales y postindustriales.
Esta ecología profunda pide que se reconozca a la naturaleza como sujeto de derechos, que se la extraiga de la mercantilización, y en ocasiones privatización, provocada por una modernidad que arrastra a tantas comunidades no tecnológicas en nombre del vergonzoso sistema económico neoliberal occidental, excesivamente exportado en la actualidad.
El hombre no ha de ser dueño sino parte de una naturaleza que, lejos de ser humanizada, constituye un universo originario dotado de derechos intrínsecos cuya diversidad se ha de conservar eternamente.
Todo depende… de nosotros.