Algunos sostienen que el multiculturalismo es algo así como el respeto a la diversidad cultural que de facto existe en el mundo. Por mi parte, considero, en cambio, que esa relación es ficticia y que ambos conceptos son realmente antitéticos.
El multiculturalismo es poco más que la culminación del pensamiento universalista y homogeneizador del final de la historia. Con ese concepto la Ilustración llega a completarse mediante su filosofía de consenso racional global, poniendo de manifiesto su carácter totalizador.
Este final de la historia llega en la versión de Fukuyama, para quien la única diversidad posible es de carácter folklórico: la simple reivindicación de los estilos de vida dentro de un mismo orden mundial. De este modo se han disuelto las disidencias éticas, culturales, religiosas…, todas ellas catalogadas de “fundamentalismos” por los liberales.
La actitud de consenso global, verdugo de la política, plantea el concepto de lo humano como espacio homogeneizador por el que las diferencias ontológicas dejan de existir. Ahora un hombre deja de ser tal o cual hombre en función del contexto sociocultural en el que se encuentra arrojado existencialmente; ahora pasa a ser una mera representación del arquetipo de lo humano. Arquetipo que funciona en la modernidad como valor de cambio para una mejor comercialización de la fuerza de trabajo.
Así el multiculturalismo acepta el principio de traducibilidad (y por lo tanto el de intercambiabilidad) de todo con todo, siendo las diferencias meros testimonios folklóricos no determinantes ni vinculantes.
Esta visión teleológica y totalizadora de la historia es criticada por Lyotard en lo que él considera la credulidad con respecto a los metarrelatos. El metarrelato es la filosofía que pretende abarcar toda la historia, es el caminar seguro hacia la razón universal propia de la Ilustración y sello de la modernidad, una modernidad que intenta legitimarse con su intención de liberar a la humanidad a partir de la acción de la ciencia y la tecnología. Así el hombre “libre”, el del final de la historia, culmina su proceso vital en ese fundirse en el concepto “humanidad” que no es más que el garante de la traducibilidad y del intercambio. Este punto también es criticado por Lyotard cuando plantea que tras los principios universales se esconden pretensiones totalitarias.
El metarrelato no es combatido sólo por aquellos que se posicionan en el marco teórico postmoderno, sino que el pensamiento identitario se enfrenta a esta situación y considera que el contexto es condición de posibilidad de todo proyecto humano, las particularidades son reivindicadas como constitutivas y no como anecdóticas. Este planteamiento es considerado por el liberalismo como intolerante y superable mediante la asunción de una posición multicultural, posición que, según la tesis de Slavoj Zizek, no es más que la ideología del capitalismo global.
La ofensiva contra la idea del todo y su visión del mundo globalizado, reclama nuestra categoría de hombres arrojados en situaciones culturales aisladas sin una comunicación real, nuestra diversidad cultural. Es así como el principio de traducibilidad de los contextos ha sido puesto en duda, con lo cual se da pie a una exaltación del proyecto particular de tal o cual comunidad. El propio Lyotard pone de manifiesto que, para Wittgenstein, no hay unidad de lenguaje, sino islas de lenguaje regidas por un sistema cuya característica es la imposibilidad de traducibilidad.
Esta argumentación apunta a la disolución de la idea de centro (no hay ningún centrismo válido, sino una constelación de proyectos, una diversidad cultural); no hay un lugar desde el que analizar el mundo; no hay una idea alrededor de la cual orbite la humanidad. Los “ismos” han perdido su validez en beneficio de la pluralidad de proyectos humanos tan válidos los unos como los otros. Aunque el centro se ha fragmentado, en caso de tener que poner uno, no sería otro que la condición de posibilidad de que cada comunidad sea centrípeta y creativa a partir de su poso histórico.
Podremos concluir que la idea moderna globalizadora no es más que una falacia, que toda idea de consenso es local y transitoria, que la verdadera política es de disenso. Con la fragmentación que esto supone, el espacio homogéneo se rompe y con él todo principio de traducibilidad, lo cual entraña que toda injerencia de un grupo humano sobre otro implica cierto punto de colonialismo cultural, ya que es producto de una actividad de imposición de unas comunidades sobre otras.
La afirmación de que el campo de lo humano es heterogéneo es la punta de lanza del pensamiento identitario. Así frente a la multiculturalidad se presenta la diversidad cultural como base del planteamiento de lo humano, y requisito necesario para la comprensión de nuestra realidad.