En peores situaciones el mundo ha estallado en cólera con el deseo de aplastar el sistema imperante o como mínimo decapitar a los tiranos. Los pueblos, deseosos de justicia, no esperaban demasiado para reclamar su derecho a ejercer la violencia frente a un leviatán que pretendía el monopolio de esta.
Tiempos calientes, tiempos de cambios se avecinan, pero ya no tenemos tiempo. Estamos demasiado angustiados siguiendo el ritmo que nos marca nuestra agenda, ahora tenemos “compromisos” adquiridos que evitan que modifiquemos el mundo.
Hoy en día el consumo masivo de ocio basura es uno de los mayores éxitos de la industria cultural, y este ocio marca nuestro calendario como la liturgia lo hacía antaño. Seguimos series de televisión, chateamos, leemos miles de periódicos y panfletos, practicamos infinidad de deportes…, en definitiva, acumulamos microexperiencias que colapsan nuestra vida. Siempre correteando de un lugar a otro sin hacer realmente nada, pero absorbiendo nuestra vida.
Ante la llamada viril de la acción preferimos seguir acumulando citas con muchachas, botellones, juergas, lecturas, exámenes, clases de idiomas, deportes, juegos, play y tantas cosas más que evitan la rebelión. Los denominados pasatiempos, cosas contingentes en la vida de un hombre, se han tornado necesidad, adicción y obsesión.
La vida es una cuestión de prioridades. Sólo la muerte del espíritu, ya denunciada por este medio, posibilita un estado de conciencia tranquilo ante nuestra pasividad.
En el estado moderno de nihilismo, unos rellenan su existencia con cualquier cosa que les mantenga ocupados y alejados de su estado angustioso. Otros se obsesionan con la reinvención constante, una versión pueril de la revolución permanente, convirtiéndose en consumistas empedernidos. Y otros optan por la versión coleccionista, una especie de fetichismo de la mercancía extrapolado a experiencias.
Los tiempos requieren fortaleza, vigor y decisión, pero ya no tenemos tiempo. Nuestro mundo es el mundo de las cosas, de lo efímero, de las pasiones. Y eso nos ocupa tanto que renunciamos a pasar a la historia como titanes. Estamos tan fascinados por el mercado y los cantos de los mercaderes han hecho tal efecto que ya no estamos dispuestos a la grandeza. O sí, pero es que no tenemos tiempo.
¿Qué sería de nosotros si aquellos espartanos hubiesen decidido, ante la llamada de la historia, que no tenían tiempo? ¿Qué sería de nosotros si aquellos romanos hubiesen decidido, ante Cartago, que no tenían tiempo? ¿Qué sería de nosotros si Carlos Martel y los suyos en Poitiers (Tours) hubiesen decidido ante el avance musulmán que no tenían tiempo? ¿Qué sería de nosotros si el Dos de Mayo los inmortalizados por Goya hubiesen decidido que no tenían tiempo?
¿Qué sería…, no, qué será de nosotros, de lo nuestro, de nuestros hijos, cuando llegue un momento en el que un puñado de esclavos dirán: “Mis padres no tenían tiempo”?
Sí, este es un llamamiento a la movilización, como mínimo a estar alerta y saber cuándo se nos llama a filas para reaccionar de forma decidida y viril. Un llamamiento a desperezarse y arrinconar lo superfluo en estos tiempos que requieren de fuertes voluntades dispuestas a hacerse cargo de su destino. Un llamamiento a vivir nuestras vidas de forma auténtica y no caer en la inercia de la industria cultural y el consumismo vivencial.