“Yo soy yo y mis circunstancias” decía Ortega. Y es cierto que nos encontramos arrojados a una realidad que nos configura, si el hombre es generador de cultura, ésta también le condiciona. De modo que creador y obra se influyen mutuamente. Así el acto libre de creación se transforma nada más y nada menos que en condicionante del propio sujeto.
De ese modo avanzan los pueblos, su vertiente espiritual estática se fusiona con el proceso vital dando a una diversidad de variantes creativas posibles, pero que pueden ser en casos extremos desconfiguradoras del ser del pueblo. Eso ocurre cuando se transforman en contingentes cosas que poseen un valor absoluto dentro de esa cultura como puede ser la religión o instituciones como la familia.
Actualmente vemos como la codificación cultural ha dejado de estar en manos de la voluntad de los hombres para pasar a ser cuestión del azar, desarticulando la cultura que conocemos. Zygmunt Bauman, actual premio Príncipe de Asturias de humanidades, ha definido estos tiempos como líquidos puesto que se oponen a los antiguos cuya vivencia temporal era de mayor solidez.
Podemos caracterizar la nueva realidad como de pérdida de los puntos de referencia, la aparición en nuestro mundo de conductas determinadas no disponen del tiempo suficiente para solidificarse y transformarse en referentes de acción para los miembros de un grupo humano. Ahora nos encontramos con la paradoja de que el olvido es la mejor adaptación al medio, ya que nuestro mundo se transforma en algo obsoleto a una velocidad vertiginosa, la flexibilidad es el camino efectivo de supervivencia.
Esta es una de las patologías de la sociedad de la información, la revolución constante que nos genera ansiedad y desasosiego por lo raudo de su aceleración. Las estructuras políticas, sociales y de poder, efectivas durante generaciones ya no nos son válidas. Lo que constituía antes fuente de independencia, como es la información, ahora genera incertidumbre.
Como dice el catedrático de lingüística de la Universidad de Barcelona, Sebastià Serrano, una persona de hoy puede recibir en un solo día tanta información como un hombre de principios del siglo XVIII en toda la vida.
El profesor Serrano nos muestra como en los años sesenta del pasado siglo la información necesitaba más de una generación para doblarse, en cantidad acumulada, a finales de siglo ya era necesario sólo tres años y ahora hablamos de veintiséis meses.
Así se vive en los tiempos líquidos, con la incerteza de lo que acontecerá, de si el mundo al que estamos acostumbrados variará en cualquier momento y nos despojará de toda referencia desechándonos de la sociedad. Siempre viviremos con la angustia de que todo lo que sabemos deje de tener validez y bajo la necesidad de un reciclaje constante. La experiencia de una cosa ha dejado de ser punto de referencia donde podemos aprender y predecir un efecto de nuestra acción. Ya no estamos en los tiempos sólidos, ahora entramos en eternos procesos de reubicación si no queremos ser desechados.
Los que quieran sobrevivir hay de ser conscientes de que su valor es de uso, en cuanto dejen de ser útiles si no realizan una conversión a las nuevas demandas del mercado, perecerán. Para ello cuentan con la plena desnudez.
La seguridad de la costumbre ha dejado de existir y el fantasma de ser centrifugados asoma constantemente haciendo de nosotros nómadas del mercado laboral, de ideas o de modas.
A la vivencia de la incertidumbre se suma el alejamiento constante de la política y el poder, siendo este último dominio de estructuras abstractas del mercado global, lo que garantiza que el destino de una nación sea precario.
Cuando las estructuras sólidas de una cultura se escurren, se deja en desamparo a los miembros de la comunidad que han perdido toda referencia para moverse. Las normas de acción no pueden trascender más allá que la situación cayendo así en la ansiedad de tener que decidir constantemente y sin promesa de éxito, un mero situacionismo.
De este modo se alza como imperiosa la necesidad de que aparezca una brújula que lidere el avance de nuestra cultura en esta travesía por el desierto. Como aquellos diez mil griegos de Anábasis que yendo de campaña con Ciro se quedaron huérfanos y sin referencias con el simple anhelo de regresar a sus hogares. Para ello tenían que recorrer el hostil camino que lleva desde Babilonia al Bósforo repleto de incógnitas y de enemigos, carecían de puntos de referencia ya que estaban en un mundo desconocido y ante esa situación se dotaron de un liderazgo indiscutible, de una brújula para ese tiempo que si no era propiamente líquido sí que tenía, para ellos, menos consistencia que el del mundo griego.
Ellos tuvieron un Jenofonte —nosotros también lo necesitamos.