Europa: allá y acá

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El vacío generado en nuestras sociedades a veces genera tormentas. En general suele ser un vacío estable, compensado, aplastado por un poder suficiente. Pero sabemos que en el fondo no es algo natural. A veces los odios van por caminos extraños, subterráneos, secretos y hacen eclosión de un modo bestial, son manipulados o bien inducidos, pero en fin…ese es otro tema.

El hombre ya no sabe quién es su prójimo, en el sentido natural que los antiguos tenían, así como sabían que el “no prójimo”, era un potencial enemigo. Ahora las sociedades “abiertas” ya no tienen enemigos naturales, porque todos son “mi prójimo”. Ahora los hombres que naturalmente comprendían o intuían quiénes eran los propios y quienes los ajenos, padecen de una enfermedad que es el universalismo del prójimo. Tienen que admitir que todos son su prójimo, que el concepto de comunidad desapareció después de milenios, que todo lo que él no considera naturalmente prójimo (o próximo podría decirse) es sin embargo igual a sí mismo, a él mismo. El cristianismo nos ha enseñado eso. Los judíos son demasiado sagaces como para creer semejante cosa, y son siempre realistas. Y aún algunas razas consideradas “inferiores” por algunos en el pasado, están hoy sin embargo muy por encima del universalismo del hombre blanco, ya que al menos conservan un sentido visceral de pertenencia. Eso aunque los monumentos testimonien sus niveles pasados de cultura, la consciencia del prójimo es más importante para sobrevivir que una historia muerta.
 
No soy optimista respecto de Europa. Es que como decía mi antiguo jefe mestizo general Perón: “En política se puede hacer cualquier cosa menos evitar las consecuencias”. Y las consecuencias están a la vista: ese furor autodestructivo que ya ni siquiera es masivo como en las grandes guerras I y II, sino de pequeños grupos que todavía quieren destruir lo poco que queda del viejo continente. Ese furor destructivo que los conquistadores españoles y los anglosajones trajeron a ultramar, para buscar un nuevo escenario de autodestrucción. Me he dado cuenta que pese a tener sangre europea casi por completo, siento un horror sagrado a esa autodestrucción. Debe ser porque todos nosotros somos la herencia viva de la diáspora europea. Y a veces las diásporas son más conscientes que los que quedan en el antiguo centro.
 
Cada vez más europeos llegan a Buenos Aires para quedarse. Y no es que esto sea el paraíso. Es sólo que somos sentimentales, y vemos en ellos el iniciático viaje de nuestros abuelos. Y ellos ven en nosotros los ojos vivos de una Europa muerta.  No es un proyecto político, no es una doctrina, es solamente algo del amor natural que en territorios lejanos tarda más en morir. Es la leve memoria natural del prójimo, un poco de amor en el vacío.

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