No sé cuánto tiempo nos queda de alma. Ya hay demasiado turismo en Buenos Aires, y el tango se va haciendo algo menor, el espectáculo que nunca fue. No se puede hacer un espectáculo del dolor compartido. Es curioso, pero los antepasados de muchos de estos turistas fueron los que crearon el tango como un profundo dolor de exilio hecho nostalgia. Pero eso ellos no lo saben.
No sé cuánto tiempo nos queda de nosotros. Nos aíslan en el centro de un lugar que se hace lejano y oscuro. Cada vez me alejo más buscando aquello que creó una vez nuestra cultura de ultramar. De todos modos, sabíamos o presentíamos que éramos el final de un ciclo. El extremo occidente. Un refugio, un lugar donde podían venir a soñar una nueva vida los desterrados. La Europa gris y melancólica. Una patria de puertas abiertas como aquellas de Conrad, hechas contra el mar, en un viaje iniciático que jamás debía detenerse a riesgo de rendir la bandera del destino identitario.
Y aquí estamos, esperando una señal de la metrópoli. Buscando el recuerdo de lo que fuimos entre las casas que declinan, en medio de la nada de los cultivos transgénicos y la especulación.
Todo este inmenso territorio que fue vida y fuerza, cultivo y exquisita arquitectura, ejércitos en marcha y plazas civilizadoras, vuelve hoy al desierto que ya no será de naturaleza ni de pioneros, sino de soja plástica y de pueblos abandonados. Pueblos sin el amor del tren que fue cultura y que ya no transita por las estaciones y los campos.
Quedan los rostros vacíos. Iguales a los de nuestros antepasados pero profundamente vacíos. Me invade una añoranza de formas y actitudes, de perdido respeto y de personas corteses. Me gusta pensar que eso está todavía oculto en el corazón de Europa, o en los viejos pueblos de gringos que hicieron grande esta patria. Quiero pensar que todavía existe algo del espíritu más puro y antiguo de los nuestros. Es que no fue hace tanto que mi bisabuelo ayudó a construir una catedral gótica en este extremo Sur, y que yo mismo compartía las costumbres ancestrales de nuestros antepasados.
Añoro aquella vida porque no comprendo otra. Añoro el silencio que nos permitía el pensamiento y le daba marco al respeto cotidiano. Todo lo que tan pacientemente, con tanto amor y sacrificio construimos, es pasto ya de las hordas. ¿Dónde hay que ir? ¿Cómo hay que hacer para detener esta pesadilla? ¿Fue hace tanto que en los bucólicos jardines, los hombres de trabajo hablaban de la vida con sabiduría? ¿Fue hace tanto cuando el honor y la honradez fueron característica de los nuestros?
¿Cuál fue la ideología de toda esa belleza? ¿Cuál fue la educación que generó aquella filosofía y aquella identidad? ¿Cómo llegó tan rápido la devastación? Me siento inmensamente viejo, porque sólo en lo antiguo encuentro la alegría espiritual que nos forjó fuertes y dignos en otros días. Este dolor de patria es mucho más que eso, es el dolor final de una raza antigua. Quizá sea la representación de muchos misterios. Demasiado para un pellejo que ya declina en medio de la decadencia.