“Cada cultura tiene su propio criterio, cuya validez empieza con ella
y termina con ella. No existe una moral universal humana.”
Oswald Spengler
La palabra “socialismo” responde sin duda a un origen: es hija de la modernidad. Quiere decir muchas cosas y termina no queriendo decir casi nada. Sin embargo por encima de las distintas interpretaciones y usos del vocablo, sobrevuela su verdadera esencia, la íntima profundidad de su origen filosófico.
La historia del socialismo y de sus variados enfoques es bastante conocida. Lo que es menos comprensible es la adjudicación del nombre a fenómenos históricos anteriores a la existencia del mismo y de su sentido esencial, algo que no puede entenderse fuera del marco de la modernidad. Nos referimos a cuando se habla del socialismo platónico, del socialismo de los primeros cristianos, o de todo lo que se quiere denominar como socialista, pero está situado en tiempos y espacios históricos que no necesitaban ni conocían esa palabreja moderna, aplicable a hombres también modernos.
La idea aquí expuesta es que más allá de las pretendidas diferencias entre socialismos, existe en la palabra un sustrato materialista y reaccionario, desde que su nacimiento es precisamente una reacción de tipo material que el homo œconomicus asume como parte de una clase, como estrato social en un sistema de engranajes de producción a los que hay que ajustar sin cambiar lo esencial: el profundo economicismo del sistema.
Podría decirse que el socialismo no es más que el germen de un totalitarismo, donde lo socialeconómico prevalece siempre sobre una sociedad orgánica, que debería articularse en torno a tipos humanos con vocaciones, preferencias, cultura, historia y espiritualidad, aunque también participen de la vida económica.
Las estructuras de una sociedad organizada políticamente de un modo no determinado excluyentemente por la economía, no necesita el socialismo ni sus criterios. Por eso puede buscarse otro u otros términos para denominar la búsqueda de justicia, teniendo en cuenta la particular identidad y la forma de vida de esa comunidad. Porque el sentido de justicia es anterior y será también posterior al socialismo, y no necesita de tal nombre para poder ejercerse.
El sentido materialista del socialismo siempre tiende a lo totalitario, pero hay otro sentido de la palabra tanto o más nocivo: el sentido utópico del socialismo, que mientras nivela al hombre de un modo materialista y reaccionario, busca convencernos de su dimensión humanitaria y cuasi religiosa, de la búsqueda de una igualdad mística extraña por completo a la esencia de lo humano. Así, en medio de un utopismo irracional que no lleva a sitio alguno, termina beneficiando a aquellos que en nombre de tales abstracciones imponen su autoridad tiránica, su ideal antinatural que nunca veremos realizado.
No digo que aún llamándose socialistas algunas personas no hayan hecho cosas buenas, pero me temo que lo bueno por ellos realizado sea justamente lo que tiene que ver con el intento de retornar a la dimensión integral del hombre, tanto en lo individual como en lo comunitario, apartándose de la injusta nivelación que nos propone el socialismo frente a la injusticia del capitalismo.
Pertenecí una vez al extinto movimiento político que tomó el nombre de justicialismo. El sentido de la justicia y en particular de la justicia social, no necesitó entonces de la palabra socialismo, que quedó fuera de uso aún para las luchas obreras que iban en pos de un tipo de justicia real en un contexto preciso, no sólo en sus dimensiones exclusivamente económicas. Eso ocurrió en medio del intento de conformar una comunidad organizada que privilegiara las organizaciones libres del pueblo, a las que el estado les otorgó un marco legal sin necesidad de asfixiarlas en su dinámica.
Quizá influenciado por esta experiencia personal, siempre desconfié de la palabra socialismo. Palabra salida de las entrañas mismas del sistema que dice enfrentar, contraponiendo su igualitarismo social esclavizante, al individualismo igualmente gris y esclavizante del capitalismo.
Es que para los teóricos materialistas del dominio, la política trata siempre de sustraer poder e identidad a una comunidad, para imponer un sistema desde arriba y limitar nuestras vidas a una dialéctica destructiva y excluyente de nuestra forma de ser, de nuestras posibilidades creadoras, de nuestra dimensión humana integral, y de la propia política como forma de organización y de protección de las personas