No hay elite sin sentido trágico de la vida. Puede haber logias, acuerdos, mafias, grupos, pero no elite. La autoridad que no busca un destino superior no es propia de una elite. Se suele hablar de elite comercial o financiera, pero eso no es sino el mal uso que se hace del sentido superior y esencial de la palabra, porque toda guerra es primero semántica, y quien imponga el alcance y el sentido del lenguaje será el triunfador.
“Todo lo que esté bien, todo el que hace algo bien o se esfuerza, es siempre parte de una minoría. Y los miembros de una minoría se sienten siempre en el exilio. Creo que incluso ni siquiera les molesta.”
Henry de Montherlant
“El grupo es el concepto de un sufrimiento compartido e incomunicable.”
Yukio Mishima
“Donde está el mayor peligro, ahí también está lo que salva.”
Friedrich Hölderlin
“El hombre libre se engendra a sí mismo.”
Richard Wagner
No hay elite sin sentido trágico de la vida. Puede haber logias, acuerdos, mafias, grupos, pero no elite. La autoridad que no busca un destino superior no es propia de una elite. Se suele hablar de elite comercial o financiera, pero eso no es sino el mal uso que se hace del sentido superior y esencial de la palabra, porque toda guerra es primero semántica, y quien imponga el alcance y el sentido del lenguaje será el triunfador.
La soledad y la distancia se apropian de un gran hombre si no puede cumplir su destino grupal. Por eso el hombre de elite se convierte en un peculiar tipo de anarquista cuando se encuentra aislado, algo muy común en esta época. Esto nos recuerda al anarca de Jünger, aunque un verdadero hombre de elite es más bien un buscador, un cazador de oportunidades para cumplir su destino, un ansioso de la acción. Su sentido trágico de la existencia le indica que lo heroico está en una búsqueda casi siempre inútil, o en una acción pocas veces exitosa. Algo que para el común de los mortales constituye casi un suicidio incomprensible.
Recordemos, por ejemplo, a los trescientos hoplitas de las Termópilas, o a los menos conocidos ochenta y siete samurais derrotados que cometieron sepukku en 1877, y que Mishima inmortalizó en su novela Caballos desbocados.
Una elite sabe que la vida es igualmente fugaz sin el suicidio, pero que sólo en el cumplimiento consciente de su destino el hombre superior resuelve su misterio. El hombre de elite acepta la búsqueda de sus iguales, aunque finalmente resulte infructuosa. Abandonarla por falta de voluntad sería desistir, precisamente, de su destino trágico para aceptar la entelequia de la individualidad, autoexcluyéndose así de la elite, renegando de su identidad espiritual.
La identidad trágica del grupo forja la elite, proyectándola hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, porque los muertos y su legado también forman parte de ella, igual que la tensión hacia el futuro, aunque este resulte por definición incierto.
No hay nada más religioso que una elite, porque sus miembros se “religan” en la búsqueda de un sendero superior. Las élites no siguen un camino, las élites son el camino. Ellas crean su propio mito, y a través de ese mito generan “un estado de ánimo épico” según lo afirmara George Sorel.
Los grupos reducidos que conducen el sistema en el que hoy vivimos no pueden ser llamados élites en el sentido expuesto. Dichos grupos no crean un destino, sólo custodian el funcionamiento de ciertos mecanismos que se vuelven cada vez más abstractos y destructivos, como el dinero y la tecnología. Y si bien no hemos llegado al extremo de que las máquinas hagan funcionar por sí mismas los engranajes de las cosas, ya no estamos lejos de ello. Lo vemos hasta el cansancio en las películas de ciencia ficción que nos habitúan al contexto tecnológico-esclavista de la globalización.
Por eso nos alejamos cada vez más de la posibilidad de ver constituirse una verdadera elite, porque todos participamos de algún modo en la dinámica del sistema, perdiendo cada día las cualidades necesarias. De todos los que proclaman ser la elite antisistema, pocos lo son en realidad a juzgar por los resultados, por las conductas personales y por su nivel cultural. Repetir incansablemente ciertas doctrinas o consignas disidentes, no nos transforman automáticamente en una elite, por buenas que esas ideas resulten.
La palabra debe ser respaldada por la actitud precisa, por la acción correcta, por la estética adecuada, por la comprensión imprescindible. Una elite necesita cierta discreción y ascetismo para su desarrollo. La estética y el decoro son elementos fundamentales, para crecer superando las propias limitaciones. Pero no ese decoro pacato e hipócrita tan desagradable, sino el que responde a la lógica de una grandeza autoimpuesta.
Recordemos algunos ejemplos: la república romana, Esparta, Prusia, las mesnadas de España, la caballería medieval, la nobleza samurai, los druidas, el renacimiento italiano, el romanticismo alemán.
El sistema nos provee generosamente de las formas mediante las cuales jamás llegaremos a constituir una elite, aunque creamos ir en pos de ese objetivo. Siempre habrá una distancia infinita entre el rock metálico y Mozart, entre la guitarra eléctrica y el piano, entre el libro y el blog, entre el marginal resentido y el cuadro político, entre la elite y las múltiples caricaturas de la posmodernidad.