La identidad es un tema, que se plantea justamente cuando se pierde la identidad. Está claro que un griego del siglo de Pericles o un romano de la época de Augusto, difícilmente se hubieran planteado el tema que hoy nosotros nos planteamos. Ellos estaban muy ocupados en ser griegos, romanos, y en cumplir su destino como tales.
Es difícil tener identidad, cuando uno tiene que justificar a cada paso sus fundamentos, olvidando la vieja premisa de Parménides: el ser es, y el no ser no es. Pero como estamos en plena pérdida de la identidad, daremos la lucha en el terreno que se nos plantea, asumiendo el hecho de que quienes más nos van a odiar por eso son los que deberían estar de nuestro lado, que sólo quieren continuar por el camino establecido por la ideología de la modernidad.
Si bien las estadísticas pueden prestarse a manipulaciones, cuando son indiscutibles y aplastantes, suelen ser útiles.
Los datos demográficos de la Argentina, nos dicen que más de un 90 % de la población, desciende predominantemente de europeos (algunos llegan a decir el 97%), y que 25 millones de argentinos tiene al menos un antepasado italiano, un caso único en el mundo, ya que sobre una población total de alrededor de 38 millones de personas, estaríamos hablando de más de la mitad.
El 80% de esa población total, desciende principalmente de la gran corriente inmigratoria europea de finales del siglo XIX y principios del XX. Esa corriente trajo principalmente italianos y españoles que se mezclaron a su vez con la población criolla originaria, descendiente de los hidalgos españoles, la elite fundacional a la que le debemos nuestra existencia, y me atrevería a decir la existencia de toda la América del Sur actual.
Esos hidalgos, caballeros tardíos, no necesitaban preguntarse por su identidad: su sangre era demasiado fuerte para eso, lo cual les permitió que, siendo muy pocos al principio, pudieran acometer semejante empresa. Ese tronco original, que debiera de ser para nosotros sagrado como la parte sustancial de nuestra identidad, estableció alianzas según el caso y las necesidades de la conquista, y aprovechó las muchas diferencias raciales, culturales y políticas entre los aborígenes, muchos de los cuales se encontraban en estado primitivo.
Esa increíble raza europea de conquista, nunca superada en su identidad y valor, fue luego sobrepasada por una segunda oleada, ya no de combatientes ni de hidalgos, sino de políticos y comerciantes que se asociaron al incipiente capitalismo inglés, en desmedro de su espíritu y voluntad originales. Sus descendientes fueron marginados, luego perseguidos y diezmados junto con sus caudillos, como los últimos caballeros de un mundo cada vez más “globalizado” por la potencia emergente. En los espacios que ellos perdían, se enseñoreaba el saqueo anglosajón ante el constante retroceso hispano criollo.
Al país que resultó —la Argentina procedente de ese proceso original— la generación de gobernantes de los años ochenta le dio su fisonomía actual, promoviendo una inmigración europea sin precedentes, principalmente de trabajadores italianos y españoles. Resultado final: más de un 90 % de la población actual de Argentina es descendiente de europeos. Esa prioridad de inmigración europea, figura todavía en el preámbulo de la Constitución Nacional.
Un proceso parecido, pero con una población total de sólo 3.500.000 personas, se vivió la Banda Oriental, hoy Uruguay, una parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata, separadas del resto por obra de la geopolítica inglesa, luego de la derrota del gran criollo José Gervasio de Artigas.
En el Paraguay la demografía es distinta, porque la población es fruto casi completamente del mestizaje hispano-guaraní, y aunque el proceso político es similar al de otros países del área, resultó allí mucho más cruel. El genocidio de su población lo puede dejar a uno perplejo. En el Paraguay quedaron vivos sólo un mínimo porcentaje de los hombres mayores de edad, luego de la guerra de la Triple Alianza, promovida y financiada por Inglaterra (recordemos que Paraguay luchó hasta con sus niños de 10 y 12 años). Es ése uno de los hechos más injustamente olvidados de la historia sudamericana.
Obviamente hubo entre hidalgos españoles y guaraníes una gran afinidad. No se crea una raza por la fuerza.
Hecha la anterior salvedad, tenemos en toda el área una población predominantemente de origen europeo. Se podría incluir también aquí parte de la población de Bolivia, y claramente la del el Sur del Brasil. Otro tanto podría decirse de Chile, país que merecería un capítulo aparte.
En estas latitudes, criollo es el descendiente de europeo que ha quemado las naves hacia adelante, como hizo el gran Cortés, asumiendo el desafío de la última gran migración de la estirpe, asimilándose al nuevo espacio infinito con una cultura de la que no podemos desprendernos, sino a costa de convertirnos en parias sin origen, sin identidad, sin historia.
Perdida la voluntad fundacional de España, y vencidos los descendientes de los primeros hidalgos, sólo nos queda asumirnos como lo que en realidad somos: el resultado de un masivo proceso migratorio europeo. Decir esto, es el gran pecado que todos, progresistas y reaccionarios, parecen estar de acuerdo en castigar.
Sin embargo la otra identidad, la falsa identidad ideológica que ellos proponen, nunca se consolida. América sin Europa, la América aborigen, es algo que ya no podrá ser. En todo caso, ocurrirá como siempre ocurre cuando uno se niega a sí mismo: nos convertiremos en nada.