Debate a raíz de "Ágora", la película de Amenábar

Hipatia: vista desde fuera del cristianismo

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En la dialéctica de un enfrentamiento, es difícil saber la verdad cuando los datos históricos son escasos y sujetos a interpretación, pero sobre todo es difícil, cuando una de las partes intervinientes, ya no está para defenderse u opinar. Es lo que ocurre con las opiniones que van y vienen sobre la película “Ágora”, del cineasta Amenábar, y con la figura de Hypatia. Hay entre nosotros todavía quienes se reconocen fervientemente como cristianos católicos, y también quienes atacan con vehemencia a la Iglesia como origen de todos los males.

Para los primeros, Cristo es el único faro de la historia porque es el Dios único, y para los otros la historia sin cristianos, y en especial sin catolicismo, hubiera sido un dechado de progresismo mucho antes, y estaríamos más cerca de la felicidad materialista que hoy en día se nos impone a todos, y que al parecer es aceptada por las masas, que han renegado incluso del cristianismo.
 
Pero ocurre que por encima del enfrentamiento que genera la horrenda muerte de Hypatia (haya sido o no exactamente como se narra en la película), surge una realidad, y es que Hypatia era pagana, y eso es algo radicalmente distinto de lo que son las dos partes que pueden hoy opinar en esta polémica.
 
¿Por qué no tratar de opinar hoy desde ese punto de vista? Pues me dirán: porque ya no existen paganos. ¿Y quién dice que no pueden existir paganos? Me dirán entonces que eso es algo demasiado antiguo, olvidando que el cristianismo o el budismo también son bastante antiguos, y no por ello sus seguidores dejan de opinar.
 
Sí, es cierto que la mentalidad del hombre antiguo está muy lejana en esta época oscura, absolutista, totalitaria, universalista, igualitaria. Ésas son ideas con las cuales prácticamente nacemos, porque nos son inculcadas desde niños de un modo compulsivo. Son ideas que quien más quien menos lleva encima, de modo que no podemos decir que el cristianismo sea el mismo que en otras épocas, de modo que tampoco la idea del paganismo tendría por qué volver a surgir del mismo modo en que en sus tiempos fue.
 
El hombre antiguo, el pagano, no podía ni quería hombres iguales, tampoco un dios igual para pueblos iguales. La virtual intolerancia del Imperio romano sobrevino ante la falta de respeto hacia los dioses imperiales como parte integrante del imperio, no ante la presencia de otros dioses, que siempre había resultado como algo sobreentendido. No fue la del imperio una intolerancia religiosa, sino un problema de subsistencia política. No puede mandar quien no es respetado. ¿Cómo iban a ser intolerantes quienes pensaban que los dioses de cada pueblo eran propios para cada pueblo y cada lugar? Nunca el Imperio romano se impuso para imponer sus dioses. El realismo político romano no necesitaba de eso. Otra cosa es la falta de respeto. La reacción tardía de Juliano por ejemplo, fue ante lo que él consideró como la construcción de un Estado dentro del Estado, la destrucción de una identidad, la imposición de un dogma ajeno.
 
Los pueblos indoeuropeos: griegos, romanos, persas, incluso los hindúes, jamás hicieron proselitismo para que se asumieran sus dioses fuera de su propio pueblo. Eso es en general patrimonio de un Dios único y excluyente, un Dios ante el cual todos los otros están de más. Un Dios que es el único verdadero, el centro y fin de la historia para todos por igual. Ese totalitarismo religioso era ajeno al hombre antiguo y a los paganos.
 
No soy historiador para aseverar quién instigó la muerte de Hypatia, pero creo que fue en cierto modo el sentido de un mundo que ya no la necesitaba. Un mundo nuevo, encaminado hacia un fin unívoco, como patrimonio de un Dios excluyente, o como patrimonio de un ascenso material ilimitado.
 
Hypatia no representaba ni una ni otra opción. Hypatia enseñaba otra cosa, no era sacerdotisa de un Dios único, ni de un materialismo que hoy la reivindica como avanzada de la ciencia. El conocimiento filosófico de la Antigüedad, los misterios sagrados, la espiritualidad de los iniciados, todo ello era muy distinto entonces. Los dioses tenían una identidad, y no se accedía a ellos por sólo pertenecer “a la humanidad” esa abstracción tan aceptada y totalitaria, sino por pertenecer a un pueblo, cuyo carácter daba forma a unos dioses determinados, a una forma de elevación adecuada a ese carácter. Y esa forma de elevarse, no por ser propia era menos que otra.
 
Ciertamente no es posible retrasar el reloj de la historia cuando, determinado por un fin absolutamente lineal, se encamina hacia el paraíso progresista o hacia la venida de un Dios salvador. El reloj de Hypatia no marcaba ese tiempo, sino otro que no se ha detenido en realidad, sino que los hombres han perdido la capacidad de leerlo.
 
El tiempo circular de los antiguos, la pluralidad de formas sagradas igualmente respetables, el conocimiento no como una mecánica racionalista, sino como una actividad sacra, del mismo modo que la belleza, el arte y el mito, fueron arrasados por el dogmatismo.
 
Quizá lo importante no sea determinar cuán fanáticos eran los cristianos de Alejandría, sino pensar si en nombre de un dogma, no se exterminó alguna vez algo valioso, para luego diluir ese dogma en un ecumenismo posmoderno que nos hace preguntarnos: ¿no se habrán equivocado nunca los cristianos si consideramos que, a fin de cuentas, el entendimiento ecuménico de la Iglesia acabará fraguándose no ya con los denostados y sabios paganos, sino con toda la ralea religiosa de la posmodernidad?

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