No cabe duda que en estas ocasiones el suicido es un mensaje. Primero, porque deja establecido que para algunos hombres hay cosas más importantes que la vida misma, y que sin esas cosas la vida no se justifica. Pero también porque la épica de ese tipo de suicido está atada a una causa, y más allá de la derrota de esa causa, tampoco vale la pena vivir.
Mientras escucho la música de Philip Glass, de la vieja película “Mishima, una vida en cuatro capítulos” producida por Francis Ford Coppola y George Lucas, y dirigida por Paul Schrader, recientemente remasterizada, no puedo menos que reflexionar sobre cierto sentido trágico de la vida. Ese mismo sentido trágico de la existencia que tuvieron los griegos –a los que Mishima conocía muy bien– y los demás grandes pueblos antes de hacerse progresistas, y comenzar a creer que cada día nos acercamos más a la autosatisfacción y menos al sufrimiento y la muerte.
Pero el sufrimiento y la muerte de todos modos nos acechan y finalmente nos alcanzan, a veces sin haber logrado ser en la vida, más que una bolsa de mecánicos orgasmos, de imágenes vacías que no podríamos recordar y una infinidad de contradicciones angustiantes.
Es notable ver cómo la muerte por suicidio, en determinados casos –en este caso mediante el rito del sepukku– genera a su alrededor un espacio que algunos hombres reconocen todavía como sagrado. Un punto donde se convocan los irreductibles, los que todavía reconocen el significado simbólico de las cosas.
El hacerse a sí mismo de Mishima, en un sentido que podríamos denominar alquímico, me remite a la antigua práctica de las artes marciales, que silenciosamente todavía desarrollan millones de personas aún en Occidente, algunas sin comprender su profundo significado.
La autodisciplina como un placer superior, como un crecimiento continuo, tiene mucho que ver con el arte, se llame éste Bushido, escultura, poesía, teatro, pintura o danza. Todas esas artes la practicó de algún modo Mishima.
Su torturada vida es una parábola poética. Desde su narcisismo que muchos de los preocupados por esos temas no dudaron de calificar de homosexual, hasta la ardua disciplina de la Sociedad del Escudo, nos muestra siempre una búsqueda desesperada por moldear las formas de la belleza en un sentido externo y en un sentido interno, inconexamente primero y en una profunda fusión después.
Los que hacen gala de un antinorteamericanismo y un antijudaísmo barato deberían escuchar atentamente la música de Philip Glass, músico que reúne ambos orígenes, además de ser budista y un defensor de la causa tibetana. Lamentablemente, no es el buen gusto lo que generalmente se globaliza.
Posiblemente la sugestión que Occidente conserva por la cultura japonesa, no es más que la admiración silenciosa y furtiva por todo lo que hemos perdido. Reconocemos en un japonés imperial como Mishima, cosas que excepcionalmente reconozcamos en un occidental. O quizá nos resulte menos peligroso el reconocimiento de ese tipo de estética e ideas en la lejanía del Oriente, que sacando a la luz los muchos ejemplos de grandes suicidas con ideas afines en el Occidente. Y dejamos bien claro nuestra convicción sobre que en ambos casos, merecen nuestro reconocimiento y admiración.
No cabe duda que en estas ocasiones el suicido es un mensaje. Primero, porque deja establecido que para algunos hombres hay cosas más importantes que la vida misma, y que sin esas cosas la vida no se justifica. Pero también porque la épica de ese tipo de suicido está atada a una causa, y más allá de la derrota de esa causa, tampoco vale la pena vivir.
Exactamente lo contario de la mentalidad progresista, que cree encaminarse siempre hacia la ausencia de sufrimiento, en una irracional negación de la muerte.
Por eso los progresistas suelen convertir todas las derrotas en victorias, porque por irracionales y falsas que resulten sus tesis, para ellos el actual sentido del mundo representa un pensamiento totalitario que lo justifica todo, y de ningún modo podrían reconocer que ese sentido del mundo es negativo y también racionalmente falso.